SALZBURGO / El deslumbrante ‘Idiota’ de Mieczysław Weinberg
Salzburgo. Felsenreitschule. 23-VIII-2024. Bogdan Volkov (El Príncipe Myshkin, el idiota), Ausrine Stundyte (Natasya), Vladislav Sulimsky (Rogozhin), Iurii Samoilov (Lébedev), Xenia Puskarz Thomas (Aglaya), Pavol Breslik (Ganya), Clive Bayley (General Yepanchin), Margarita Nekrasova (Yepanchina). Orquesta Filarmónica de Viena. Dirección Musical: Mirga Gražinytė-Tyla. Dirección de escena: Krzysztof Warlikowski. Weinberg: El idiota.
En una noche inolvidable, El idiota, la séptima y última de las óperas de Mieczysław Weinberg, escrita entre 1986 y 1987, y dedicada a la memoria de su amigo Dmitri Shostakovich fallecido diez años antes, ha atrapado y cautivado a un público que la ha recibido con un alborozo generalizado, a pesar de ser una gran desconocida para casi todos, agotando el papel en las cinco funciones programadas. Una obra que, en su estreno austriaco hace poco más de un año en el legendario Theater an der Wien, se convirtió también en la sensación de la temporada pasada. Una obra que, seguramente sin pretenderlo, rivaliza musicalmente con su antecesora La pasajera, y que aunque dramáticamente no llega a ese nivel de obra maestra –La pasajera es una de esas pocas historias que surgen una vez en cada generación–, ha sido capaz de tocar la fibra sensible a la práctica totalidad de los asistentes.
Alexander Medvedev, libretista también de La pasajera, se zambulló en la compleja labor de sintetizar la enorme obra de Dostoyevski, con más de 700 páginas, en un libreto de ópera de poco más de tres horas, donde el ruso, como fue habitual es casi todos sus escritos, indaga, husmea y describe como nadie antes ni después al pueblo ruso, a sus distintos personajes, a sus distintos ambientes. Los entiende de tal manera que cada uno de ellos es un mundo. Medvedev por su parte, extrae, capta lo esencial de cada uno de ellos, entrelaza sus vidas, y el resultado final es fascinante. Mantiene el fondo sórdido y turbulento de la obra de Dostoyevski, pero aligerándolo lo suficiente para que la acción no descanse, sea vibrante, con una tensión que no decae a lo largo de toda la ópera.
Dentro del amplio abanico de personajes, destacan cuatro por encima de los demás. Por un lado la pareja protagonista, el encantador Príncipe Myshkin y la enigmática Natasya. Él ha estado internado en un sanatorio suizo, alejado del mundo, por lo que es un personaje puro, sin bondad ni maldad. Bueno, simple, ingenuo, nadie le entiende de lo claro que habla aunque deja huella en todos los que le conocen. Su simple presencia atrae y asusta por igual. Un perfecto “idiota”, aunque más en el sentido del “inocente” del Boris Godunov que en el sentido peyorativo de la palabra. Ella, lista, guapa, seductora, intimidante. De noble alcurnia pero huérfana desde niña, su tutor Afanasi Totsky, un rico aristócrata, la convirtió en su amante desde los 14 años, y luego la prostituyó. Es el centro de toda la obra. El resto de los personajes han estado con ella de una u otra manera, y bien la quieren poseer, bien quieren alejarse de ella. Bien la quieren, bien la odian. Unos desde el pasado, como su antiguo amante Totsky, que la quiere casar con Ganya, el secretario del General Yepanchin, para poder disponer de ella cuando quiera y también para tener vía libre con una de las hijas del General. O como su compinche, el mismísimo general, pariente lejano de Myshkin y que sabe mucho más de lo que parece. Otros desde el presente, como Rogozhin, comerciante que conoció a Myshkin en el tren que le traía de Suiza y que acaba de heredar una fortuna. Fue el primero que le habló de su amor por Natasya a la que busca, persigue y desea. Myshkin, Natasya y Rogozhin forman el triángulo amoroso que recorre la obra de principio a fin. Un triángulo al que en los dos últimos actos se le suma Aglaya, una de las tres hijas del general.
Con estos mimbres, el polaco Krzysztof Warlikowski se encuentra en su salsa, y demuestra que, cuando se dedica a dirigir y no a crear dramaturgias paralelas y sin sentido, es capaz de hacer grandes cosas. Asombra su precisa dirección escénica, que juega con las emociones de los personajes, y su brillante retrato de Myshkin –personaje frágil y extraño a quien asocia a Newton, a Einstein o al mismísimo Jesucristo de Hans Holbein, que se dedica entre otras cosas a escribir fórmulas matemáticas en una pizarra y que se encuentra feliz en un mundo abstracto–, aunque carga tanto las tintas que le hace parecer más idiota aún de lo Dostoyevski le creó. Asimismo, es también admirable como utiliza sin complejos el enorme escenario de la Felsenreitschule, donde Małgorzata Szczęśniak, escenógrafa y también responsable del vestuario, crea varios ambientes modernos con un cierto toque de elegancia –bastante más sin duda que la versión más oscura y dura de la pareja Vasily Barkhatov / Christian Schmidt la pasada temporada en el Theater An der Wien– consiguiendo un lectura dinámica y muy atractiva, mitad simbólica, mitad real, nada sobrecargada. Las imágenes en video, hábilmente imbricadas, refuerzan la escena dando un resultado global altamente satisfactorio. La tensión sobre el escenario no decae en las casi cuatro horas que dura la representación. Impresionante como resuelve la escena de la epilepsia, o la final, cuando Rogozhin, que acaba de apuñalar a Natasya, termina acostado junto a su cadáver y junto a un Myshkin que ha acudido a su llamada y que no para de temblar de frío y de miedo.
Musicalmente, la obra es tremenda. Transcurre entre oscuras disonancias y tonalidades aterciopeladas, con ese lenguaje tonal tan característico suyo que ya hemos podido disfrutar en varias de sus sinfonías y cuartetos, o más claramente en La pasajera. La acción no para. No hay un momento de relax, compaginando una música íntima, por momentos casi camerística, siempre un tanto misteriosa, con un lirismo impactante, denso, apasionante, que va a más según avanza la partitura, y que transmite sin prisa pero sin pausa el tormento de una historia en la que no faltan ni los arrebatos dramáticos ni los toques burlescos. Aunque cada día descubrimos más obras atractivas de Weinberg, no debemos olvidar que él se ganaba la vida haciendo música para películas y para programas de televisión, lo que explica en parte la gran facilidad con la que acompaña las diferentes escenas y crea una atmósfera tras otra. La escritura vocal, siendo compleja, parece llevar en volandas a los cantantes, permitiéndoles hacer auténticas recreaciones de los personajes, mientras los distintos interludios, no solo unen una escena tras otra sino que parecen preparar dramáticamente lo que viene después. La orquesta es grande, opulenta, acompañada por una rica percusión en la que la marimba, el xilófono o la celesta te sorprenden una y otra vez, y en la que las distintas familias, con combinaciones sorprendentes de instrumentos, te dan un colorido tras otro, una textura tras otra.
Parece mentira que una obra de este nivel siga siendo hoy prácticamente desconocida. Al igual que ocurrió con La pasajera, Weinberg no la pudo ver escenificada en su versión final –solo pudo estrenar la de cámara en Moscú en 1991–. El estreno de ésta tuvo que esperar hasta 2013, diecisiete años después de su muerte. Thomas Sanderling, el hijo mayor del añorado Kurt –que tantas noches de gloria nos dio en Madrid en las dos últimas décadas del pasado siglo–, amigo del compositor casi desde niño, fue el artífice del milagro en el Nationaltheater de Mannheim. La grabó un año después, y el año pasado, en mayo de 2023, fue también el director del mencionado estreno austriaco en el Theater an der Wien. Si en ese momento, Sanderling nos conectó con el pasado y con el mismo compositor, ahora ha sido el momento de Mirga Gražinytė-Tyla, la más genuina paladina del compositor en la actualidad. En Viena nos ha dado recientemente varias de sus obras de manera ejemplar, y en el Teatro Real de Madrid cosechó un gran éxito esta pasada primavera con La pasajera. Su debut ha sido excelente, al igual que su conexión con la Filarmónica de Viena. En mayo de 2025 debutará con ellos en el ciclo del Musikverein, y salvo imprevistos, parece que la colaboración continuará. Había expectación e incluso temor en el ambiente porque canceló por enfermedad la cuarta de las funciones, pero afortunadamente, el viernes estaba allí, en el podio. No solo nos llevó de manera ejemplar por toda la obra, sino que consiguió que una orquesta como la vienesa, que por magnífica que sea no deja de encontrarse mucho más a gusto en otros repertorios –hasta la fecha solo había tocado una obra del compositor–, sonara como si llevara toda la vida tocando a Weinberg. Su versión fue fresca, dinámica, ágil, sin perder en ningún momento la tensión, con un excelente equilibrio entre foso y escenario, y con el cuidado sonoro y la nitidez necesaria para superar las dificultades acústicas de la sala. Un debut soñado.
Y sobre el escenario, tuvimos también mucho que disfrutar. El tenor Bogdan Volkov fue el gran triunfador de la noche con un Myshkin lírico, de timbre atractivo, y bien modulado, al que por momentos le faltó peso vocal. Un tenor como él, intérprete habitual de Don Ottavio, Fenton o Tamino, tiene un volumen limitado –lejos del arrollador Myshkin de Dmitry Golovnin en el An der Wien– y sufrió en los pasajes más dramáticos de la obra, pero en el resto, en los innumerables momentos que Weinberg “le regala” para expresar su bonhomía o su introspección, Volkov se recreó cantando muy bien, destilando dulzura y llenando el escenario de vida y, por momentos, de sufrimiento. Mejor aún desde el punto de vista escénico, atravesando con convicción los distintos estados de ánimo de una persona ingenua, diferente al resto, que se da cuenta de que su país y su duro clima –tiene frío constantemente– se han vuelto extraños para él. Sin embargo sus impulsos son naturales, no están condicionados por el pasado, y navegó como pudo entre sus dos amores, el salvaje e intuitivo de Natasya, y el más tradicional de Aglaya, para no terminar ni con una ni con otra. Conmovedor.
Por su parte, la soprano lituana Aušrinė Stundytė, que según anunciaron antes de la función había estado toda la mañana enferma, no lo pareció y una vez más nos asombró con su voz potente, con cuerpo, con metal, bien emitida y mejor timbrada en todos los registros, de impecable proyección -cualidad muy importante en un recinto de acústica tan problemática como éste-, y capaz de sobrepasar la densa orquestación. Fue una Natasya excelente, de cuerpo entero, entregada, carismática, emocionante, de enorme intensidad teatral. Ella también se debatió entre el poder y la ternura, entre el amor puro que le ofrecía Myshkin –“…hasta ahora ningún hombre digno me había pedido en matrimonio. Todos querían comprarme…” – y el más irracional de Rogozhin, aunque en su escena final frente a Aglaya, impresionó defendiendo su “honra” y espetando a su rival sobre quien era ella para juzgarla. Excelente.
Notables tanto el bajo-barítono bielorruso Vladislav Sulimsky, con voz densa, corpulenta, enérgica y bien proyectada, que recreó de manera ejemplar el retorcido e intrigante papel de Rogozhin, capaz de todo por conseguir el amor de Natasya, como la mezzo australiana Xenia Puskarz Thomas, una Aglaya de voz atractiva y bien timbrada que fue “haciéndose mayor” y ganando enteros durante la función, cada vez más vehemente, llegando a presionar a Myshkin para que, de una vez por todas la proponga en matrimonio, para claudicar finalmente frente a Natasya.
En un elenco global, sin mácula, todos tuvieron su momento de gloria. Quizás el que más fue el tenor checo Pavol Breslik –con su timbre atractivo aunque algo impersonal, grata emisión y proyección brillante– en el extraño papel de Ganya, el secretario del general Yepanchin, el primero que se iba a casar con Natasya para recibir su dote, y que finalmente, una vez ésta le dice que no se casará con él, sucumbe cuando ella arroja al fuego los 100.000 rublos que acaba de recibir de Rogozhin “para que cuando estén rodeados de llamas, los puedas recoger, pero sin guantes y con las mangas recogidas. Te quemarás algo los dedos, pero, al fin y al cabo, se trata de cien mil rublos”. Iurii Samoilov fue un excelente Lébedev, ayudante primero de Rogozhin y luego del príncipe. Y tanto Clive Bayley como el General Yepanchin, Margarita Nekrasova como su esposa Yepanchina, Jessica Niles y Jutta Bayer como sus otras dos hijas, Alejandra y Adelaida, Daria Strulia como Varya, la hermana de Ganya que no quiere oír hablar de Natasya, o en fin, Jerzy Butryn, como Totsky, el corruptor de Natasya, cumplieron con creces sus breves papeles para completar una noche redonda.
A la salida, comentando la función con amigos vieneses, nos preguntábamos si esta producción, con todo su lujo y esplendor y su éxito generalizado, superaba a la de la temporada pasada en el Theater an der Wien, más oscura, más dura, sin tanta estrella, en fin, mucho más dostoyevskyana. Hubo opiniones para todos los gustos, pero creo que, por una vez, un perdedor como Mieczysław Weinberg, alguien que estuvo al borde del abismo en numerosas ocasiones, alguien del que han tenido que pasar más de veinte años de su muerte para que descubramos lo gran músico que fue, ha triunfado por todo lo alto en el festival de verano más glamuroso y con más medios. La ópera, sin ser una obra maestra, es muy superior a la gran mayoría de las estrenadas por compositores de campanillas en los últimos 30 años. A muchos nos han quedado muchas ganas de conocer sus otras óperas desconocidas hasta ahora como El retrato o La Madonna y el soldado. Ojalá, este incuestionable éxito de Salzburgo nos lo permita en un futuro no muy largo.
Pedro J. Lapeña Rey
(fotos: SF / Bernd Uhlig)