SALZBURGO / Combinación de talentos para ‘Elektra’
Salzburgo. Felsenreitschule. 8-VIII-2021. 100º Festival de Salzburgo. Strauss, Elektra. Aušrinė Stundytė, Vida Miknevičiūtė, Tanja Ariane Baumgartner, Michael Laurenz, Christopher Maltman, Peter Kellner. Konzertvereinigung Wiener Staatsopernchor. Orquesta Filarmónica de Viena. Director musical: Franz Welser-Möst. Director de escena: Krzysztof Warlikowski.
La combinación del talento dramático de Krzysztof Warlikowski (1962) y musical de Franz Welser-Möst (1960) ha sido la base y la crema de la impactante y original producción de Elektra presentada en el Festival de Salzburgo. La obra maestra de Strauss —junto con tantas otras —ha sido, hasta la fecha, el espectáculo operístico más interesante y logrado de la actual edición. Warlikowski ha hecho de la necesidad virtud, y apoyado en su saber hacer y una imaginación dramática que no parece tener fondo, ha convertido el espacio difícil de la Felsenreitschule —no solo por su inmensidad, sino sobre todo por su pétrea desnudez; también por no brindar las posibilidades de una caja de teatro con todos sus avíos— en el lugar ideal para desplegar una acción dramática novedosa, escueta y cargada de detalles, algunos de tintes surrealistas, incluso buñuelianas.
Warlikowski y su hábil escenógrafa Małgorzata Szczęśniak han transformado la inmensa escena de la Felsenreitschule en un gigantesco patio del Palacio de Agamenón por el que todo corre y se desplaza con milimétrica precisión dramática. Apenas una piscina con dos niños felices que, ajenos al drama, chapucean en el agua, y un inmenso paralelepípedo, de paredes a veces transparentes, que se supone es el interior del Palacio, que, al final, se desplazará para sepultar la piscina e imponer la tragedia sobre el mundo inocente, de los niños. Pero también de Chrysothemis, la hermana razonable, aquí muy crecida por el papelazo que le confiere Warlikowski; nada de la mojigata empeñada en disfrutar de la felicidad del vivir.
Apenas estos elementos, más unos bancos laterales, unas duchas por las que deambula una zombi desnuda destrozada quizá por lo vivido, que podría ser Elektra después de todo, tres maniquíes y poco más bastan para llenar el inmenso espacio escénico de una acción teatral efectiva y clara, en la que el drama transcurre con naturalidad y sin impostaciones. En su lucidez dramática y dramatúrgica, Warlikowski no trata de enmendar la plana a Hofmannsthal, menos aún a Sófocles: simplemente, se sumerge, fascinado, en el conciso libreto, y trata de narrarlo y enmarcarlo de modo claro, innovador y personalizado. Nada más ni nada menos. Rotundamente excepcional.
El otro pilar de esta Elektra inolvidable es Franz Welser-Möst, convertido en un straussiano de primerísimo rango. En la plenitud de sus sesenta años (cumple los 61 el próximo día 16), desprendido ya de muchas hojarascas, el maestro de Linz concierta Elektra con contagiosa intensidad y verdad. Lírico y arrebatado, sin perder jamás el control del voluptuoso acontecer musical. Preciso, no dejando escapar ni una sola entrada a cantantes e instrumentistas. En el gesto, en straussiana el control y en la autoridad sin fisuras sobre el podio, Welser-Möst recuerda a aquel gran elektriano que fue Solti. De hecho, la Filarmónica de Viena sonó el domingo tan formidable e insuperable en estas lides —junto quizá con la Staatskapelle de Dresde— como lo hizo en 1965, en la legendaria grabación con Solti y la Nilsson.
El calibrado y bien ensamblado reparto vocal fue modelo de cómo sin millonarios repartos se puede alcanzar la excelencia. La soprano lituana Aušrinė Stundytė fue una Elektra de inmenso rango vocal y dramático. Cantó y jamás gritó, ni en los momentos de mayor desgarro. Con vocalidad de verdadera dramática, de las de antes. Y, como el personaje, tan polifacético en su unidireccionalidad, su vocalidad se plegó a los mil y un registros y exigencias, desde el lirismo de los Cuatro últimos Lieder o las más delicadas canciones, al desgarro brutal y abatido del mito helénico. Lo dejó claro ya en el primer monólogo, con una voz que, además de dramática, fue poderosa, arrojada y agudamente proyectada, capaz de penetrar con rotundidad en el último rincón de la espaciosa sala.
A su lado, como la otra cara de la moneda, su paisana Vida Miknevičiūtė, encarnó una Chrysothemis novedosa y diferente. Modernilla, tan enganchada al tabaco como su hermana Elektra. Su caracterización, tan ocurrente y diferente, presenta casi a una joven veinteañera a punto de salir de marcha el viernes por la noche. Minifalda, tacones y vientre al aire. Encaja perfectamente. Miknevičiūtė borda una interpretación escénica tan admirable como la vocal. El gran momento en que proclama y reivindica su deseo, su necesidad, su derecho a “vivir y ser feliz” constituyó uno de los episodios más emocionantes de esta gran noche de ópera. “Soy una mujer, y quiero vivir el destino de una mujer. Es preferible morir, antes que vivir sin vivir”.
Mientras Miknevičiūtė/Chrysothemis cantaba y reivindicaba con las palabras geniales de Hofmannsthal, el foso desprendía oro puro. Welser-Möst y la Filarmónica de Viena cantaban también, y lo hacían con una suntuosidad, desgarro, pasión, grandiosidad y efusión lírica absolutamente desbordantes. Como también la mezzo Tanja Ariane Baumgartner, dominante y enseñoreada Klytämnestra, el Ägisth de Michael Laurenz y el muy aplaudido Orest de Christopher Maltman. Sobresaliente todo el resto de cantantes, y las voces seleccionadas del Konzertvereinigung Wiener Staatsopernchor en su impresionante intervención en la escena final, que tanto emula al antiguo coro de la Grecia clásica. La proyección final, sobre la piedra del fondo del inmenso escenario, de la sangre y las moscas, parece sacada de una película de Buñuel. O quizá de un cuadro de su amigo Dalí.
Fue, en definitiva, una noche ideal para marcharse de Salzburgo con regusto, y recuperando la idea de que la ciudad de Mozart es, y seguirá siendo a pesar de tropelías y pandemias, In sæcula sæculorum lugar para la emoción y los sentimientos.
Justo Romero
(Foto: Bernd Uhlig)
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