SALZBURGO / Bruckner, Berlín, Petrenko: Sin rodeos y por derecho
Salzburgo. Grosses Festspielhaus. 25-VIII-2024. Orquesta Filarmónica de Berlín. Dirección musical: Kirill Petrenko. Bruckner: Quinta sinfonía.
Bruckner y su catedralicia Quinta sinfonía han sido sujeto único del primero de los dos conciertos de la Filarmónica de Berlín en el Festival de Salzburgo. Un Bruckner desadjetivado, pero tan objetivo como el tejido contrapuntístico de este monumento compuesto entre 1875 y 1876, durante el tiempo “difícil” en el que se creador escribe a su amigo Moritz von Mayfeld: “Mi existencia ha perdido toda alegría, todo placer; es vana e inútil”. Probablemente su “existencia” habría encontrado sentido e ilusión de haber escuchado el domingo esta cúspide sinfónica a los músicos berlines dirigidos por su titular, Kirill Petrenko (1972). El maestro ruso se adentra por derecho y sin rodeos en las largas transiciones, en el sustrato contrapuntístico, en sus melodías, armonías y detalles, en la exuberancia sonora… Deja a la música evolucionar así por sus propias lógicas y que ésta se manifieste tal cual. La anima con extrema, casi devota humildad, y respeto a su convicción, como si no hubiera más verdad y opción que la emanada por el latir del pentagrama. Como el creyente que lee a pies juntillas la Biblia.
Naturalmente, es una impresión. El universo bruckneriano es tan infinito como su música. De Celibidache a Petrenko. Y todo lo que hay por medio. Y cada uno, claro, con su verdad. La de Petrenko es la de un Bruckner de tiempos animados, brillante y espiritual a un tiempo, extremo y que se detiene en detalles y elucubraciones. De una lealtad que se nota en cada gesto, y al mismo tiempo persuadido de sí mismo. Categórico y rotundo como las piedras agustinas de San Florián y el sonido de sus órganos. Un Bruckner taxativo, sin preguntas ni respuestas, de tiempos vivos, pero jamás precipitados; menos, nerviosos o arbitrarios. También inusualmente dado a explorar y deleitarse en colores, registros y timbres. Estratificado en dinámicas tan expandidas como minuciosamente administradas. Tan pleno de verdad como de ideas, criterio y medios para materializarlo.
Petrenko rige con detalle milimétrico el formidable instrumento que es la Filarmónica de Berlín, con todas sus estrellas sobre el escenario del Grosses Festspielhaus. Como buen ruso, dirige pegado a la partitura, a la que no quita ojo, en una actitud casi reverencial. Mezcla de Kapellmeister y orfebre de arte. Quizá más cercano a Jochum que a ningún otro apóstol bruckneriano. Sabedor de las posibilidades que brinda un conjunto tan dúctil, vivo y perfecto, depura y lleva al límite el curso sonoro. Canta y hace cantar los formidables solistas, desde el concertino Daishin Kashimoto a Emmanuel Pahud o Stefan Dohr. En el trío del Scherzo, cuyos motivos fueron idealmente enunciados por las maderas y la trompa, Petrenko y su Bruckner sin artificios parecían querer despojarse de la púrpura y reclamar un lugar en la tierra, en los campos, sonidos y horizontes que alentaron a Schubert y luego, de modo tan distinto, a Mahler.
Todo desemboca y culminó en el hímnico y grandioso final, en el que, tras la larga introducción, durante la que reaparece el tema del oboe del segundo movimiento y otros ya escuchados en los tres movimientos precedentes, surge el coral, que transita por las diferentes familias instrumentales, en impresionante evolución acumulativa, con unos metales que nada tienen que envidiar a las sonoridades del mejor órgano y una vibrante sección de cuerdas en la que cada individualidad parecía estar tocando en perfecto unísono la parte solista del Concierto de violín de Brahms o el de violonchelo de Dvořák. Petrenko cuida e ilumina con fervor el hábil tejido contrapuntístico, lo recapitula y hace crecer hasta llevarlo al paroxismo en un final luminoso, resplandeciente, lejano a cualquier “falta de alegría”. No se puede tocar mejor ni expresar con tanta evidencia. Un final y una interpretación que dan sentido a la denominación de “Sinfonía de la Fe”. Inolvidable. Para reconciliarse con este perro mundo.
Justo Romero
(foto: SF / Marco Borrelli)