SALZBURGO / Beethoven frente a Berlioz, de teutones y francófonos
Salzburgo. Grosses Festspielhaus. 29-VIII-2024. Daniil Trifonov, piano. Orquesta Filarmónica de Viena. Director: Yannick Nézet-Séguin. Beethoven: Primer concierto para piano y orquesta. Berlioz: Sinfonía fantástica.
Beethoven frente a su admirador y biógrafo Berlioz, quién consideró siempre al creador de la Sinfonía Coral como “el más grande de todos”. Yannick Nézet-Séguin (Montreal, 1975) ha querido confrontar estos dos genios sinfónicos en su programa con la Filarmónica de Viena en el marco propicio del Festival de Salzburgo, inmerso ya en la recta final de una edición en la que, como siempre, y con sus más y menos, en la ciudad de Mozart se ha visto y escuchado lo mejor de lo mejor. Frente a un perfecto pero un puntito desquiciado Primer concierto para piano de Beethoven, una contundente Sinfonía Fantástica de sonoridades acaso más cercanas a Bruckner que a Berlioz. Como triunfador total de la velada, Daniil Trifonov (Nizhni Nóvgorod, 1991), quien se llevó los máximos laureles con un Beethoven incandescente y arrebatado, cargado de pedal y oscilaciones métricas, cuya singularidad irritará al purista, sí, pero encandila al melómano sin remilgos por la solidez, criterio y felicidad pianística de este Beethoven refrescado, vivo y natural, en la línea de los Gould, Gulda y tantos otros grandes heterodoxos que nunca aceptaron clichés ni conveniencias.
Frente a la locuacidad del director canadiense, Trifonov impone su adustez vital y escénica. Nézet-Séguin, sensible y generoso, lo escucha y le sirve un dúctil y leal acompañamiento, con una Filarmónica de Viena cuya sonoridad y excelencia en estas lides beethovenianos son máximas. Lo pusieron bien de relieve las cuerdas en la larga introducción del primer movimiento, tocada y fraseada con afinación, empaste y unicidad ideales. Luego, Trifonov recogió el testigo con su Beethoven nítido, cuidadosamente articulado y poderosamente personalizado. Sin miedo al arrebato, a los fortísimos o a sonoridades más cercanas a la incandescencia romántica que a la esfera clasicista que respira y transpira el concierto. En el lento segundo movimiento, Trifonov, de la mano de Beethoven, paró el mundo para regodearse en un pianismo cantable, cálido y profusamente comunicativo. También preciosista y minucioso, a lo Gilels, pero también a lo Gulda. El excepcional acompañante que es Nézet-Séguin dejó cantar al solista brindándole la connivencia del mejor colchón sonoro imaginable. Como contrapunto, el radiante rondó final, cantado y dicho por unos y otros a doscientos mil por hora (no solo en el cuentakilómetros, sino también en el carácter), fue una explosión de optimismo apuntada directamente al futuro.
Cuenta Berlioz, en el capítulo XX de sus memorias, cómo fue precisamente Beethoven quien le abrió nuevos horizontes: “Percibí en dos fugaces apariciones, las figuras de Shakespeare y de Weber. Pero de repente en otro punto del horizonte, vi descollar la colosal figura de Beethoven. En ese momento recibí una sacudida casi comparable a la que experimenté cuando descubrí a Shakespeare. Se me abría un mundo absolutamente nuevo en la música”. Y ese “mundo nuevo” lo volcó en la revolucionaría Sinfonía Fantástica, que apenas seis años después del estreno de la Novena, crea un universo sonoro absolutamente inédito hasta entonces, que será decisivo en la música del futuro, desde el impresionismo debussysta hasta los diversos derroteros que emprende la música en el siglo XX.
Decididamente, la Filarmónica de Viena no es el conjunto ideal para la música francesa. Lo ha demostrado en Los cuentos de Hoffmann programados en esta misma edición del Festival de Salzburgo, y lo ha remachado con esta Sinfonía Fantástica cuya exuberante calidad sonora anda, sin embargo, corta de fantasía, garbo y ese savoir-faire tan sencillo y lógico en orquestas francófonas de inferior nivel, pero que a las formaciones del área germánica les cuesta dios y ayuda. Tampoco Yannick Nézet-Séguin, a pesar de su condición francófona, es precisamente un dechado de elegancias y sutilezas sobre el podio. Derrocha talento, ímpetu y vitalidad, pero se calienta y recalienta con la música para, animado por ella y la suntuosa sonoridad del formidable instrumento que tiene ante sí, entregarse a sin red, dominado más por la sangre que por la neurona. Pierde y se pierden así equilibrios, balances y claridad en las texturas orquestales de la genial paleta sinfónica con la que Berlioz describe y pinta las cinco partes de esta sinfonía programática no banalmente epigrafiada por Berlioz como “Episodios de la vida de un artista”,
Faltó el componente narrativo en una visión que se sintió demasiado a impulsos y destellos. Como una pintura puntillista. Trazos y pinceladas breves y concisas, dictadas por un maestro que, seguro ante el monumento, sin partitura ni quitamiedos en el podio, se deja llevar por el temperamento y su inmenso talento. En el primer movimiento hubo más pasión que ensueño, mientras que en el vals (apenas se escucharon las arpas, y no precisamente por culpa de los dos instrumentistas) faltó flexibilidad, ligereza y donosura. La escena campestre fue quizá el mejor momento de la sinfonía, algo a lo que contribuyeron las espléndidas intervenciones del corno inglés y el oboe (fuera de escena, como manda la partitura) en el evocador y famoso diálogo de los pastores.
A los dramáticos últimos dos movimientos, con el desarrollo paródico del Dies Irae admirablemente introducido por las tubas, les sobró vértigo y faltó templanza. Genuino director norteamericano, Nézet-Séguin impuso la brillantez y el efecto sobre la lógica narrativa. Más que una “orgia diabólica”, el “aquelarre” se convirtió en un brillante final de fiesta directamente dirigido al exitazo. Y así fue. Pero en el estruendo del aplauso y los vítores, en la memoria sonora resonaba la quietud con que Trifonov y los vieneses habían contado el segundo movimiento del concierto de Beethoven.
Justo Romero
(fotos: SF/Marco Borrelli)