SALZBURGO / Barenboim: escuchar la voz del poeta y del estudiante
Salzburgo. Grosses Festspielhaus. 17-VIII-2023. Igor Levit, piano. Orquesta del Diván Este-Oeste. Dirección musical: Daniel Barenboim. Obras de Beethoven (Concierto para piano nº 1) y Brahms (Sinfonía nº 2).
Había expectación, curiosidad e incluso hasta cierto morbo por ver en el escenario a Daniel Barenboim (1942) tras meses de rumores, dimes y diretes sobre su estado de salud y cómo dirige en la actualidad. El público del Grosses Festspielhaus, los 2.179 aficionados que lo abarrotaron el jueves, ovacionaron con cariño al final de su actuación en el Festival de Salzburgo con la Orquesta del Diván Este-Oeste su interpretación de la Segunda sinfonía de Brahms. Pero aplaudió más el reconocimiento de su carrera ya legendaria y a su pundonor al salir a dirigir en las deterioras condiciones físicas en que tan patentemente se encontraba. Porque lo que real y objetivamente se escuchó fue una versión descabezada, sin rumbo, emborronada, sucia instrumentalmente, con continuas entradas en falso, y descompensaciones y desajustes inimaginables con el Barenboim que todos tenemos en mente en el podio.
Barenboim hoy irrumpe aún en escena sin ayuda. Pero con pasitos minúsculos y pérdidas de equilibrio que en más de un momento a punto estuvieron de llevarle al suelo. Dirige, por supuesto, sentado, a lo Celibidache último. Y de memoria, como casi siempre. Pero se le ve anciano, severamente anciano, a pesar de sus 80 años (cumplirá los 81 el próximo 15 de noviembre), y de mantener, cuando esta sin moverse, el aspecto sonriente e inteligente de siempre. Más que a los años, que también, la razón de este deterioro palmario responde a asuntos de salud.
¡Qué lejos queda aquella Segunda de Brahms en el Palais des Congrès de París, del 22 de octubre de 1976! “Canto alegre de la juventud”, dice Cardona en Doña Francisquita, mientras que el poeta (Mario Benedetti) remata: “El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos”. Barenboim, a lo visto y oído el jueves en Salzburgo, debería escuchar la voz del poeta y del estudiante zarzuelero, asumir que los tiempos alegres de la juventud pasaron hace siglos y pensar, sobre todo, en su leyenda, en el público que le adoramos, en la música y en sí mismo. Será delicado y nada fácil ponerle el cascabel al gato, pero, como en otros casos de artistas octogenarios, alguien tendrá que decir a estos grandiosos personajes, que es la hora del retiro. Quizá no de camilla y brasero, pero sí de los escenarios.
Las cosas que ocurrieron durante la sinfonía serían impensables sin el Barenboim de siempre en el podio. Lamentablemente, quien estaba sobre el podio era una sombra del que fue y de lo que fue. De repente, una trompeta entraba antes de tiempo, o el fagot o la trompa, incluso su propio hijo, Michael Barenboim, metió más de una gamba desde su posición de concertino…, o cualquier músico en cualquier momento se empeñaba en dar la nota y se destacaba sin ton ni son del conjunto. Por otra parte, por momentos el tempo, arquitectura de la música, se venía abajo paulatinamente, como si se adormeciera. En otras, Barenboim tenía arrebatos, se recuperaba y metía la directa. Con todo, cantó y contó con efusión y el mejor lirismo el bellísimo y ralentizado primer movimiento (a pesar de que el oboe en momentos se empeñaba en convertir el maravilloso Allegro non troppo en un concierto para oboe y orquesta). Fue lo mejor de la noche.
En conjunto y definitiva, un Brahms de carencias instrumentales, nacido como a borbotones, impulsos de quien ha sido uno de los grandes intérpretes de la historia, pero el tiempo, inmisericorde, no perdona. Quizá ni a los dioses. Antes, en la primera parte, otra diosa, la paisana Marta Argerich, también octogenaria pero que en el escenario todavía mantiene brillante el tipo, tuvo que cancelar por enfermedad su actuación del Concierto para piano de Schumann. El Covid tampoco condona a los dioses. Fue reemplazada por Igor Levit (1987), que cambió el concierto de Schumann por el Primero de Beethoven. Versión de hermosísimos sonidos en el teclado, de pianísimos perianescos, pero caprichosa hasta la excentricidad, con ralentizaciones –paradas incluso– de la más rancia escuela.
Sonido pequeño para un Beethoven que en la orquesta sonaba musculoso y grande, a lo Klemperer. Decepción. En la memoria, pululaba la lejana y maravillosa grabación del pianista Barenboim con el propio Klemperer. Corría octubre de 1967. Eran otros tiempos… ¡Y otro pianista! A Levit, ruso afincado casi desde siempre (1995) en Alemania, se le pudo escuchar con nitidez en la propina que tocó en solitario tras su desestructurado Beethoven: el enigmático tercero de los Tres Intermezzi opus 117 de Brahms, que él entiende con romántico paroxismo. Un concierto en el que se echó de menos a los dioses argentinos: tanto a Argerich como al Barenboim que todos admiramos y tan firmemente tenemos arraigado en lo mejor de la memoria musical. ¡Salud!
Justo Romero
(fotos: FS/Marco Borrelli)