SALZBURGO / Asmik Grigorian protagoniza en un mismo día el concierto matutino y ‘El jugador’ de Prokofiev
Salzburgo. Grosses Festspielhaus. 25-VIII-2024. Asmik Grigorian. Orquesta Filarmónica de Viena. Dirección Musical: Gustavo Dudamel. Strauss: Cuatro últimas canciones y Una sinfonía alpina.
Salzburgo. Felsenreitschule. 25-VIII-2024. Peixin Chen (El general), Asmik Grigorian (Polina), Sean Panikkar (Alekséi), Violeta Urmana (Babúlenka), Juan Francisco Gatell (El marqués), Michael Arivony (Sr. Astley), Nicole Chirka (Blanche). Orquesta Filarmónica de Viena. Dirección Musical: Timur Zangiev. Dirección de escena: Peter Sellars. Prokofiev: El jugador.
A sus cuarenta y tres años, el binomio que forman la soprano lituana Asmik Grigorian y el Festival de Salzburgo no deja de fortalecerse, un festival donde desde su debut en 2018 con la Marie del Wozzeck de Alban Berg, ha interpretado roles como Salomé, Chrysothemis, Suor Angelica o la Lady Macbeth. Y suma y sigue. Hace unos días nos llegó la noticia de un nuevo premio, en este caso el “Gran Premio del Jurado” de los prestigiosos Premios austriacos del Teatro Musical, uno de los más importantes que se entregan en el campo de la ópera en este país, que reconoce sus méritos artísticos excepcionales y su influencia duradera en el teatro musical, y que recibirá el próximo 1 de septiembre en una ceremonia especial que tendrá lugar en la Volksoper. Entre tanto, este pasado fin de semana, se enfrentaba por la mañana a los Cuatro últimos lieder de Richard Strauss, mientras por la tarde asumía el rol de Polina en El jugador, la segunda de las óperas de Serguéi Prokófiev, que se interpreta esta temporada por primera vez en el Festival. Nada parece interponerse en los deseos de esta cantante, que el pasado mes de noviembre, un par de semanas antes de debutar la Turandot en la Staatsoper vienesa, dijo sin inmutarse que, aunque su voz se adaptaba mejor al papel de Liù y muchos pensaban que el tremendo papel de la princesa de hielo “podía matarla”, a ella le daba igual, quería hacerlo aunque muriera en el intento, le encantaba la locura de la ópera. Con estos desafíos, no sabemos que quedará en unos años de su instrumento, aunque nos lo podemos imaginar. Mientras tanto, mejor disfrutar de ella mientras dure.
Por la mañana el público la recibió con una ovación de gala, y tras los 25 minutos de la obra, la despidió puesto en pie, sin parar de aclamarla y con pateos muy ruidosos desde que Gustavo Dudamel, que la acompañó de manera pulcra y hermosa, cuidando cada frase, con un fraseo de primera, con tempi relajados dejando que la música fluyera por sí sola, y deleitándonos con la lujuria orquestal que es capaz de ofrecer la Filarmónica de Viena, concluyó los acordes finales de Im Abendrot / El crepúsculo. Entre medias, la Grigorian exhibió su voz de lírica ancha, de calidad en todos sus registros, su timbre esmaltado y su facilidad para crear momentos donde la emoción corre a raudales. Pletórica en La primavera, más comedida en Septiembre, nos hizo tocar el cielo con las manos en el Al ir a dormir junto al Volkhard Steude, el concertino de esta mañana y solo en para concluir con un escalofriante El crepúsculo que tras varios segundos en silencio, destapó los truenos del respetable.
Hace varios años, cuando leí Alban Berg y sus ídolos. Recuerdos y cartas, el magnífico libro de Soma Morgensten donde cuenta sus mil y una aventuras con el compositor vienés, comentaba lo que había supuesto la apertura de la carretera de montaña que subía al Grossglockner, la montaña más alta de Austria, no muy lejana de Salzburgo. Dado el calor que hacía el sábado en la ciudad, decidí pasar el día recorriendo los Alpes, y no concibo mejor preparación para escuchar la Sinfonía Alpina, la colosal obra de Richard Strauss que esa. Desconozco si el bávaro o el venezolano hicieron la ruta en algún momento, pero por lo que oímos el domingo en la segunda parte es posible que sí. Dudamel hizo maravillas con la orquesta dándonos una versión intensa, de tempi más ligeros que en la primera parte, y de exquisito refinamiento tímbrico. La brillantez innata de la orquesta, sus imponentes metales, el sonido denso y embriagador de sus cuerdas y la belleza de sus maderas, se ensambló a las mil maravillas con el prodigioso control orquestal y la tormenta sonora que creó el de Barquisimeto, que tenía muy claro lo que quería y como lo quería. Hacía cuatro años desde su último concierto juntos. No lo pareció.
Por la tarde, siguió la fiesta en el escenario de la Felsenreitschule con El jugador. Bien es verdad que, vocalmente, Polina no es un papel protagonista al uso, donde una cantante pueda explayarse a su gusto, pero sí que es un rol capital en la obra, ya que prácticamente todo lo que ocurre en la ópera gira a su alrededor. Alekséi está enamorado de ella, aunque lo que mueve su interior sea el vértigo de apostar en la ruleta. A pesar de sus críticas, la anciana Babúlenka la quiere. El general quiere quedarse con su dote para camelar a Blanche, mientras que tanto el marqués como el Sr. Astley la quieren para lo que nos imaginamos. En fin, todo un “laberinto de pasiones” en el que la Grigorian se encontró como pez en el agua. Navegó con soltura entre la angustia y la desesperanza que le provocaba el no tener claro lo que quiere, siempre con un toque de humanidad, con su pose de chica mala con el que quería rebelarse ante los demás. Sobrada vocalmente, con una emisión abierta y una proyección de libro, se alejó de excesos, cuidó el fraseo de manera exquisita -excelentes todos los duetos con Alekséi- y dotó a Polina de una humanidad conmovedora. Su voz pareció hecha para la escritura y la textura del papel. En fin, una interpretación excelente.
Pero El jugador es mucho más que Polina y que Asmik Grigorian. Compuesta entre 1915 y 1917, y basada en la novela autobiográfica de Dostoievski, el propio Prokófiev se encargó de adaptar el texto. Eran sus años jóvenes, cuando su objetivo era crear ópera directa, fluida, sin excesos musicales ni vocales. El legendario Meyerhold se iba a encargar de la escena para su estreno en San Petersburgo, pero la Revolución de 1917 se lo llevó por delante y tuvieron que pasar 12 años, una revisión fuerte de la obra y una traducción al francés para que finalmente se estrenara en el Teatro de la Moneda de Bruselas en 1929. A pesar de sus virtudes, no ha terminado nunca de asentarse en el repertorio, y más allá de las fronteras rusas, es muy difícil encontrar un teatro que la haya programado en mas de una ocasión. A modo de ejemplo, la primera producción que hizo la Staatsoper de Viena fue en 2017 -en los años 60 hubo un par de funciones con una compañía invitada- y el que suscribe solo había podido verla en el Covent Garden londinense en 2010, en una preciosa producción de Richard Jones, dirigida musicalmente por Antonio Pappano. Esta producción es la primera que se da en el Festival de Salzburgo.
Alekséi, el general y la anciana Babúlenka son los otros tres personajes principales de la obra, y afortunadamente, contamos con un elenco que hizo justicia a la obra. El tenor norteamericano Sean Panikkar deslumbró desde su primera intervención en este complejo papel de tutor de los hijos del general, enamorado de su hijastra Polina con la que se quiere casar, que cae en el vicio del juego tras apostar dinero de ella en la ruleta. Con una voz flexible y poderosa, un timbre atractivo y una proyección clara, abierta y limpia, impresionó su energía y su resistencia, aguantando sobre el escenario sin mácula las dos horas y cuarto que duró la representación. Su Alekséi, lleno de contradicciones, va creciendo en intensidad hasta su locura final, que no deja de mostrarnos un personaje frágil y necesitado de cariño, al que la ruleta, primero le atrapa y luego simplemente le sobrepasa.
Por su parte, el bajo Peixin Chen fue un general de una voz corpulenta y enérgica, de color atractivo, que llegó al final con las fuerzas justas. Hizo suyo el patético personaje que espera la muerte de su rica tía para cobrar la herencia, pagar sus deudas y conseguir la mano de Blanche, otro personaje muy turbio, que en cuanto ve que la tía no ha muerto, no deja de echarse en brazos de otro.
A pesar del lógico desgaste vocal -propio de la edad y del repertorio tan pesado que ha acometido en los últimos 25 años-, la veterana Violeta Urmana sigue siendo una artista excepcional y un seguro de vida en personajes como la vivaz Babúlenka, la anciana tía del general cuya herencia todos esperan. Con una presencia impresionante, impropia de la fragilidad que esperas de una cuasi moribunda, e intimidando a todo el que se ponía por delante, se levantó de su silla de ruedas y se enfrentó a todos desafiante. Dilapidó su fortuna en la ruleta de la mano de un asustado Alekséi, antes que dejarle un solo kopek a su sobrino. Su fraseo de entrada sonó algo duro, pero poco a poco se fue entonando, cantando admirablemente con fraseo señorial, para concluir con una escena de despedida emocionante. Está claro que la que tuvo, retuvo.
El resto del elenco, sin llegar a este nivel, cumplieron su cometido. El tenor argentino Juan Francisco Gatell, impecable desde el punto de vista vocal, algo monótono pero con un canto atractivo dio vida a un marqués casposo y cínico, que sabe como aprovecharse tanto de un general agobiado por las deudas, como de una Polina que no sabe lo que quiere. Por su parte, el barítono malgache Michael Arivony, justo en lo vocal, compuso un discreto Sr. Astley, mientras que la ucraniana Nicole Chirka fue una Blanche que no duda en buscar un nuevo acompañante cuando ve que da igual que Babúlenka viva o muera, ya que no hay nada que heredar.
En el podio, el director osetio Timur Zangiev puso energía, intensidad, mucha densidad orquestal y un indudable pulso dramático. Zangiev siguió el ideal del compositor de abandonar definitivamente el romanticismo para embarcarse en un lenguaje más seco, más directo, en definitiva, más simple pero también más efectivo, sin grandilocuencias innecesarias. Aunque hubo algún momento en que mi mente trató de imaginarse lo que hubiera sido la función a los mandos de un Gergiev – actualmente denostado pero que ha sido un referente en estas partituras- el resultado global fue brillante y notable. La Filarmónica de Viena le siguió de manera admirable, estimulante y con una precisión rítmica encomiable. Cómoda tanto en la dulzura como en la amargura, tanto en el lirismo como en los ritmos frenéticos de la escena del casino, estuvo como siempre sobrada en el foso, sin ningún signo de fatiga en las dos horas y cuarto ininterrumpidas que duró la función, y eso que muchos músicos también doblaron mañana y tarde como Asmik Grigorian.
La dirección escénica, a cargo de Peter Sellars, pecó en parte de la grandilocuencia de la que huyó Zangiev. Junto a George Tsypin, su escenógrafo, convierten el enorme escenario de la Felsenreitschule en un espacio indefinible, en el que siete mesas redondas llenas de luces de discoteca, cuando están en tierra se convierten en ruletas, y cuando se elevan a lo alto del escenario, parecen ovnis de serie B que sobrevuelan a los personajes. Además, lo malo de un escenario tan grande es que hay que llenarlo, y los personajes y el coro se pasan una buena parte de la función corriendo de un lado para otro. Pero aún así, la dirección de actores es excepcional. Vives con ellos, ves sus contradicciones y sus emociones, sobre todo en una pareja protagonista que no tienen nada claro lo que quieren. Creen que sí, pero Sellars les ayuda a ver que no. Su -supuesta- rebeldía no deja de ser una fachada de la que no saben cómo salir. El retrato de los demás personajes es más predecible, desde el marqués usurero que se aprovecha de las debilidades del general y de Polina, hasta el gentleman Astley, espectador inmutable. Desde la cínica Blanche hasta todos los oportunistas que los rodean, esperando sacar tajada. Aunque Dostoyevski escribió su obra en 1866, tras haber perdido todo su dinero en el casino de Baden-Baden, la obsesión por el dinero fácil se mantiene inamovible en el siglo XXI.
El público acogió la propuesta con entusiasmo, con aplausos y vítores mas sonoros para Violeta Urmana, Asmik Grigorian y Sean Panikkar. A pesar de las debilidades del libreto y de una partitura compleja, siempre es atractivo volver a esta etapa inicial de Prokófiev, cuando quería cambiar la música para siempre. Y más con la brillantez y la intensidad que te garantiza esta orquesta, y con los medios para conseguir un gran reparto como te garantiza este festival. Por supuesto no todo fue perfecto y ahí están los reparos mencionados, pero la noche mereció mucho la pena.
Pedro J. Lapeña Rey
(fotos: SF/ Marco Borrelli y Ruth Walz)