RONDA / Lecciones de música y filosofía I: homenaje a Ruggero Raimondi
Ronda. Biblioteca de la Real Maestranza de Caballería de Ronda. 03-VII-2024. Marcelo Solís, barítono. Isabel Puente, piano. Obras de Mozart, Donizetti, Rossini, Mascagni, Bellini, Verdi, Vives, Granados y Albéniz.
Organizado por la Real Maestranza de Caballería de Ronda y el International Ontology Congress, el XX Encuentro Música-Filosofía de Ronda homenajeó en 2024 al cantante italiano Ruggero Raimondi, bajo el epígrafe El ser que canta, reuniendo del 3 al 5 de julio a una serie de compositores y filósofos para continuar la ya larga tradición que hace de este Encuentro uno de los centros neurálgicos del pensamiento sobre la música en Europa, como demuestra la presencia en sus veinte ediciones de filósofos tan importantes como Massimo Cacciari, compositores como Hughes Dufourt o intérpretes como Marcel Pérès, entre muchos otros.
Dirigido por Tomás Marco y Víctor Gómez Pin, el XX Encuentro Música-Filosofía comenzó el miércoles 3 de julio con una conversación con Ruggero Raimondi en la que los asistentes celebraron su fértil trayectoria como referente de la lírica. El encuentro se desarrolló a modo de coro en el que sucesivas voces, como las de Gotzon Arrizabalaga o Víctor Gómez, evocaron sus recuerdos del cantante boloñés, al que Gómez Pin definió como «hermeneuta del personaje» y una apuesta por la adecuación escénica.
Tras el encuentro con Raimondi, la primera ponencia tuvo como protagonista a Gotzon Arrizabalaga, que realizó un recorrido por distintos momentos históricos del canto, desde sus orígenes hasta su dimensión práctico-reflexiva en el pensamiento humano. Así, el canto, el cuerpo y la mente fueron algunos de los ejes de su ponencia, en la que concitó otras influencias culturales, como la de los pigmeos baka. Remitiéndose a Aristóteles, abordó Arrizabalaga las cuestiones de orden moral asociadas al canto y a los motivos por los cuales la música nos transmite un Ethos, afirmando el valor de la misma por su aportación a la formación del individuo, más que por la propia belleza intrínseca que contiene como objeto estético.
Arrizabalaga puso diferentes ejemplos para pautar la exposición de sus ideas: desde la música griega a Haendel, pasando por la Escuela de Notre Dame o Alonso Lobo, tomando la aparición de la ópera y la figura del castrato como el momento de máximo desarrollo histórico, asociado al bel canto. Ese canto del ser humano fue contrapuesto por Arrizabalaga a los sonidos emitidos por los animales, que radicalmente define como «no canto», puesto que no presenta ni intencionalidad ni capacidad estética desligada de lo puramente funcional, así como no está articulado intelectualmente en las dimensiones clásicas de altura, duración, timbre y dinámica (una postura que, en cierto sentido, rebatió José María Sánchez-Verdú en la segunda ponencia de la mañana). Gotzon Arrizabalaga acabó remitiéndose al canto como forma de comunidad superior a lo propiamente individual, en los albores de la humanidad, tomando la octava como cénit del desarrollo de la música occidental, finalizando su intervención con un homenaje a Alfredo Kraus con Les Pêcheurs de Perles (1863), de Bizet, como paradigma del más alto nivel en el dominio del canto.
La segunda ponencia corrió a cargo de José María Sánchez-Verdú, que quiso apartarse del canon estrictamente occidental y mostrarnos que, como afirmó Claude Lévi-Strauss, todos los pueblos cantan, realizando un recorrido que evidenció cómo el ser humano, con otras formas de relación entre voz y texto, ha conquistado territorios de lo más disímil. Para ello, primero nos hizo escuchar el canto de un almuédano de Estambul y cómo se transmite el Corán de generación en generación a través de escuelas para las cuales dicho canto es un ejercicio de improvisación, no considerándolo como música en el sentido occidental. Se centró Verdú en la naturaleza del lenguaje y en la música a la que da lugar esta distinta forma de comprensión del canto, con las líneas ornamentales árabes que contrapone al pensamiento germánico, como música en células.
Avanzando hacia Oriente, nos puso otro ejemplo Sánchez-Verdú: el de la música de los lamas del Tíbet como una forma radicalmente distinta de canto, el concebido para dificultar la comprensión del texto, que así quedaría reservado a la inteligibilidad. Destacó, también, cómo el contexto físico influye en el canto de cada lugar del mundo, poniendo ejemplos de su propio catálogo (al que también se refirió por el uso de diversos idiomas en función de la especificidad prosódica y musical de cada uno), como el Libro de las estancias (2009) o el Libro del Frío (2007-08) y las muy especiales casuísticas de reverberación que se daban en espacios como la Catedral de León.
Remitiéndose a Marcel Pérès, evocó Verdú el canto corso, con su reverberación y superposición de armónicos en las iglesias rupestres, de las cuales nace una música de una sonoridad totalmente especial, igualmente relacionada con la forma tan física en que se vive por los cantantes, haciendo que cada voz busque un espacio dentro del coro; cuestión que relacionó con Ockeghem y la Escuela Flamenca. Continuando su viaje, nos ofreció otra muestra en la música del norte de la India y cómo el aislamiento de sus comunidades crea un canto pre-globalización en el que las construcciones musicales se convierten en una poderosa forma de memoria. Todo ello fue relacionado con la música europea, como la presencia del arabesco como ornamentación en las partituras de Debussy, Boulez o Dusapin, mientras que la música del Tíbet la llevó a obras como Sirius (1975-77), de Stockhausen. Contraponiéndose a las ideas de Gozón Arrizabalaga, Sánchez-Verdú destacó la existencia de culturas totalmente ajenas a la octava, para las cuales ésta sería una disonancia, por más que sea vista desde Europa como una construcción sustentada en una lógica física y matemática universal. Llevando su viaje al Lejano Oriente, escuchamos un fragmento de teatro nō japonés y la inexistencia en éste de notas definidas o alturas estáticas, mostrando una concepción que rebate cualquier concepción generalizadora de la octava occidental.
Cambiando de continente, Sánchez-Verdú recalcó la disparidad del canto humano por medio de los wagogo y su construcción de un edificio de armónicos como forma de encontrar un espacio sonoro propio, alcanzando lo que denominó un «tiempo absoluto» gracias a la multiplicación de voces a través de los armónicos, aspecto que revela cómo cada cultura posee técnicas extendidas propias, algo que en Europa ha llegado al extremo en obras de autores por Verdú citados como Luciano Berio o György Ligeti.
Ya en horario vespertino, asistimos al tercer concierto de la XXIV Semana de la Música de Ronda, organizada por la Real Maestranza de Caballería y el Ayuntamiento de Ronda; un concierto que nos ofreció una serie de dúos para voz y piano bajo el título Canto y ser: explorando la profundidad de existencia.
El concierto reunió al barítono rondeño Marcelo Solís y a la pianista madrileña Isabel Puente, que un día después, en su conferencia dentro del Encuentro Música-Filosofía, defendería el papel del pianista no tanto como «acompañante», sino como «repertorista». Aunque no haya sido el caso en este concierto, diría que Isabel Puente va, incluso, más allá del rol de repertorista, y en determinados momentos podríamos hablar de una «pianista acompañada», dada la enorme presencia que confiere a su instrumento, mostrando una personalidad propia que ella misma afirmó ha aprendido de repertoristas como Gerald Moore o Miguel Zanetti.
El programa puso sobre los atriles una serie de clásicos del repertorio, tomando distintas arias italianas, en la primera parte, mientras que la segunda estuvo dedicada a repertorio español. Así, pudimos comprobar la muy distinta personalidad vocal y expresiva que tiene Marcelo Solís comparado con un Alfredo Kraus al que habíamos escuchado por la mañana, pues, mientras que Kraus representa la extrema concisión, el ascetismo gestual y la total concentración de la emoción a través de la técnica, Solís pone más su énfasis en lo expresivo y en una expansividad que busca crear la emoción ya en el propio intérprete, frente a la idea kraussiana de crear dicha emoción en el oyente.
Mozart (con Madamina, il catalogo è questo) y Rossini (con Largo al factotum) fueron los puntos álgidos de su recital, muy protagonista en él Marcelo Solís y acompañado por Isabel Puente con un piano lleno de color, ritmo y volumen dinámico. Solís plantea un Mozart de gran teatralidad, habiendo tenido la ocasión de cantar tal aria de Don Giovanni (1787) frente al mismísimo Raimondi, otro cantante de una presencia y una personalidad escénica arrolladoras. En Rossini ha estado Solís soberbio por el color de su voz, así como técnicamente, siendo capaz de multiplicar sus registros, creando prácticamente un coro en sí mismo a través de efectos guturales, nasalidad y timbre. En el Intermezzo de Cavalleria rusticana (1890) destacó Isabel Puente articulando el piano desde el canto, con una vivacidad que nos muestra a una intérprete del siglo XXI, sin la languidez y la morosidad que fueron propias en tantas batutas célebres de las últimas décadas del siglo XX al abordar a Pietro Mascagni.
Ya en la segunda parte del concierto, su primera obra, El galán y la casada (1916), de Amadeo Vives, evidenció el considerable retraso que la música española tenía con respecto a la italiana, precipitándonos técnicamente a una escuela de voz y piano limitada, por más que con El majo olvidado (1914), de Enrique Granados, se haya remontado el vuelo. Pero sería en El puerto, de la Iberia (1905-09) de Isaac Albéniz, donde realmente tendríamos (junto con las arias de Mozart y Rossini) uno de los puntos más destacados del concierto, dada la versión absolutamente racial de Isabel Puente. De entre la amplia nómina de maestros que han grabado esta pieza, diría que Puente es heredera de Esteban Sánchez y, por tanto, no estamos ante un Albéniz tanto impresionista como de duende, carácter y fuerza. Isabel Puente ha jugado a gusto con el rubato, la articulación y las dinámicas; pero, también, con el silencio; especialmente, en un final hermosísimo en el que las resonancias han tenido tanto peso como el propio ataque, creando un universo en cada fraseo, lo que ha deparado un Puerto abigarrado, polimorfo y repleto de ecos de distintos colores y lugares del sur. Soberbia.
El resto del programa abundó en estas mismas líneas interpretativas, así como los bises, evocaciones rondeñas incluidas por medio de Falla y su canción andaluza El pan de Ronda (1915), bordada por un Marcelo Solís que a estas alturas ya se había metido al público en el bolsillo, ganándose, junto con Isabel Puente, una enorme ovación.
Paco Yáñez
(Fotos: Real Maestranza de Caballería de Ronda / José Luis Barea)