Rentrée news 2: del sushi a la manzana
Mientras el mundo se fuma un puro con expresiones como “la Sinfónica de Nosedonde vuelve a la actividad tras el Covid 19”, como si el virus ya hubiera dicho aquello de “hasta luego, Lucas” y hubiera tomado las de Villadiego, asistimos, entre atónitos e incrédulos, entre indignados y desesperados, a asombrosos fenómenos que alimentan el ya rico muestrario del incomparable observatorio sociológico en que esta pandemia está convirtiendo a la humanidad, cuyas pequeñeces están quedando retratadas de forma pertinaz en toda su desnudez. Recientemente escribía una guasa (porque ya puestos, más vale tomarlo así) sobre el momento mascarilla (https://www.enfumayor.com/2020/06/26/el-momento/).
Momento mascarilla en la oreja, en la barbilla, en el codo, en la papada… e incluso los famosos y nunca bien ponderados momentos mascarillas con agujero, que algún vivales está comercializando como si fueran la quintaesencia de la seguridad. Por cuestión de minutos se me escapó el momento ojo, con un par de ciudadanos que fueron retratados utilizando, en un avión y en un tren, la mascarilla en modo antifaz, se supone que para asegurar un sueño tranquilo, por supuesto sumamente proclive al contagio, dado que la boca quedaba perfectamente al descubierto, aunque tampoco cabe descartar aquello de que la mascarilla sirviera para el conocido “ojos que no ven, corazón que no siente”.
Mientras las mascarillas nos daban ocasión al reír por no llorar, y faltos de la paciencia necesaria para que la ciencia se pronuncie sobre la verdadera magnitud de ciertos riesgos y, por ende, sobre qué medidas pueden mitigarlos, seguimos asistiendo a procesos verdaderamente exóticos, que nada tienen que ver con la ciencia, y que el reconocido Profesor Bacterio, aquél científico calamitoso de la T.I.A. de Mortadelo y Filemón, que causaba un cataclismo tras otro, hubiera abrazado entusiasmado como suyos.
Procesos que cocinan, en olla rápida, experimentos de pasillo dirigidos con sospechosa precisión a arrojar el resultado pretendido. O sea, el director fulano agarra al doctor mengano y se podría desarrollar un diálogo de este estilo:
-Mira colega, esto de tocar a no se cuántos metros va a ser que no, que no funciona. Y además es ápodo y acéfalo, o sea, no tiene pies ni cabeza, porque el personal se apelotona en los aviones, y en el transporte público, y en las playas y en los botellones y en las celebraciones de los títulos deportivos y en las fiestas de los santos patronos. No me repliques, que esto es así y punto. Así que vamos a hacer un experimento y tu vas a medir como te de la gana, que para eso eres el científico, pero lo que salga tiene que ser un respaldo para tocar con una distancia mínima. Vamos, como veníamos tocando siempre.
-Pero mire, tiene razón, todos los casos que usted cita son un disparate, pero es que no tenemos mediciones precisas que permitan acortar esas distancias con unas mínimas garantías…
-A ver, prenda, a mí la ciencia me trae sin cuidado, pero aquí no podemos esperar más, así que hay que vestir al muñeco con la mejor apariencia de seguridad. Se toman unas mediciones, se cuentan de manera lo suficientemente ambigua, pero con un toque de importancia, con ringo rango, con seria solemnidad, para que cuelen. Incluso se llama un notario…
-Pero oiga, un notario no pinta nada…
-¡Cómo que no pinta nada! Un notario en este país es lo más, es la leche, un notario es la repera, el elegido, la culminación de la élite… ¿no recuerdas que siempre validaba lo del Un, dos, tres?… ¿No ves que las oposiciones más difíciles son las de notario? Pues ya está, lo valida el notario y se acabó. Díjolo Blas, punto redondo.
-Ya, pero eso era un concurso y esto se supone que es un estudio científico…
-No te enteras, Contreras, nada de estudio científico. No hay ni tiempo ni medios para hacer un estudio serio y además no podemos correr el riesgo de que salga algo que no convenga. Aquí no hacemos como Guillermo Tell y disparamos en plan intrépido a la manzana encima de la cabeza con el riesgo de dejar la manzana intacta y clavarle una flecha al incauto voluntario en el entrecejo. No, aquí atravesamos la manzana a mano y luego la ponemos delicadamente encima de la cabeza del voluntario. Eso se llama primero tirar la flecha y luego pintar la diana. Después sacamos la foto y quedamos como Dios, qué puntería tiene el gachó. No te enteras: hay que vestir al muñeco. Querido profesor híbrido de Bacterio y Tornasol, siempre al oeste, los dos sabemos que esto tiene de ciencia lo que yo de obispo, o sea, nada. Luego, además, está el sello definitivo: decimos que se la hecho una prueba a todo bicho viviente y eso es mano de santo, oye.
-Pero es que la prueba sirve solo para el minuto siguiente o si es positivo en anticuerpos, pero la diagnóstica negativa para el día siguiente ya no vale si hay relación con otros…
-Y vuelta la burra al trigo: que te digo que da igual, que el personal se las traga dobladas. Tu pon tus mediciones tipo superfashion guay del Paraguay que apoyen lo que yo digo y verás como todo va bien.
De esta guisa, ya tuvimos el caso de la Filarmónica de Viena. Un experimento schnitzel a medida, unas buenas pruebas hechas una vez, que eran tan buenas que hasta predecían lo que iba a pasar días después, aunque entre la prueba y el concierto hubieran mediado medio centenar de contactos con personas, un herr notario que ponga el “no se hable más” y hala, a tocar como si nada. El público, eso sí, debidamente distanciado, que son unos blandos, a ver si se van a coger algo.
Y como imitadores hay para todo, ahora pasamos del schnitzel al sushi, que está muy de moda. El director de la Sinfónica Metropolitana de Tokio, Kazushi Ono, ha decidido que esto de tirar por la calle de en medio, o sea, poniendo la manzana debidamente atravesada encima de la cabeza del interfecto, con un presunto respaldo científico, es una buena idea, y ha elaborado su particular versión sushi. Los detalles completos se pueden leer aquí (http://maestroarts.com/articles/reshaping-the-concert-stage), pero el resumen es para partirse. Así, en plan telegráfico y en román paladino, la cosa va como sigue:
- Se plantea una pregunta convenientemente manipulada, casi retórica, pero en plan como el que no quiere la cosa: ¿Cómo será la orquesta en un escenario post-covid? (Nota: “post covid” quiere decir que el covid ya ha pasado, así que ya tenemos la primera mentira, ¿van pillando?)
- El director de la orquesta mencionada “lidera” (sic) “pruebas científicas” con la orquesta en el Bunkan Kaikan Hall para “fijar” una distancia “segura y musicalmente viable” entre los músicos. (Notas: 1) primera vez en mi vida que veo a un director de orquesta “liderando” unas pruebas científicas; me voy a ofrecer yo a dirigir la orquesta en cuestión, va a ser la bomba oye…; 2) las pruebas no están destinadas a averiguar cuál es la distancia segura (pregunta que sería científica) sino a “fijar” una distancia de “consenso” entre ciencia y viabilidad. De forma que la prueba no quiere encontrar una respuesta, la que salga, a una pregunta, sino una respuesta que reúna unas condiciones; o sea una respuesta prefijada… ya lo van viendo, ¿no?
- Después viene “el contexto”. Como Japón “ha hecho pico después de Europa” (y eso que está más al este, a ver cómo explica esto la Ribera, la que aquí te espera), eso “nos permitía aprender de Europa”, pero… ay, que de repente me doy cuenta que mejor que no, que nosotros somos muy nuestros y que la humedad de Japón y que tal y que Pascual. Así que mejor hacemos nosotros los experimentos con el Bacterio este y ya verás como todo sale de perlas. De momento hemos puesto el primer ladrillo del ringo-rango.
- Empezamos, pinto pinto gorgorito, por 2 metros de distancia, que había sido lo recomendado por Bamberg y Berlín. Tocamos el Preludio y Aria de la Suite Holberg de Grieg, y los movimientos primero y cuarto de la Serenata para cuerdas de Chaikowski. Conclusión: un desastre. Esto no funciona ni para atrás. Ahí no medimos nada, porque no conviene, claro. ¿Para qué, si la manzana estaba partida antes de empezar?
- Así que nuestro Bacterio de turno nos aconseja (igual he sido yo el que he dicho que nos aconseje, ya no se…) que por qué no nos acercamos a metro y medio. Y volvimos a tocar el aria mencionada de Grieg, pero oye, va a ser que tampoco.
- Así que decidimos acercar la cosa a 1 metro. Oye, los de la Filarmónica de Viena estaban a 80 cm, o sea que 1 metro es lo que viene siendo un margen del recopón. Sus famosos tests, validados por el notario, el notario que no falte oye, decían que la flauta, ese instrumento diabólicamente peligroso, expelía partículas hasta 75 cm. Así que… 1 metro. (Nota: obsérvese que hasta el momento Bacterio no ha medido ni la longitud de su nariz). Y en esa tesitura tocamos Chaikovski y los músicos estaban encantados.
- Así que la flecha ya estaba clavada en la manzana y solo faltaba ponerla encima de la cabeza del incauto. De forma que al día siguiente invitaron al profesor Okuda, casi estornuda, experto en dinámica de los aerosoles, y al doctor Kunishima, especialista en enfermedades infecciosas, y midieron todo tipo de aerosoles producidos por instrumentos de viento y también por las voces humanas de un barítono de talla (1,90 metros que medía el pavo) y una soprano cuya talla no se menciona porque esas cosas no las hacen los caballeros. No, no midieron aerosoles expelidos desde otros orificios corporales, que no era el objeto de la cosa. (Nota: por supuesto, de las medidas del profesor Okuda quizá hablemos otro día, porque en el artículo, ni se citan ni se menciona en absoluto el método con el que se obtuvieron; ¿para qué? La manzana ya estaba atravesada…).
- Para avanzar más en el ringo rango de la cosa, el artículo (periodístico, ya les dije que de ciencia esto tenía lo que yo de obispo) se extiende en esa ambigüedad antes precitada, en el mejor estilo asterixiano: es más pequeño que el jardín de mi tía, pero más grande que el casco de mi sobrino. La sesuda conclusión de Okuda, qué pistonuda, era que había un “resultado fuerte” de aerosoles (una magnitud super precisa) cuando la medida se tomaba cerca de las bocas de los instrumentistas, pero incluso en ese caso la medida era “inferior” a las del barítono de talla. (Nota: Creo que tras esta conclusión Okuda fue víctima de una alopecia repentina. Que se quedó calvo, vamos; no sabemos qué fue del barítono, pero nos tememos lo peor, porque su resultado era manifiestamente inconveniente y asaz inoportuno).
- La cosa fue avanzando hasta la interpretación de la Obertura de “las bodas de Fígaro” de Mozart, y el comentario del concertino de que “no escuchaba bien al fagot”. Ay el fagot de mis entretelas, tenías tu que salir en esta circunstancia. Así que al final terminaron, tras al un-don-din correspondiente, con la cuerda a 90 cm y los vientos a 1,3 metros de la cuerda. Y así el concertino ya escuchaba al fagot. Y la coletilla es para no perdérsela: “…y así dos músicos [se entiende que de cuerda] podían compartir atril – que era lo que querían”. Qué casualidad, oye. Ha acabado saliendo lo que queríamos que saliera. Mecachis con la ciencia, cómo se las ingenia.
Y así, el bueno de Okuda, qué macanuda, fue midiendo y midiendo, no se sabe cómo ni se saben cuáles fueron los resultados, porque detalles, medidas, lo que viene siendo ciencia: cero pelotero. Pero sus resultados dejaron sin habla a Kunishima, qué pantomima, y este manifestó su sorpresa ante unos datos que sugerían que los aerosoles emitidos por los músicos japoneses “eran mucho más débiles y se desplazaban a menos distancia que los de sus colegas europeos”. Debe ser que tocaban siempre pianissimo.
Pero con la manzana atravesada encima del incauto y crédulo receptor del mensaje, pues todos tan contentos. La orquesta tan contenta y el avispado director-líder de experimentos con nombre de operador telefónico, encantado de haberse conocido y preguntándose por qué no habría tenido antes esta idea tan brillante para cocinar un sushi musical pandémico.
Decía la canción aquello de “del puente a la alameda”, y aquí hemos narrado cómo va la cosa “del sushi a la manzana”. Colorín colorado, este sushi se ha acabado. Al virus le van a tener que atender en urgencias, pero de un ataque de la risa.
Rafael Ortega Basagoiti