Recuerdos de una mañana con Genoveva Gálvez

Los brillantes rayos del sol que, irresistiblemente, se extendían exuberantes aquella mañana de diciembre, parecían confundirse con la intensidad de su mirada. Su hablar, ágil y vivaz, delataba un inconfundible donaire y perspicaz ingenio. El tiempo, con su paso, no osaba perturbar las extraordinarias facultades de la gran artista. Bajo las atentas miradas de un antiguo grabado de Francisco Salinas y de un retrato de Domenico Scarlatti (respetables cómplices de su infatigable labor), observaba yo a Genoveva Gálvez embelesado. Aquella visión en el estudio de la calle Máiquez era, en mi sentir, lo más cercano a la ilusión de lo eterno. “¡Son mis maestros!”, me dice señalando en una estantería dos marcos con fotografías en blanco y negro: Li Stadelmann en uno; y en el otro, ante la catedral de Notre Dame de París, Genoveva acompañada de un lesionado y jovencísimo Rafael Puyana. “Por eso me hizo venir a París, a raíz de un accidente tuvo que cancelar compromisos, y me dijo que si quería recibir sus enseñanzas, era el momento”.
Con indulgencia infinita, Genoveva disculpa mi insaciable curiosidad. “¡Eres un encantador de serpientes!”, me dice riendo mientras le confieso mi sincera devoción. ¿Pero qué necesidad de confesiones a estas alturas? ¡Ella ya había visto en Granada aquella camiseta en la que, de niño, me había hecho estampar la carátula de uno de sus discos! ¡Y qué decir de aquella noche en la Fundación Juan March, cuando me postré de rodillas en veneración el día que Cristina Bordas me la presentó! ¡Inútil ocultar una admiración tantas veces declarada! Sin embargo, no todo había sido un ‘camino de rosas’. Recuerdo la exigencia, casi intransigente, con la que Genoveva me escuchó por primera vez. Mi técnica la indignaba: “¡Tocas como un pianista!”, me recriminaba señalando los movimientos superfluos que yo realizaba con brazos y muñecas. “En el clave todo ha de hacerse con los dedos, preparando cada uno de ellos”. El concepto de ‘preparación’, era para mí una novedad, una revelación: exigía no sólo un cambio substancial en el movimiento y posición de los dedos, sino una modificación profunda en el modo de pensar. Cuando reparó en mi desazón me aseguró: “Esto que te estoy diciendo es muy importante y es lo mejor que te puedo decir”.
Dirigiendo la mirada al retrato de Scarlatti que reposa sobre la mesa camilla, Genoveva le lanza con toda frescura y gracia un: “¡Guapo!”. Sonriente y orgullosa me dice que lleva analizadas más de trescientas sonatas del napolitano españolizado, y que, penetrando en sus misterios más ocultos, está llegando a conclusiones que muy pocos han contemplado. Así trabajaba Genoveva, con perseverancia y pasión. No importaba el repertorio: podía pasearse con facilidad envidiable entre las cifras de la antigua tablatura de tecla del Renacimiento, como iluminar la música de Manuel de Falla con visión inspirada propia de un poeta: “He aquí todas las campanas de la ciudad de Granada, repicando exaltantes sin cesar”, decía feliz mientras tocaba los arpegios finales del segundo movimiento del Concerto para clave y cinco instrumentos. Se entregaba sin reservas a la causa del clave o clavicémbalo (la palabra ‘clavecín’ la evitaba a toda costa), impulsando la creación de un nuevo y excitante repertorio entre los compositores de su generación. ¿Y qué decir de sus aportaciones al mundo de la musicología? ¡Estas no merecen menor admiración que sus interpretaciones! Basta reparar en la impresionante erudición que despliega en su publicación de las obras de tecla recogidas por Fr. Antonio Martín y Coll. Allí donde parece imposible, ubica con precisión correspondencias de piezas anónimas en las fuentes secundarias más diversas, encontrando, no en pocos casos, los nombres de los autores de los aparentes ‘anónimos’.
Ser pionero es, en mi opinión, algo circunstancial y de mérito relativo. Pioneros del clave en España se podrán encontrar en personas injustamente olvidadas, como Amparito Garrigues o Joan Gibert Camins. La verdadera grandeza de Genoveva Gálvez reside, ante todo, en su arte inmortal. Bajo sus dedos, páginas de Soler, Scarlatti, Albero, Cabezón y Bach (por citar tan sólo algunos de sus autores predilectos), recuperan su intensidad expresiva, su impulso vital, operando así el milagroso sortilegio de hacer revivir el espíritu del pasado trayéndolo al presente en su manifestación más jovial y espontánea. ¡Ahí están sus grabaciones! ¡Escuchadlas sin prejuicios! Sentiréis el motor incombustible de la naturaleza, la pasión intensa, la elegancia irreprochable y el cantar más honesto. Sí, ahora estoy seguro, aquella visión de ella en su estudio es la ilusión más cercana que jamás he tenido de lo eterno.
Basilea, 27 de febrero de 2021
(Diego Ares es clavecinista, exalumno de Genoveva Gálvez)