Recuerdo de Maurizio Pollini
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La noticia del fallecimiento de Maurizio Pollini me alcanzó en Varsovia, la ciudad que vio despegar su carrera internacional gracias a su deslumbrante victoria en el Concurso Chopin que tuvo lugar en la capital polaca. Corría el año 1960, cuando Pollini tenía poco más que 18 años. Es bien conocido lo que dijo de él Arthur Rubinstein (que presidía el jurado) al escucharle: “Este chaval toca mejor que todos nosotros”. Efectivamente, la madurez interpretativa de Pollini ya era en aquel entonces impresionante, como se puede comprobar escuchando las grabaciones radiofónicas del concurso; por ejemplo, los Estudios de Chopin (compositor sumamente querido, que le acompañó durante toda su vida) no solo demuestran una solidez técnica apabullante, sino la capacidad de ir mucho más allá de un puñado de notas (tocadas de forma impecable) para sacar el auténtico sentido musical de un compositor del cual Pollini –a lo largo de los años de su carrera – cambió por completo la percepción. Gracias a sus inigualables interpretaciones, hoy día todos reconocemos en Chopin un músico extraordinario, que supo disfrazar, por así decirlo, toda su audacia armónica bajo el manto de unas melodías bellísimas. Solo había que rascar un poco por debajo de la superficie y aparecería el auténtico Chopin, moderno y visionario maestro de la forma.
Con Chopin, Pollini empieza una carrera extraordinaria, que se asienta sobre algunos aspectos básicos: el respecto absoluto del texto, junto con la búsqueda de las intenciones más auténticas del compositor, sin olvidarse de la absoluta certeza de que la música de ayer solo podía reencontrar su auténtica fuerza revolucionaria gracias a la música de hoy. Esos dos polos son capitales en la visión cultural de Maurizio Pollini, cuyo repertorio se extendía desde Bach (el último proyecto que tenía sobre la mesa antes de morir era la grabación del Segundo Libro del Clave bien temperado de Bach) hasta Boulez, pasando por Karlheinz Stockhausen, Luigi Nono, Giacomo Manzoni y Salvatore Sciarrino, estos tres últimos además amigos de toda la vida. Nadie como Pollini, en su histórica grabación de 1977, supo restituir toda su fuerza rupturista al movimiento final de la monumental Sonata Hammerklavier de Beethoven, en la que el genio de Bonn, como escribió Thomas Mann en Doktor Faustus, demuestra hacia la antigua forma musical de la fuga casi “un odio, una intención de violarla”. Justamente Beethoven fue uno de los ejes de su trabajo de intérprete: los ciclos integrales de las sonatas, que el maestro tocó en Milán, París, Londres, Berlín, Múnich, Nueva York, etc., a mediados/finales de los años noventa, constituyen una de las cumbres de la vida musical del siglo XX. Desde las primeras sonatas, Pollini supo demostrar el carácter novedoso de las mismas, cuyos lazos superficiales con el ambiente cortesano se rompían por completo bajo los dedos del pianista milanés, capaz de demostrar hasta qué punto las minuciosas indicaciones del pedal de resonancia, junto con las numerosas indicaciones agógicas, proyectaban esa música directamente hacia el futuro, sin mirar al pasado.
Desde mediados de los años setenta, el repertorio de Pollini se fue ampliando paulatinamente hacia los románticos, sobre todo Schumann. Pero no se pueden olvidar sus interpretaciones de Franz Liszt, que le ocuparon durante una serie de conciertos a principios de los noventa; pero no el Liszt más “exterior” de las Rapsodias, sino el autor de la monumental Sonata en Si menor, desde la cual Pollini se iba directamente (gracias a una sugerencia de Giacomo Manzoni) hacia las últimas obras, como Unstern! – Sinistre, Nuages Gris, La lugubre góndola o R.W. – Venezia, extraordinario fragmento dedicado a la muerte de Wagner. El ascetismo del último Liszt sembraba el terreno, bajo los dedos de Pollini, para las Klavierstücke de Schoenberg, que Pollini tocaba con regularidad desde los comienzos de su carrera. Así, el gran pianista milanés trazaba una línea recta entre el húngaro y el austriaco, como nadie hasta entonces se había atrevido hacer; a esa línea, luego, se añadió Johannes Brahms (como ya Schoenberg había intuido), cuyas interpretaciones pollinianas de los opus 117, 118 y 119 han quedado en la memoria de los asistentes a unos cuantos conciertos extraordinarios. Por desgracia, Pollini nunca llegó a grabar este repertorio. Recuerdo que hablamos de eso durante una cena hace unos pocos años, en Milán, en uno de sus restaurantes preferidos (de pescado). Yo me atreví a animarle a que los grabara; la memoria se iba a un concierto del pianista italiano en Bolonia en el lejano 1988. En la primera parte tocó las Tres piezas op.11 y las Seis pequeñas piezas op.19 de Schoenberg, junto con el opus 118 de Brahms, de una forma tan profunda que quedaban meridianamente claros los lazos –en términos de elaboración temática y economía del material musical- entre el compositor alemán y el austriaco.
![Carmelo di Gennaro y Maurizio Pollini en 2023](https://scherzo.es/wp-content/uploads/2024/03/CarmeloyPollini-2023-1024x512.jpg)
Hemos hablado antes de Schumann, otro punto fijo en el horizonte cultural de Pollini, un compositor tocado y estudiado hasta los últimos años de su actividad. Obviamente, entre sus grabaciones más bellas está el Concierto para piano op. 54, en compañía de su amigo Claudio Abbado y la Filarmónica de Berlín, pero también aparecen obras menos conocidas, como la Sonata op.11 o el Concierto sin orquesta op. 16, dos interpretaciones magistrales que han sentado cátedra. Y eso no es solo una opinión, porque hasta la estupenda pianista italiana Beatrice Rana, en su personal recuerdo del gran pianista milanés, habla de cómo la escucha de la interpretación de Pollini del Concierto sin orquesta op.16 cambió su vida “personal y musical”. A menudo, Pollini fue acusado por sus críticos de ser un pianista “frío”. Sin embargo, basta escuchar su magmática lectura de esta obra de Schumann, que no está entre las más tocadas por los grandes pianistas, para darse cuenta de la falsedad de esa acusación. El calor que se desprende de su lectura es tremendo, conjugando de una manera única el máximo respeto del texto con la más romántica de las interpretaciones.
El testamento discográfico del gran maestro milanés es la segunda grabación de las cinco últimas sonatas para piano de Beethoven, partituras de una profundidad extrema que Pollini nunca dejó de tocar en vivo a lo largo de toda su carrera. Algo iba cambiando en su visión, como por ejemplo es evidente escuchando la Sonata op. 111; con respecto a la grabación de 1976, la concentración en la expresión es, si cabe, aún mayor, ya que aquí la introspección es absolutamente total, parece casi que la música se sitúe un en un mundo sonoro ultra-terrenal.
Hay que subrayar también la cercanía de Pollini a la música de nuestro tiempo, algo bastante raro entre los grandes pianistas. Y es que, desde el comienzo de su carrera, Pollini entendió la importancia de tocar y apoyar la música contemporánea, no solamente por su valor intrínseco, sino también porque esa música le proporcionaba una lente extraordinaria a través de la cual leer la música del pasado. Muchas y muy diversas fueron las partituras compuestas para él, para su pianismo extraordinario y a la vez peculiar: desde Como una ola de fuerza y luz de Luigi Nono hasta Masse. Omaggio a Edgard Varèse de Giacomo Manzoni, pasando por la V Sonata para piano de Salvatore Sciarrino (que le escuchamos tocar de forma inigualable en un magnífico concierto en Lucerna, junto con las Tres piezas de Petrouchka de Stravinsky), sin olvidar …sofferte onde serene… también de Nono, trabajo que Pollini tocó hasta los últimos años. También formaron parte de su repertorio algunas Klavierstücke de Stockhausen, mientras que el proyecto de un concierto para piano y orquesta que Boulez –con el cual mantuvo una gran amistad– quería escribir por él, lamentablemente no se concretó nunca.
En 2013, cuando yo era director del Instituto Italiano de Cultura de Madrid, tuve el inmenso honor de escribir y leer el “Discurso de investidura como Doctor Honoris Causa en Filología del Excelentísimo S. D. Maurizio Pollini”. Quiero acabar este breve recuerdo de un inmenso intelectual citando lo que dije en ese día tan memorable, haciendo referencia una vez más a las interpretaciones beethovenianas del pianista milanés: “Lo que subraya siempre Pollini en sus interpretaciones de Beethoven es, como escribió William Kindermann, la intersección entre vida y arte. El antiguo dicho “el arte es largo, la vida breve” ‐como también recuerda Kindermann en su ensayo‐ era una de las frases preferidas del compositor, que la repetía a menudo ante sus amigos y a la que puso música en los últimos años de su carrera. Este dicho encierra de forma indisoluble la noción sobre la huidiza transitoriedad de la vida, la visión heraclitiana de la experiencia humana vista como un río que fluye en permanente mutación. Por el contrario, la experiencia artística, y en particular la creación de una obra de arte puede ser considerada como un agente vehicular de significados consolidados y duraderos capaz de sobrevivir a las contingencias y exigencias de la vida cotidiana. Un ejemplo sublime de ello se encuentra en el monumental edificio que constituyen las Variaciones Diabelli de Beethoven, cuyo punto de partida no es más que un soso y ridículo vals (que el propio compositor definió como “el remiendo de un zapatero”) sobre el cual el gran genio construye su poderosa concepción de una pieza que, una vez transformado su carácter y estructura, adquiere todos los atributos del gran Arte. El arte puede y debe ser compatible con la vida, nos dice Beethoven, tanto es así que cuando el arte toca la vida, la sublima. Es precisamente esto lo que Maurizio Pollini subraya en su prodigiosa interpretación de esta obra maestra, lectura que ha pasado al disco sólo tras haber sido, por decirlo de alguna forma, “rodada” en muchos conciertos absolutamente memorables. Quisiera terminar estas palabras citando una vez más a Pierre Boulez, gran compositor, gran intelectual y también gran amigo del Maestro que escribe: “Asomarse al mundo musical a través de los espejos que Maurizio Pollini pone ante nuestra mirada es un enriquecimiento de rara calidad”.
Carmelo di Gennaro