Rachmaninoff

Si alguno de mis lectores viaja a California y se mueve por el área de la Bahía de San Francisco, le recomiendo que además de por las bodegas de Napa Valley o de Sonoma County se deje caer por alguna de las librerías Copperfields. Las hay en Petaluma, Novato, Sebastopol, Santa Rosa, Healdsburg, San Rafael, Calistoga y en algún sitio más que no recuerdo ahora. En la de Petaluma, que es la mía cada vez que voy por allí a ver a la familia, tienen una estupenda sección de libros de segunda mano en la que siempre cae algo. En el botín de la última vez figuraba una biografía de Rachmaninov de Sergei Bertensson y Jay Leyda. Subtitulada A Liftime in Music, es seguramente —la de Jean-Jacques Groleau (Actes Sud) es mucho más breve— la única disponible de esas características —amplia y bien documentada en sus 462 páginas— pero, además, está muy bien. Es curioso que el compositor clásico más conocido del siglo XX, aunque el público no sepa quién es, tenga tan poca bibliografía específica y deba conformarse, en general, con ser carne de cañón para que los manuales de divulgación o los estudios de los expertos —naturalmente sobre su época y sus progresos— lo pongan a caldo por reaccionario estético y por haber tenido tanto éxito.
El libro de Bertensson y Leyda —publicado por vez primera por New York University Press en 1956 y puesto al día por David Butler Cannata en 2000 en Indiana University Press— es muy recomendable, pues trata la figura del músico de un modo muy pegado a su biografía y de ella surge su múltiple actividad como virtuoso del piano, director de orquesta y compositor. Quizá leyéndolo algún crítico esté dispuesto a escuchar más allá del tópico, a saber de dónde viene cierta elegancia indiscutible o cómo tras las apariencias —Vísperas, Segunda sinfonía, Danzas sinfónicas, La isla de los muertos, Variaciones sobre un tema de Paganini, Cuarto concierto para piano y orquesta— hay un pensamiento musical y un tono vital que corresponden a un ser humano no menos respetable que quienes creemos que sí fueron fieles a las normas estéticas de su tiempo, es más, que las construyeron a pesar de gentes como este ruso que murió en Beverly Hills, o sea en Los Ángeles, como Schoenberg.
Como es sabido, su vida fue, sobre todo, la de un pianista y un director de orquesta de éxito extraordinario y universal que no paraba de moverse. Es curioso lo que pasó con sus conciertos en España. Su mujer, Natalia Alexandrovna, siempre quiso que tocara aquí y finalmente aceptó unos cuantos recitales en abril de 1935. “Quedaron amargamente decepcionados”, dicen los biógrafos, “no solo por lo sorprendente de los hoteles en que se alojaron sino también porque el público no paraba de charlar durante los conciertos, que nunca comenzaban antes de las once de la noche. Su única experiencia agradable fue un encuentro con el director Arbós; cuando dejaron España, decidieron no volver”.
Qué le vamos a hacer. Si naciera de nuevo y pensara en revisar su decisión comprobaría que, a los once no, pero a las diez y media de la noche todavía hay conciertos y la gente no charla como antes pero tose, estornuda, le suena el móvil y tarda en callarse cuando suena la música. De todos modos, quizá lo que menos le gustara, además de saber que ya no está Arbós, es ver su nombre escrito en los carteles y los programas con arreglo a la, al parecer, más correcta transcripción española —la que usa Scherzo también—, es decir: Rachmaninov. Porque a él lo que le gustaba era Rachmaninoff. Por eso se titula así este artículo.
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