Por la mágica montaña

En el número 398 de esta revista aparece un texto de José Luis Téllez acerca de ciertos aspectos musicales en La montaña mágica de Thomas Mann. La página es acuciosa y certera, como siempre lo son los trabajos de Téllez. Pero tiene un plus de beneficio y es que se comprueba la lectura atenta y concentrada del original. La novela de Mann, como cualquier otro texto canónico, se presta al folclore de la lectura más que a la lectura misma. Mann no es un escritor fácil y demanda lectores lentos y atentos. En compensación, dado que tanto se habla y redacta sobre él, es posible andar por la breve y rápida literatura secundaria para salir del paso en una conversación elegante. No es el ejemplo de Téllez, según queda dicho. Recojo alguna observación suya y, siguiendo sus sugestiones, me pongo en la fila de los lectores de la mágica montaña, un libro que merece ser compañero de viaje o sea que ha de leerse y releerse durante toda la vida del lector.
Téllez anota – sumando también una correcta traducción alternativa de cierto subtítulo – cómo el escritor actúa musicalmente para construir un relato que, más allá de referir incontables temas, gira en torno al tiempo y al Tiempo, dos elementos, duración y tempo, de índole musical. Así es que la primera mitad narra un año en la vida del personaje, mientras la segunda mitad se vale de seis años en la misma. Es como una sucesión sinfónica de adagio y allegro con final melancólico y patético en vez de la esperable apoteosis.
También apunta Téllez una suerte de prefinal, cuando Hans se queda solo ante un gramófono y escucha música. Son obras de canto donde la palabra se une al puro sonido en un ejercicio de plenitud que el verbo solo no es capaz de conseguir. Mann ha puesto en escena esta situación, con su prosa que especula magistralmente entre las prosodias del alemán. Una fila de monosílabos precede a dos o tres palabras compuestas de ancha extensión: un ejemplo de prosa melódica que, podría decirse, es factible leerse como quien solfea una partitura. Por eso, en el final propiamente dicho, cuando el protagonista parte hacia una guerra donde habrá de morir, las palabras y la memoria lírica de El tilo schubertiano se apoderan de la última página.
La montaña mágica es asimismo una novela de iniciación y aprendizaje, un Bildungsroman. ¿Hay alguna novela que no lo sea? Hoy no toca contestarlo. Su paradójica extensión consiste en que sólo cuenta los años de aprendizaje y no los de andanza mundana, ya que lo impide la guerra. Dicho con las metáforas del libro: los años de encierro discipular en la montaña y los de praxis existencial en la llanura, de la que sólo sabemos ocupada por un campo de batalla.
A propósito, sigo comentando a Téllez. Los años de aprendizaje suman siete, lo mismo que las mesas del comedor en la Berghof donde transcurre mayormente la acción. Siete es un número que evoca una serie y un ciclo. Siete eran las materias de la universidad medieval (trivio más cuatrivio). Siete son las notas de la escala tonal, donde la tónica se reitera en la octava y permite resolver. ¿Es La montaña mágica una novela tonal o su final trunco le da un aire de gigantesco fragmento épico sin cadere, un complejo levare? Tal vez el tema insistente y rapsódico del tiempo y el Tiempo permita evocar esa tonalidad ideal y secreta, nunca expuesta, que Schönberg encuentra en el preludio de Trisitán e Isolda. Escribir y leer son artes temporales como la música, artes del transcurso y el devenir. Una página poética semeja una partitura y viceversa. En todo caso, nuestra novela merece lectores como Téllez, habilidoso si los hay para leer novelas como un músico y leer partituras como un novelista.
Blas Matamoro