Por la cara

Hay muchas formas de dirigir, pero ésta sólo se le habría podido ocurrir a Leonard Bernstein. Musikverein, noviembre de 1983. Al término de la Sinfonía nº 88 de Haydn, Bernstein y la Filarmónica de Viena repiten como propina el cuarto movimiento. Con una pequeña diferencia: que en esta ocasión el director baja los brazos y se queda inmóvil mientras la orquesta sigue tocando como si nada. Esto es por lo menos lo que aprecia el público. En realidad, Bernstein sigue dirigiendo, pero lo hace con la cara. Para marcar las entradas, utiliza los ojos, las cejas, la boca, la barbilla, la nariz, la frente… todo un poema facial detrás del cual se palpa no sólo el disfrute, sino también la admiración. Es como si Bernstein estuviese diciéndole a la Filarmónica de Viena: “Sois tan buenos que podéis hacerlo perfectamente sin mí”. Tanto es así que al final de la pieza el director coge de la mano al concertino y al primer chelo para hacer copartícipe a la orquesta del triunfo, y al salir, aplaude él mismo a los profesores de la Filarmónica.
El juego de Bernstein se desarrolla a varios niveles. Por un lado, el público presente en la sala contempla a un director que abdica ostentosamente de sus funciones (y aun así todo sigue adelante). Al otro lado están los músicos, que ven cómo Bernstein les dirige con la cara (y a lo mejor alguno tiene que contener la risa). Y también hay un tercer actor, sin el cual el juego perdería parte de su sentido: las cámaras. Bernstein sabe que están ahí y las aprovecha con astucia. El espectador que observa la filmación tiene un punto de vista privilegiado, pues la cara del director está constantemente en primer plano, haciendo posible apreciar en los más mínimos detalles todas sus muecas. La versión se convierte así en un irresistible ejercicio mímico, en donde la cara de Bernstein “representa” paso a paso la música de Haydn. Hay incluso un momento en que el director marca el regreso del tema principal con un ligero movimiento de los labios (2’32”) y parece que esté mandando un besito a la orquesta. Ya sabemos que la de Bernstein con la Filarmónica de Viena fue una historia de amor.
Bernstein ha sido uno de los grandes directores haydnianos del siglo XX (sus “Parisinas” con la Filarmónica de Nueva York son antológicas). Hay un punto en donde las trayectorias de ambos músicos convergen: el sentido del humor. Se trata de un humor gustoso y cordial, bien distinto al humor cortante que transmite el Haydn de George Szell. Esto decía Bernstein en uno de los célebres “Conciertos para jóvenes” que ofrecía en televisión: “Cuando hablamos del humor en la música, Haydn es insuperable. Él fue el gran maestro del humor… Las notas pueden hacerte reír, y la forma en que lo hacen es sorprendiéndote. La sorpresa es la una de las principales maneras de hacer que alguien se ría”.
En este final de la Sinfonía nº 88, hay algo de esto, y también más. Bernstein no se limita a traducir admirablemente el humor musical de Haydn, sino que superpone el suyo propio a la partitura, sin invadirla ni deformarla, con efecto multiplicador. Lo cual nos recuerda otra vertiente del director norteamericano: su irresistible presencia en el podio. Según cuenta John Mauceri, cada vez que se veía en vídeo Bernstein deploraba su forma de estar y actuar en el podio, pero luego reconocía que sólo de esa manera conseguía “crear el sonido que quería escuchar”. Quizá el secreto esté ahí: cierto Haydn hay que dirigirlo… con la cara.
Stefano Russomanno