Pollini, el rigor y el temperamento de un pianista formidable
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Por mucho que, en el fondo, uno se espere la noticia (y es inevitable esperarla cuando la persona es de edad avanzada y hace tiempo que tiene la salud muy mermada), cuando nos salta el mensaje “Ha muerto Maurizio Pollini”, el impacto es inevitable. El mazazo golpea con dureza. Lo es siempre que nos deja un grande del arte, de la música, del piano en este caso. Y Pollini está, no creo que haya discusión posible, muy alto en la lista de los pianistas más grandes de los últimos 60 años. En realidad, ha sido uno de los nombres más ilustres de la historia moderna del piano. Y eso no es algo que digamos ahora, que nos acaba de dejar. Es algo que se lleva diciendo, con toda razón, mucho tiempo. Pollini ya dejó sin habla al gran Rubinstein cuando ganó el Chopin en 1960, pero dio inmediatamente una muestra de que era alguien diferente. En lugar de embarcarse (y con ese triunfo nadie se lo habría impedido) en una carrera frenética (como tantos se empeñan en hacer hoy en día), se encerró a seguir estudiando, progresando y puliendo. Lo hizo también con un ilustre y muy especial (en todos los sentidos) formidable compatriota: Arturo Benedetti-Michelangeli.
Recuerdo que hace años, cuando el llorado José Luis Pérez de Arteaga entrevistó a un conocido productor de DG, éste se refería a los dos pianistas como personalidades completamente diversas. Michelangeli era el terror de los productores: no me gusta el piano, no me gusta la ciudad, no me gusta el estudio… Una pesadilla. Y después decía de Pollini: “Pollini es otra cosa. Llega, toca, lo hace maravillosamente, y se va. Asunto concluido. Es una delicia trabajar con él.” Y sí, Pollini trabajaba y deslumbraba. Cuando a principios de los setenta se lanzó la grabación de la Séptima sonata de Prokofiev y los Tres movimientos de Petruchka de Stravinski, ya muchos nos quedamos sin palabras, pero fue Chopin, su tremendo registro de los Estudios para DG, el que tuvo una repercusión como pocas. Aquello era un diluvio de intensidad bíblica. Años después, Testament publicaría otro registro de las mismas obras, realizado antes, de una belleza y madurez asombrosas. Siguieron llegando los registros, cada cual asombrando más al aficionado: la Wanderer de Schubert, los Conciertos de Bartók, Schumann, Beethoven, y siempre salpicado todo con más y más Chopin.
Todo dibujado con una técnica formidable, con un mecanismo a la vez rotundo y sutil, con un trazo fino pero decidido, con una combinación de rigor intelectual y analítico con un arrebatado impulso que enganchaba de inmediato. Ese impulso alcanzaba quizá, solo quizá, su máximo exponente en la música del romanticismo. Es imposible olvidar aquellos memorables Estudios sinfónicos que ofreció en el Real. Una interpretación apabullante, de las que le dejan a uno sin palabras. Como también es imposible olvidar su Fantasía op 17. Pero tampoco podemos evitar recordar el Chopin más temperamental, el de unos Scherzi y unas Polonesas de demoledor poderío. Como el de su maestro Michelangeli, su piano creció en elegancia. A algunos les pareció distancia expresiva, pero en realidad era introducirse él lo justo para que la música no dejara de hablar por sí. Versátil como pocos, se acercó a Bach (ya bien avanzada su carrera) y a Nono, a Mozart y a Schönberg, a Beethoven y a Stockhausen. Fue, en ese sentido, atrevido, decidido, como él mismo defendía, a que la música no se fosilizara. Lo hizo siempre con el nervio que le caracterizaba desde que salía a escena. El Pollini de apariencia tímida salía a tocar, como suele decirse, sin aparato teatral alguno. Caminaba rápido, saludaba con sobriedad y a ello. Como decía el citado productor de DG: llegaba, tocaba y se iba. Pero cuando se sentaba al piano, la música surgía de las manos de aquel hombre que con los años pareció cada vez más enjuto, con una fuerza única.
Tenía muchas cosas en común con otro grande que nos dejó hace diez años: Claudio Abbado. No solo les unía la amistad y la ideología de izquierdas. Eran ambos poco amigos de relumbrones, nada dados al show business. Pero su temperamento musical era de una fuerza arrolladora, por eso brillaba especialmente en ese Chopin de dimensión más apasionada, por eso era capaz también de dibujar una poderosísima Sonata de Liszt. Por eso arrollaba con aquel Stravinski o con el Prokofiev más tempestuoso. Pollini ha sido un enorme pianista en lo técnico, pero de esos ha habido muchos. Del rigor intelectual y con la habilidad de combinar ese rigor con un nervio de contagiosa vibración, con una intensidad de enorme amplitud, y con una amplitud de miras que abarcaran tanto y tan bien hecho, ha habido muy pocos. Por eso Pollini ha sido uno de los más grandes. Y por eso lo seguirá siendo siempre, a través del legado impagable de sus muchos registros memorables. Para quienes le hemos seguido durante décadas, el recuerdo del mejor Pollini, el de aquellos gloriosos años 80, permanecerá en nuestra memoria de los acontecimientos musicales que marcan una vida. Pollini llegó, tocó y nos fascinó. Hoy, desgraciadamente, se nos fue para siempre. Descanse en paz el gran maestro milanés. Y quedemos, nosotros, con el recuerdo de ese piano de altísimo voltaje.
Rafael Ortega Basagoiti