Philippe Jaroussky y el ‘air de cour’
Cerrando nuestra pequeña serie sobre este fascinante género musical, los seis compositores elegidos por el contratenor francés constituyen una excelente y completa muestra de toda la época dorada del air de cour en sus varias generaciones; tienen cada uno algo especial, desde Guédron, el primero, hasta Lambert, el más tardío, con Boësset y Moulinié como los “clásicos” y los más elogiados por los contemporáneos, y Bataille y Le Bailly con sendas piezas en español, la segunda de las cuales tiene a nuestro juicio un especial relieve por su relación con la folía –forma musical, danza y personaje alegórico– y con el Passacalle de la Follie, como veremos.
Pierre Guédron (1564/1575-c.1620), cantante y laudista, domina desde 1602, fecha de la edición de su primer libro, y ocupa los cargos relacionados con la música más importantes de la administración regia, en los cuales sirve a Enrique IV, a la regente María de Médicis y a Luis XIII. Como compositor de cámara del rey sucede a Claude Le Jeune, una de las figuras señeras de la música vocal en la segunda mitad del siglo XVI; Guédron será, entre otras cosas, Surintendant de la Musique de Chambre du Roi, cargo que a partir de 1661 convertirá a Lully en virtual dictador en materia de música y espectáculos cortesanos.
Formado en el contrapunto y la polifonía, se halla entre este mundo aún renacentista y el nuevo lenguaje del Barroco; aunque la mayor parte de su producción de airs es polifónica, su creciente participación en los ballets de cour influirá sin duda en su música, que debe adaptarse a mayores necesidades dramáticas; de hecho contribuye a la creación del género del récit. Es visible una evolución, explica Durosier, entre su colección de 1608 y la de 1612, fecha a partir de la cual su posición en el entorno regio lo convierte en un verdadero cortesano. Como dato curioso añadiremos que Mademoiselle de Scudéry y su hermano Georges lo hacen aparecer en su novela Artamenes o el Gran Ciro con el nombre del tirio Crisilo, maestro de lira y canto de Elisa, que encubre a su vez a la princesa palatina Anne Marie de Gonzague de Clèves: era la época de la moda de los “retratos” literarios.
Su encantadora canción Aux plaisirs, aux délices, bergères, buena muestra de su característica elegancia, fue publicada por Pierre Ballard en sus Airs de differents autheurs de 1614, 1615 y 1617; como en la casi totalidad de la selección, se desconoce el autor del poema. Tanto el disco como el programa Passacalle de la Follie han tenido el acierto de reflejar el título correcto de esta canción, que se ve a menudo sin la última y necesaria coma, convirtiendo así bergères en un inverosímil adjetivo de délices. La canción, de un ritmo ternario que le confiere un aire de danza, ha sido objeto de numerosas interpretaciones, tanto a varias voces como a voz sola e incluso instrumentales. Jaroussky hizo ya hace años una versión diferente, más ligera y dentro de la deriva improvisatoria y filojazzística de L’Arpeggiata; nos quedamos sin reservas con la actual. Perfectamente equilibrada, en las repeticiones de frase o estrofa añade pequeños adornos, bordados justísimos que aumentan la gracia de la limpia línea sin perturbarla, lo mismo que logran varias notas agudas acentuadas que son “marca de la casa”.
Guédron nos proporciona aquí un ejemplo perfecto para entender cómo se trasladan muy a menudo y sin empacho tonadas y melodías de la esfera profana a la religiosa; las chansons spirituelles constituyen una modalidad muy apreciada también en la época. El poeta místico Claude Hopil convierte un air de Guédron de cita muy oportuna en nuestro contexto, el titulado Adorable princesse, en el Cantique de Jésus et de Marie, adaptando a la música una letra que no tiene nada que ver con la original. Para sus poesías sacras Hopil casi siempre utilizaba airs de cour, en su mayoría de Guédron y de Boësset, aunque también se atrevía con canciones populares como Sur le pont d’Avignon. Pues bien, se vale de la música de Aux plaisirs, aux délices, bergères para el poema cuyo incipit dice: “Aux plaisirs de l’esprit, mes bergères,/aux plaisirs de Jésus, mes bergères”. Cambia sólo un poco la letra pero dándole la vuelta al sentido: del carpe diem de la invocación a las pastoras a la exhortación a dedicar el tiempo a la salvación del alma.
Gabriel Bataille (c.1575-1630) es laudista y poeta y comparte con Boësset el cargo de director de música de Ana de Austria, esposa de Luis XIII; para su tarea editora con Ballard se encarga de la tablatura de laúd de más de cuatrocientos airs polifónicos; utiliza lo que en el siglo XX se vino a denominar style brisé –o style luthé en expresión de Couperin–, propio del Barroco francés y consistente en arpegiar las notas de un acorde en lugar de tocarlas simultáneamente. En sus propios airs se encuentran los mismos motivos y sentimientos que ya conocemos, cual la invocación a la naturaleza como testigo de sus penas amorosas: Sortez, soupirs, témoins de mon martyr. Pero en la producción de este autor y del siguiente, y más tarde de Moulinié, hay un aspecto peculiar que atañe a varias piezas de esta selección.
Sobre todo desde el matrimonio en 1615 del monarca con una princesa española se ponen de moda no sólo la lengua y la literatura –novela y luego teatro– sino también la música y las danzas procedentes de España. Ha resultado siempre llamativa la paradoja de este entusiasmo en una época de enemistad entre los dos países, e incluso de conflictos bélicos buena parte de los siglos XVI y XVII, a pesar de las bodas reales que trataban de estrechar lazos y alargar unas paces cuyos objetivos políticos raras veces se lograban.
Sea como fuere, la llegada de una reina española con su séquito traía novedades en gustos y hábitos culturales que eran acogidas con fruición por la corte y los artistas, y los músicos eran los que menos podían dejar de sentir fascinación por los ritmos, las formas y los atrayentes temas de las canciones. Las danzas españolas entraban en los ballets de cour; la guitarra, tras la publicación del método –“muy facilísimo”– de Luis de Briceño, editado por Ballard en 1626, se impone como instrumento más accesible que el favorito laúd, y el propio Rey Sol la preferirá. Las castañuelas también llaman la atención y tienen su sitio en ballets y airs. Todo ello no excluye la hostilidad ni la caricatura –al menos hasta 1660, con el predominio de una potencia en ascenso sobre otra en decadencia– pero, al margen de la situación política, la curiosidad y la impregnación cultural suelen triunfar en estos casos. Este seductor grupo de canciones ha sido tratado de manera específica y en años recientes por Ana Beatriz Mujica, Clara Rico Osés y pocos más.
Bataille incluyó El baxel está en la playa –donde se convoca a embarcarse en un navío que zarpa rumbo a la aventura del amor–, air rigurosamente silábico, en su Second livre d’airs de différents autheurs (1609), que contiene nada menos que diez piezas sobre poesías en español, una gran proporción de los treinta y siete –los primeros de Caietain y los dos Tessier, aún en el siglo XVI– incluidos en las recopilaciones entre 1578 y 1629, fecha casi límite de esta moda; los seis libros de Bataille (1608-1615) contienen doce airs en español frente a sólo dos en italiano. Como en otros casos, el ritmo ternario está indicado por un 3 en el primer pentagrama, lo cual es una gran ayuda para la lectura porque no se usaban entonces barras de compás; las que parecen tales no indican sino el final de cada verso.
Se ha observado acertadamente que en muchas de estas canciones la escritura para laúd imita el rasgueado de la guitarra. Aparte de respetarse los acentos de la lengua española, otro recurso que aproxima estos airs a un estilo español son las repeticiones, variadas en el caso del Baxel: las redondas con puntillo de “ay, ay, ay” son objeto de “disminución” para dar siete blancas y una redonda con otros tantos “ayes” de ritmo veloz e incisivo. Por estos y otros elementos formales diferenciadores se ha postulado una posible adaptación de aires populares españoles al estilo del air francés, si bien en los trabajos mencionados se reconoce la falta de fuentes musicales españolas que pudieran aclararlo, aunque sí aparecen en otras fuentes europeas, lo que muestra que tuvieron una amplia circulación antes o después de llegar a Francia para ser adaptadas al air de cour. También aquí introduce Jaroussky gráciles adornos que varían la melodía y juegan con ella, igual que el cornetto hace sus brujerías en medio de la canción y se añade a la voz al final.
Henry Le Bailly o De Bailly (158?-1637), laudista, cantor de la capilla real de Enrique IV y superintendente de música de Luis XIII en 1622, fue según Mersenne y más tarde Jean-Laurent Le Cerf de La Viéville –activo participante a comienzos del XVIII en la querella de la música francesa y la italiana en favor de la primera– fundamental en el desarrollo de las variaciones ornamentales a partir de la segunda estrofa, los doubles. En el libro V de Airs de differents autheurs mis en tablature de luth (1614) de la casa Ballard se le atribuye el air espagnol debajo de cuyo título, Yo soy la locura, reza en la portada “Passacalle, La Follie”. Entre ambas líneas figura la palabra “Ballet”, lo cual revela su origen en un ballet de cour del cual se conservan asimismo otros dos airs en francés de Bailly y uno de Boësset. Aunque no es posible identificar ese ballet con seguridad, al menos en 1735 Pierre-François Godard de Beauchamps recoge un air de Jean Boyer de un “Ballet La Follie” en 1618.
De Le Bailly dice Mersenne que sólo ornamentaba obras ajenas y no hizo ninguna composición original. Sin embargo, Durosoir identificó cinco suyas, entre ellas esta electrizante Locura que ha dado secundario título a este programa de concierto y al disco. Existen numerosas versiones anteriores a la que nos ocupa, pero, extrañamente, hay que decir de cada una de ellas que ne passe pas la rampe. Al margen de que, por supuesto, cada intérprete tiene el deber y el derecho de elegir el tempo y muchas otras cosas, pues en la época las indicaciones dinámicas son inexistentes, una nutrida serie de sopranos parece haberse puesto de acuerdo para convertir la vivaz y vibrante canción, llena de ritmo y acentos, en una especie de nana, lenta y plana.
El pasacalle y la folía son dos danzas de ritmo ternario, la primera muy similar a la chacona, originarias seguramente de España –de la folía hay referencias antiguas a Portugal–, de donde habrían pasado a Italia, y documentadas desde antiguo. Sobre un basso ostinato se van añadiendo variaciones, terreno propicio para que los ejecutantes barrocos pusieran en juego sus capacidades para la improvisación. Las tres se ponen de moda en Francia en el XVII: un passacaille o una chaconne entrarán como elemento del final en el ballet de cour y luego en la ópera. La danza denominada folía se menciona en textos de finales del XV y en una obra del portugués Gil Vicente a comienzos del XVI; según Jordi Savall tiene raíces medievales. Lully convierte la folía en una forma más lenta y majestuosa que se llamará Folies d’Espagne; luego, su discípulo Marin Marais, Couperin, Frescobaldi, Vivaldi, Alessandro Scarlatti, Corelli, Kapsberger, Bach y su hijo Carl Philipp Emanuel, Haendel con su grandiosa zarabanda… Toda Europa se declara hechizada por esta forma musical que supo transitar de lo popular y desenfrenado a lo cortesano y augusto enriqueciéndose a cada paso.
Se diría que la letra de la canción –en la que la Locura manifiesta ser la única que infunde “placer y dulzura/y contento al mundo” – comparte el mensaje irónico de Erasmo en su Elogio de la locura. Es el momento también de recordar que además de ser, como se ha dicho con gracejo, danza, música y jolgorio, la Folie, la Locura, era también un personaje alegórico –y por ello debe llevar mayúscula–; el uso del término está documentado en Francia en 1694 –y sería sin duda muy anterior– como una mujer alegre que portaba una cabeza de madera o cartón, cascabeles y un cetro atributo de la locura. En la vena más hilarante tenemos el título de una obra de Boësset: el Ballet des Fous et des estropiés de la cervelle. Verdaderamente merecen una música chispeante estos “estropeados del cerebro”, tomándonos la licencia de hacer una bromista traducción literal por el común origen del verbo francés y el español, el verbo italiano stroppiare.
Jaroussky nos regaló una deliciosa versión loca loquísima con abanico y revoloteos danzantes incluidos, y terminada con una nota finísima y tersa, proyectada y mantenida durante trece segundos, con sólo al final un ligero vibrato, como exige la más depurada escuela de canto barroco. Los instrumentos son más que un simple acompañamiento, con pizzicatos de violín, rasgueos de guitarra barroca y discretos comentarios del cornetto, más un cuasi coprotagonismo de las castañuelas.
A diferencia de las versiones más arriba comentadas, nuestro intérprete ha sabido entender la esencia de esta forma musical y recuperar ese “jolgorio” que le es inherente. Más allá de este ejemplo concreto, como de costumbre es capaz de ser totalmente fiel al espíritu de la música y al mismo tiempo ofrecer una creación absolutamente personal, al igual que ha hecho en sus papeles operísticos.
La pieza da lugar a una intervención jugosa de los instrumentos –aparte del basso ostinato–, sobre todo con las castañuelas y el diálogo con el cornetto. Dicho diálogo nos da la oportunidad de hablar del californiano Doron David Sherwin, no por solidaridad judía sino por ser generalmente reconocido como uno de los instrumentistas más destacados del panorama actual. El cornetto posee una de las sonoridades más fascinantes y evocadoras que existen, típica del Barroco temprano, y una curiosa forma curva e incluso retorcida; Doron me contó que su origen está en el shofar, instrumento ritual judío formado por un cuerno de carnero u otro animal kosher, puro.
En otras piezas de la selección tiene Sherwin también una actuación estelar; la voz de oro del cornetto, densa y llena aun en los agudos, se contrapone bellamente al timbre de plata y cristal del cantante. No es fácil que cuando canta Jaroussky puedo uno prestar especial atención a alguien más, pero Doron –cuyo nombre significa “regalo” en hebreo– se lo gana; músico virtuoso y expresivo y una persona encantadora, disfruta y hace disfrutar de un sentido del humor que probó una vez más en París alternando en el canto –en una de las pieza italianas que completaron el programa– con un Jaroussky “enfadadísimo” por la intromisión.
Antoine Boësset (1587-1643), el autor de airs más relevante de la época de Luis XIII, es cantante y laudista, desde 1613 yerno de Guédron y desde 1623 superintendente de la música del rey –cargo en que le sucederá su hijo Jean-Baptiste a propuesta suya en 1642–, alcanza en la corte prestigio, posición y riqueza; participa desde luego en los ballets de cour con airs y récits y cultiva un estilo galante de gran elegancia y encanto melódico, introduciendo elementos nuevos en ritmo, melodía y armonía. Según ha estudiado Duroisier, sus adornos no son como los “bordados” de Guédron sino que están más integrados en la propia melodía. En el prefacio de uno de sus libros confiesa que “trabaja para la élite más que para la multitud”.
Saint-Évremond muestra entusiasmo por sus airs; alude a sus “lamentos amorosos, dulcemente melodiosos y melancólicos”. Dice también que “Luigi” –esto es, Luigi Rossi, el interesante autor del Orfeo que semifracasó en París en 1647– admiraba al francés.
Alegre y no melancólica es À la fin cette bergère (1624), dentro del convencional pero no necesariamente tópico ambiente bucólico. Presenta la deliciosa melodía un ritornelo de violín, al cual se añadirá luego nuestro apreciado cornetto. El ritmo punteado, tan propio del canto francés desde Lully, domina el estribillo y le da fuerza, pero empapa toda la canción, cuya andar fluido y libre y lleno de calculadas irregularidades es debidamente sostenido por el bajo.
La cadenciosa Nos esprits libres et contents (en la fuente del CMBV aparece este título como parte de un Ballet de la Reine de 1609 y con el nombre, como arreglista, de Bataille, al cual correpondería la fecha y no a Boësset; podemos inferir que se trata de otra musicalización del mismo poema) es una perfecta representación de aquel clima mundano y exquisito, no exactamente “artificioso”, pues los goces de la literatura, la música y la conversación llena de sutilezas psicológicas y morales eran bien reales con sus “dulces pasatiempos” y no hay duda de que en su seno moraban los espíritus en verdad “libres y contentos”. Sí es menos creíble que se declaren libres del dios Amor, que reina en la corte, de la cual se han alejado para conjurar sus peligros. La asombrosa sencillez que muestra la partitura parecería ocultar una construcción prodigiosa; el ondulante ritmo ternario de la canción incluye unas mágicas síncopas regulares que afectan a palabras de especial significación: contents, plaisirs, l’Amour.
Se han hecho algunas versiones, en su mayoría polifónicas –como la excelente de Vincent Dumestre y Le Poème Harmonique–, pero al pasar a la soavità jarousskiana adquiere una nueva dimensión, entre su manera de apoyarse delicadamente en dichas síncopas, sus acentos agudos y los leves bordados, integrando todos estos recursos en el plácido balanceo de la melodía.
El meridional Étienne Moulinié (1599-1676), que canta y toca varios instrumentos, sigue una carrera cortesana algo distinta, pues es el músico de cámara de Gastón de Orleáns, que apoyó diversas revueltas y conspiraciones fracasadas contra su hermano Luis XIII y Richelieu y más tarde participó en la Fronda, la rebelión aristocrática contra Mazarino, la reina regente y Luis XIV en su minoría de edad. Semejante patrono, con sus exilios y destierros, hace suponer unas condiciones de vida y actividad artística más azarosas que las de los músicos más o menos cómodamente instalados en la corte real.
En su colección de 1629, la tercera y más importante de las suyas, Moulinié da cabida a una cantidad inusual, catorce en total, de airs con textos en otras lenguas, seis en italiano, cinco en español y uno en occitano. Es el último de estos compositores que utiliza poemas españoles para sus canciones: siete polifónicas en 1625 y cinco para voz solista y guitarra (es el único que opta por ella para el acompañamiento) en 1629, entre ellas Orilla del claro Tajo, que deja percibir un origen popular. En el disco figura también la sosegada y misteriosa Paisible et ténébreuse nuit (1624), que da ocasión a Jaroussky a recrear a media voz sus cromatismos y el double mesuradamente ornamentado; la bella letra lleva en algunas fuentes del air el nombre del ya mencionado Marc-Antoine Girard de Saint-Amant; en efecto se trata de las dos primeras estrofas de su poema La nuict, en el que compara la noche “sin luna y sin estrellas” con la morena que ama, y asevera que Febo abandona el cielo al verse superado por la belleza de sus ojos resplandecientes.
Como su Enfin la beauté (1624), que alterna ritmo ternario y binario, es un oportuno contrapunto a la jovial viveza de algunos airs de la selección; Jaroussky anima su sencillez en las repeticiones con flexibles ornamentos que, en su voz ingrávida, acaban formando un tejido hipnótico superpuesto a la melodía de base. En la misma línea apacible y cuasi metafísica tenemos el Concert de différents oiseaux (1625), air de notable desarrollo. Ternario y originariamente para cinco voces, concluía al parecer dos diferentes ballets Du monde renversé, el “mundo al revés” de las fiestas de los locos de la Edad Media –incluía escenas como una mujer pegando a su marido, lo que hace sospechar lo frecuente que sería la situación inversa–, pero su asunto metamusical nada tiene que ver con ese otro “jolgorio” medieval. En la edición Ballard de 1625 viene a continuación del “Diálogo de la Noche y el Sol”, ambos en clave de do en primera, es decir, para dessus, y en el índice figuran ambas piezas bajo el epígrafe “Ballet”.
Hay una atribución del poema a Salomon de Priezac, dudosa desde luego aunque no se puede negar a Priezac la curiosidad zoológica, puesto que es autor de una Histoire des Éléphants (1650).
El tema del concierto de los pájaros es muy habitual en la pintura y en la literatura, muchas veces con intención alegórica o moralizante. El poema es un himno a las voces de las aves, pero en realidad a las voces humanas, pues aquéllas están representadas por éstas, y así se expresa sin rebozo: “Salen de nuestros cuerpos emplumados/voces más divinas que humanas”. El motivo eterno del poder de la música sobre las emociones está bien patente, pues esas voces “encantan los cuidados y hacen dormir las penas”. Así es, evidentemente, en esta versión.
Michel Lambert (1610-1696), suegro de Lully y también bailarín además de cantante, laudista y maestro de canto, amén de maestro de música de la cámara del rey desde 1661, es el compositor más importante en este género en la segunda mitad del XVII y el más alto representante de la modalidad del air sérieux. Su primer libro impreso, de 1660, es el primero de airs editado con bajo continuo (cifrado), según ha analizado Catherine Massip, experta en el compositor. El dessus, la voz aguda, está todo escrito en clave de sol en lugar de la más habitual do en primera. Para Le Cerf fue el mejor maestro de canto en varios siglos; su estilo “era tan natural, tan propio, tan gracioso, que se percibía de inmediato su encanto”, y “no pecaba más que en poner a veces demasiadas graces”, esto es, adornos, pero es sabido que Le Cerf prefería una naturalidad extremada, y ahora poco pueden estorbarnos las maravillosas filigranas de los doubles de Lambert, antes al contrario.
La chacona Ma bergère est tendre et fidèle (de su libro de 1689) es una melodía flotante y melismática. No hay que insistir en que los melismas parecen un invento hecho para exhibir la cualidad etérea y la delicadeza prodigiosa de la interpretación de Jaroussky y de su voz, que se desliza sobre un plano agudo mantenido.
Como última propina cantó Vos mépris chaque jour, también sobre un bajo de chacona, en homenaje al magistral contratenor inglés James Bowman, fallecido dos días antes del concierto de París. Pero antes vino la que está añadiendo como contrapunto a la fragancia del mundo barroco y que pilló por sorpresa a todos menos a quienes ya lo habíamos visto en otro sitio: tras un largo gorgorito belcantista para despistar, entonó Déshabillez-moi, la canción que hizo famosa la gran Juliette Gréco en 1967 y que causó entonces un escándalo que ahora nos da a todos mucha risa. Comparando con la versión de Juliette, la de Philippe es más vivaz y picarona.
Ahora que por fin ha compuesto y grabado un programa de Barroco francés, sería de desear que continuara en esta línea –un mundo inagotable– en el futuro, perseverara en un género que tan bien se acomoda a sus cualidades vocales y expresivas y siguiera explorando –con las necesarias adaptaciones a su tesitura, que se pueden reducir a transportar– una modalidad que ha sido cultivada, ya como piezas independientes, ya dentro de óperas y otras grandes formas, también por los más célebres de la música francesa de los siglos XVII y XVIII: Lully, Charpentier, Couperin y Rameau.
Descartes, Mersenne y muchos contemporáneos suyos hablaban de la música como encantamiento; dice el segundo que su cometido es encantar nuestros oídos y nuestro espíritu y hacernos pasar la vida con un poco de dulzura entre tantas amarguras inevitables. En la sociedad que desde comienzos del siglo XVII o incluso antes conduciría a la civilización précieuse, la sociedad para la cual fue creado el air de cour, los ideales más altos eran esa dulzura, el refinamiento, la exquisitez: los ideales que encarna a la perfección Philippe Jaroussky.
María Condor