Petrushka, ver y escuchar el piano (50 años de la muerte de Stravinsky)

Con la obvia salvedad de los Tres movimientos de “Petrushka”, el catálogo pianístico de Igor Stravinsky no goza de mucha consideración entre el público ni entre los intérpretes. Se trata quizá de piezas de escasa envergadura y ambición (Piano-Rag-Music; Tango), marcadas por un concepto demasiado adusto (Sonata) o demasiado frívolo (Serenata en La). Pero todo es susceptible de verse desde otra perspectiva, y es también posible admirar el deje cubista de Piano-Rag-Music, donde cada dedo parece moverse por su cuenta, el neoclasicismo lúdico y despreocupado de la Serenata en La, el talante ostentosamente impasible de la Sonata, con sus ritmos mecánicos y su negación del canto, o la sutil reinterpretación que de la música de consumo se hace en el Tango.
La obra maestra en este apartado –y un monumento de la literatura pianística del siglo XX– son por supuesto los Tres movimientos de “Petrushka”. Con este tríptico Stravinsky respondía en 1921 a la petición de una pieza para piano por parte de Arthur Rubinstein. En vez de componer una nueva partitura, el compositor optó por transcribir tres números de su ballet Petrushka, escrito ocho años antes. Más que de un arreglo, habría que hablar de una vuelta a los orígenes, pues Petrushka surgió de la costilla de un konzertstück para piano y orquesta, y la versión final del ballet incluye una importante parte de piano integrada dentro de la orquesta. Muchos de los motivos de la obra tienen asimismo su origen en gestos exquisitamente pianísticos. Es el caso del tema de Petrushka, cuyo bitonalismo procede de la superposición paralela de teclas blancas y negras.
Stravinsky desconfiaba de los intérpretes, al considerar que en la música no hay lugar para la interpretación: instrumentistas, cantantes y directores deberían limitarse a ser los simples ejecutores de la voluntad del compositor recogida en la letra de la partitura. Aun así, insistía en que no basta con escuchar la música, también es necesario verla. El desempeño gestual del “ejecutante”, la danza de sus brazos y dedos, el movimiento de su cuerpo, la expresión de su cara, conforman una especie de coreografía esencial que es parte integrante del hecho musical. Ahí la obra para piano de Stravinsky otorga máxima visibilidad a la coincidencia de pensamiento y movimiento, gesto e idea.
No se me ocurre mejor homenaje a Stravinsky en el cincuentenario de su muerte que la extraordinaria grabación en video de los Tres movimientos de “Petrushka” por Alexis Weissenberg ante las cámaras del director sueco Åke Falck en 1965. Para Falck y Weissenberg, los Tres movimientos de “Petrushka” son un poema musical y visual, una coreografía pianística, un teatro de sombras en donde hasta el blanco y negro de las imágenes constituye una transposición cromática de las teclas. La realización del vídeo ocupó diez días y fue laboriosa. Weissenberg grabó primero el audio de la pieza y después tocó en playback ante las cámaras utilizando un piano mudo (completamente funcional, pero sin cuerdas). Falck no se centra sólo en las manos del pianista, sino que se detiene también en su rostro; aleja la perspectiva o la aproxima hasta insinuarse en la mecánica del instrumento.
Los Tres movimientos de “Petrushka” son el hito de un piano que percute y canta, que exulta y muere; un piano para ser escuchado y para ser visto. Weissenberg es aquí algo más que el extraordinario titiritero de sus dedos. Uno diría que encarna en cuerpo y alma al que para Stravinsky es el artista de raza, el que “en medio del más brillante virtuosismo, conserva esa modestia del gesto y esa sobriedad de la expresión”.