Pensar la música
Los escritos de Sviatoslav Richter están salpicados de opiniones sorprendentes aunque siempre saludables para revisar y ampliar nuestras perspectivas. En sus Notebooks and Conversations, el pianista afirma en un determinado momento: “Recuerdo una excelente Quinta de Beethoven [por Karajan], pero con toda honestidad puedo decir que prefiero a Boulez; la Quinta de Boulez en Londres es simplemente asombrosa”. No parecería Beethoven un autor muy de la cuerda de Boulez, pero si lo dice Richter…
Boulez grabó la Quinta de Beethoven en Londres con la New Philharmonia Orchestra coincidiendo con las celebraciones por el bicentenario beethoveniano de 1970. Es su único disco dedicado a Beethoven, y años más tarde el propio músico habló de este registro en términos no muy elogiosos. Fue –cabe suponer– una concesión a las presiones de su discográfica, deseosa de aprovechar la efeméride para lanzar al mercado un “clásico popular” dirigido por el gran pope de la vanguardia de entonces.
El primer aspecto que llama la atención en esta versión son los 9’14” con los que Boulez resuelve el “Allegro con brio”. ¡Más lento que el viejo Klemperer! Uno tiene la sensación de que el director francés escoge esta velocidad en función de los primeros compases. En efecto, la lentitud le permite a Boulez “deletrear” la frase inicial, enunciarla separando muy bien sus notas, como si estuviese escribiéndola en la pizarra. Lo que oímos aquí no es el destino llamando a la puerta, sino simplemente… tres corcheas y una blanca, y un intervalo de tercera descendente. Es decir: los elementos rítmicos y melódicos sobre los que Beethoven levanta la estructura del movimiento. De Boulez no podíamos esperar menos. En sus manos, la Quinta de Beethoven es un laboratorio conceptual en donde es preciso remover toda la mitografía y el fetichismo que se han depositado sobre la obra (empezando por el célebre comienzo) con el fin de ofrecer la partitura en su lógica esencial y desnuda. Frente al impulso dramático de otros directores, Boulez realiza aquí una especie de “petrificación” del discurso musical, convertido en un bloque estático, y quizá fuera eso lo que Richter tanto admiraba en esta versión, pues Richter también hacía algo similar en las Sonatas D 960 y D 894 de Schubert.
Para Boulez, dirigir y analizar eran dos acciones tan compenetradas que prácticamente coincidían. Interpretar significaba poner de manifiesto la geometría que sustenta la pieza, las relaciones que vinculan el plano general con los detalles, las jerarquías y los planos sonoros, así como los diferentes niveles de escritura. En el primer movimiento de la Quinta, el director francés parece poner especial énfasis en subrayar de dónde vienen los elementos más que en mostrarnos hacia dónde van. Le fascina a Boulez la “idea” en la que se fundamenta el “Allegro con brio”, a saber: la expansión de una semilla inicial, la cual contiene in nuce todo lo que sigue; el pensamiento organizador que en cada momento está detrás de todo. Y esta misma razón le lleva probablemente a ralentizar de forma acusada también el Scherzo para resaltar en las trompas la enésima transformación del motivo inicial (aquí, tres negras y una blanca con puntillo).
Estamos ante una lectura severa y objetiva, cruda en ciertos aspectos, ajena a complacencias y a implicaciones emocionales. No es quizá lo más interesante de Boulez, quien por esas mismas fechas firmaba versiones reveladoras de Stravinsky y Debussy, pero es en todo caso representativo de su credo: para Boulez, dirigir –así como componer– era ante todo una manera de pensar la música, de hacer audible un pensamiento.
Stefano Russomanno