PAMPLONA / Cuarteto (sigmático) para el fin del Tiempo
Pamplona. Teatro del Museo Universidad de Navarra. 24-II-2023. SIGMA Project. César Barrio, acción plástica. Manu Gaigne, percusión. Francisco Javier Larreina, escenografía. Obras de Cage, Bernal, Lim, Arias, Xenakis y Pablo.
Rara es la vez que este desmemoriado país se toma en serio su historia. De vez en cuando vemos que se organizan exposiciones, se publican dosieres y se diseñan programas monográficos dedicados a cualquier figura o acontecimiento cuyo aniversario sea susceptible de ser celebrado ese año, pero lo cierto es que, con frecuencia, este tipo de conmemoraciones tienen que ver más con el oportunismo que con una creencia verdadera en la proyección que tiene el pasado en el tiempo presente que uno habita. En realidad, no se trata de algo circunscrito únicamente al ámbito nacional; vivimos tiempos extraños, vacíos de tiempo. Sin embargo, afortunadamente, aún podemos encontrar en nuestro panorama artístico algunas contadas excepciones a esta fatídica regla. Es éste el caso de Gaur!! (en euskera, “¡¡Hoy!!”), el ambicioso proyecto interdisciplinar que SIGMA Project ha llevado a cabo en Pamplona dentro del ciclo “Cartografías de la música” del Museo Universidad de Navarra, recogiendo la estela de aquel programa conmemorativo del cincuentenario de los Encuentros que ellos mismos presentaron el año pasado en el Kursaal de San Sebastián durante la Quincena Musical. En esta nueva propuesta volvían a figurar, como es lógico, los nombres de John Cage, Iannis Xenakis y Luis de Pablo —importantes figuras ligadas de diferentes maneras a aquellos Encuentros—, pero también los de otros compositores actuales cuyas obras, escritas todas ellas para el cuarteto de saxofones español en los últimos años, compartían, de un modo u otro, algunos de los aspectos comunes a todas las propuestas artísticas que aquel verano del 72 invadieron la capital navarra: principalmente, la multidisciplinariedad, interdisciplinariedad o, directamente, “indisciplinariedad”, y, sobre todo, una marcada pulsión experimental por la cual se invitaba y demandaba al público cuestionarse ciertas cosas acerca de lo que “se ve” y “se escucha”.
Sobre el escenario y la chácena del Teatro del MUN se habían dispuesto dos grupos de butacas rodeando los atriles de los músicos y unos módulos móviles que Francisco Javier Larreina (Vitoria-Gasteiz, 1962), a cargo de la escenografía, había colocado en el centro, en un intento de romper con la frontalidad propia del formato de concierto tradicional y, como él mismo apuntaba, “vincular el espacio destinado al público con el de los músicos”; una idea que, hay que decir, hizo que aquello funcionara mejor que lo que SIGMA presentó hace unas semanas en la Fundación Juan March de Madrid. A esto también contribuyó que todas las piezas musicales se ligaron sin solución de continuidad por medio de unos “interludios” que el percusionista Manu Gaigne (San Sebastián, 1995) iba improvisando entre cada una de ellas, imposibilitando los aplausos. Para cuando los asistentes empezamos a subir a la tarima, el artista César Barrio (Oviedo, 1971), que también estuvo en Madrid —aunque en aquella ocasión intervino más discretamente, tras bastidores—, ya se encontraba manchando un gran lienzo que había en la pared de uno de los citados módulos. Crearía allí, en vivo, dos piezas en blanco y negro, una en cada lado del escenario. Acompañándolo en su acción, Gaigne se entretuvo con un pandero y unos caxixis, para después pasarse a unos crótalos y un tam-tam que unas veces golpeaba con unas escobillas y otras veces frotaba con un arco, combinando pasajes marcadamente rítmicos —algunos llegaban a tener cierto carácter primitivo— con otros más libres de pulso. Una vez se ocuparon todos los asientos, los cuatro saxofonistas, que hasta entonces habían permanecido fuera de escena, comenzaron lentamente a situarse en los extremos del escenario, detrás o al lado del público, mientras hacían sonar las primeras notas de Four5 (1991) de Cage. Tuvieron una idea muy buena y muy bella: agregar a la música de Cage el sonido de unas txalapartas, en un guiño a aquella idea nunca realizada que tuvieron el compositor estadounidense y los hermanos Artze de tocar juntos.
Parte de la quietud meditativa y contemplativa que tiene esta Number Piece tendría resonancias en algunas de las obras que vendrían después. En Milk spilt on a stone (2017), de Helga Arias (Bilbao, 1984), las diferentes texturas que a lo largo de la pieza se iban sucediendo iban trazando, muy paulatinamente y con suma delicadeza, un sendero o “reguero” que, en su aspecto minimalista, dejaba espacio suficiente para prestar atención a los minúsculos movimientos que tenían lugar dentro cada una de estas sonoridades. La intervención de Barrio aquí, esta vez “en diferido”, enfatizaba ese carácter procesual o “líquido” de la música. La pieza de Liza Lim (Perth, 1966), Ash, music for the Eremozoic (2020), estaba asimismo llena de momentos, incluso los más intensamente viscerales, que invitaban a echarse a un lado y simplemente escuchar. Lo mejor: el enigmático y radicalmente austero segundo movimiento, Residua, consistente únicamente en unas lentísimas pulsaciones de “slaps” que ella misma ha descrito como “tiempo fosilizado” o “esqueletos de tiempo”. Cerca del final de este movimiento, Alberto Chaves introdujo por la campana de su saxo barítono un Spring Drum que, unido al sonido natural del instrumento, producía un timbre muy llamativo. El aparato permanecería ahí acoplado durante la totalidad del reflexivo tercer movimiento, Nigh Sky with Wildflowers, en el cual Chaves tocó solo mientras sus compañeros, repartidos una vez más por la sala, agitaban y golpeaban con la mano otros tres de estos curiosos artefactos.
Una clase de “temporalidad” diametralmente opuesta a la de las propuestas anteriores fue la que sugirió la pieza de Alberto Bernal (Madrid, 1978). En A Tempo (2018), la imponente imagen de un “Gran Metrónomo” se multiplicaba en la videoproyección que acompañaba a la música, mientras el “tic” incisivo de su aguja, que iba acelerando a medida que avanzaba la obra, lo permeaba todo: se replicaba en los altavoces de la sala, en los diversos elementos de la música que sonaba y, a partir de cierto momento, hasta en en el propio movimiento de los cuatro instrumentistas. La pieza del madrileño tenía algo de horror vacui, particularmente durante la primera mitad —está claro, por la temática tratada, que se trataba de algo buscado por el autor—, y era precisamente gracias a esta saturación que carecía realmente de acontecimientos. El “tiempo” de A Tempo era un tiempo vacío, o era un vacío de tiempo; era mera aceleración. Como no podía ser de otra manera, la música terminaba por arrojarse, al final, al más absoluto silencio, tras un ensordecedor trémolo a tutti de una especie de cajas chinas al máximo volumen. Si bien había momentos de liberación e individuación —por ejemplo, un saxo que omitía improvisadamente algunas notas de un patrón rítmico, u otro que se desligaba del tempo impuesto acelerando o ralentizando su parte—, enseguida se regresaba al flujo metronómico único y alienante. Sin embargo, era en los momentos en los que el metrónomo desaparecía cuando, irónicamente, la música se tambaleaba y se volvía, si cabe, más opresiva y claustrofóbica. En cierto modo, era como si esa pluralidad tanteada no fuese del todo viable sin el sostén que proveía ese “Big Metro” omnipresente; como si no hubiese alternativa posible a éste, o no lograran encontrar la forma de escapar de su influjo.
En cuanto al trabajo de SIGMA, no es fácil elegir qué destacar de lo que ha sido, globalmente, un despliegue de creatividad, inteligencia musical y, sobre todo, gran dominio técnico de sus instrumentos. Muy exigentes eran los cerca de ocho minutos ininterrumpidos de “slaps” que componen la citada parte central de Ash, especialmente para Andrés Gomis, quien en cierto momento tenía que tocar varios de éstos en dinámica fortissimo. Asimismo, en obras como las de Xenakis y Arias son muchos los momentos en los que la música hace un uso extensivo del registro agudo extremo de los saxofones. En el caso de Xenakis, se ha llegado a especular que el cuarteto para el que escribió XAƧ (1987), el Raschèr Saxophone Quartet, siendo especialistas en este registro, podrían haberle pedido así la obra expresamente al compositor, porque cualquiera que eche un vistazo a la partitura verá que está escrita —en especial la parte de barítono, que aquí tocó Josetxo Silguero— con una verdadera despreocupación por la extrema dificultad que plantea producir tonos claros y estables tan arriba. En el caso de Arias, quien en varios momentos de su pieza pide a los músicos que toquen con los dientes sobre la lengüeta para producir un sonido sobreagudo, sí podemos confirmar que tal atrevimiento es fruto del “feedback” que obtuvo de SIGMA durante su proceso creativo. La obra de Arias tiene, además, cerca del final, un pasaje tan bello como difícil de resolver técnicamente: una suerte contrapunto microscópico en el que se han de realizar transiciones muy sutiles y orgánicas, no sólo entre el material de los diferentes componentes del cuarteto, sino también entre los distintos armónicos que se producen dentro de cada uno de los multifónicos. No creo que haga falta explicar lo extremadamente difícil que es hacer esto bien, como tampoco decir, a estas alturas, que los “hombres de blanco” hicieron que pareciera que aquello estaba chupado.
La obra de la bilbaína se enlazó, por medio de un último interludio de percusión, con la del otro bilbaíno presente en el programa, Luis de Pablo. En una charla previa al concierto, Gomis contaba que lo que le plantearon originalmente a él, cuando aún vivía, fue reestrenar Une couleur… (1988) en versión para cuarteto y orquesta, con una nueva cadencia que éste les escribiría expresamente para la ocasión. La cosa se frustró con la irrupción de la pandemia, pero, a cambio, el que fue impulsor y director musical de los Encuentros del 72 les dedicó esta página, LdP (2021), que, tristemente, acabaría por convertirse en la última que estrenaría en vida, pues moriría unos pocos meses después. Recuerdo con cariño una frase de Luis —permítanme que me refiera a él así, por su nombre de pila— que una vez me dijo en alguno de nuestros encuentros en Recoletos y en Tirso de Molina, en aquellos años en los que la Fundación SGAE organizaba unos talleres de Composición en los que él, con aquella cercanía y generosidad que le caracterizaba, compartía con todos su música y sus conocimientos acerca de cualquier cosa sobre la que se le preguntase. “Componer es lo que uno hace cuando no tiene más de treinta y nueve grados de fiebre”, decía. Desde luego, nadie puede negar que se mantuvo fiel a ese principio hasta el final de sus días.
Jesús Castañer
Fotos de SIGMA Project: © Manuel Castells / Museo Universidad de Navarra
Foto de César Barrio: © Ignacio Olite