NUEVA YORK / Un ‘Profeta’ de Meyerbeer ayuno de grandeur, en el Bard Festival
Annandale-on-Hudson, New York, Bard College SummerScape, 4.VIII.2024. Meyerbeer, Le Prophète. Robert Watson, Jennifer Feinstein, Amina Edris, Harold Wilson. Dirección musical: Leon Botstein. Dirección escénica: Christian Räth.
Grand Opéra sin grandeur: así definiría yo el despojado enfoque del siglo XXI de las suntuosas extravagancias del teatro musical que tanto deleitaron a los parisinos del siglo XIX. Hoy en día, un género en su día famoso por su espectacularidad -¡el drama, los decorados, el canto, el baile!- rara vez se puede ver bajo esas coordenadas. ¿Los argumentos? Saquémoslos de su contexto histórico y llevémoslos a una época vagamente moderna y mucho menos vistosa. ¿El espectáculo? Reduzcámoslo al mínimo. ¿El ballet? Tirémoslo por la ventana.
Y tal es el tratamiento que el festival SummerScape del Bard College ha otorgado este año a Le Prophète, la descomunal obra maestra de 1849 de Giacomo Meyerbeer, ese alemán de italianas influencias que se convirtió en el rey indiscutible de la grand opéra francesa. (No deja de ser irónico que los mejores exponentes de este género tan galo fueran escritos por un teutón y tres italianos: Rossini, Donizetti y Verdi). Hace quince años, el festival puso en escena otra enorme obra maestra de Meyerbeer, Les Huguenots, en una producción no muy diferente de la que nos ocupa, muy encogida en lo escénico pero lo bastante buena en lo musical para que la obra dejara su imponente impronta. Tal vez sea la distancia temporal lo que le conceda ventaja sobre el nuevo montaje de Christian Räth de Le Prophète , que en demasiadas ocasiones favorece el artificio estilizado sobre el drama auténtico. Es cierto que no es tarea fácil hacer creíbles las inverosimilitudes del libreto de Eugène Scribe y Émile Deschamps, en el cual una vaga semblanza con la imagen del David bíblico impulsa vertiginosamente a un humilde posadero holandés a la cima de un poder político anclado en la religión. Este semi-héroe está vagamente basado en el histórico Juan de Leiden, un demagogo anabaptista que murió horriblemente torturado en 1536. La ópera le ofrece una muerte más heroica, destruyendo cual Sansón el palacio. O al menos eso se supone, porque en vez de un culminante coup de théâtre, lo que nos ofreció Bard fue un escuálido tableau. Räth adelanta la acción varios siglos, situándola en un lugar sin especificar; su decorado único, codiseñado con Daniel Unger -tres altas torres con ventanas y paneles sobre los que se proyectan imágenes- se movía de una escena a otra, pero sin diferenciar demasiado entre interior y exterior, posada, catedral y cripta. En general resultaba atractivo de acuerdo con el escaso presupuesto, pero carecía de cualquier esplendor y grandiosidad.
Nada quedó tampoco del célebre ballet de dieciocho minutos del patinaje -un modelo musical en su género-, al menos en el escenario o en el foso, pues quedó relegado al vestíbulo durante el intermedio, interpretado en un arreglo para un quinteto de viento que compitió animosa pero inútilmente con la ruidosa y animada conversación general. En el París de 1849 habría estallado un motín por tan escandalosa afrenta a la tradición. También de manera poco tradicional, este Prophète comenzó con una bulliciosa versión de la obertura suprimida antes del estreno de la ópera y que durante mucho tiempo se dio por perdida. En lo que a mí respecta, me alegré bastante de escucharla por primera vez, aunque habría cambiado con gusto sus once minutos, bastante anodinos, por un fragmento equivalente del ballet.
Así y todo, el director de orquesta (y presidente de Bard) Leon Botstein merece el aplauso por la excelencia musical de la representación. No es Botstein el más sutil de los músicos, pero extrajo como siempre una muy competente prestación de su American Symphony Orchestra, manteniendo en todo momento la extensa partitura en constante movimiento. Además, supo reunir a un buen elenco de cantantes, todos los cuales parecían encantados de interpretar sus papeles: Meyerbeer (vocalmente) y Räth (histriónicamente) les proporcionaron mucha y muy jugosa carne que masticar. Los tres protagonistas se presentaron como otros tantos estudios sobre el trastorno mental: Jean, con su complejo mesiánico y su corona de espinas; su amorosa madre, Fidès, paseando un carrito con la camisa ensangrentada de su hijo como “bebé”; y Berthe, su infeliz prometida, asesina fallida convertida en exitosa suicida. En el papel de Jean, el tenor Robert Watson desplegó su hermosa y robusta voz con destreza y rotundidad, aunque sin demasiados matices; aun así, su interpretación fue ganando en energía y determinación a medida que la larga tarde fue dando paso a la noche. La soprano Amina Edris, una Berthe vívida y casi adorable, mostró un timbre nacarado en el registro medio que no pudo conservar del todo en la zona aguda. Y la mezzosoprano Jennifer Feinstein, de instrumento grande, firme y extenso, compensó con emoción vocal lo que le faltaba de elegancia belcantista; el público la celebró entusiasmado. No obstante, la interpretación más gratificante fue la del excelente bajo Harold Wilson en el papel de Zacharie, líder del trío de anabaptistas que recluta a Jean para servir a su causa. El tenor Brian Vu y el bajo Wei Wu, también excelentes, fueron sus cómplices en lo que Räth presentó como una conspiración fundamentalmente cómica; y el barítono Zachary Altman rayó asimismo a gran altura como el desagradable cacique deseoso de ejercer con Berthe su derecho de pernada. Por último, las cuarenta y dos voces del coro del Festival Bard produjeron sonidos que bien podrían calificarse de grandiosos. ¡Ojalá el aspecto visual hubiera merecido el mismo calificativo!
Patrick Dillon