Nosotros, vosotros, ellos

Lo airado de algunas reacciones a la actuación del pianista James Rhodes en el acto de presentación del Plan de recuperación, transformación y resiliencia de la economía española [en la foto] revelan que la mezquindad y el nacionalismo reductor no solo están presentes en nuestra vida política sino, igualmente y por desgracia, en la cultural. Una mezquindad vestida de protesta que llega por una doble vía: la estética y la ética. Por la primera, la queja viene referida a lo mal pianista que es James Rhodes, cuestión indiscutible para muchos, pero que no se ventilaba en aquel acto. La ética se resume en algo que en nuestra ingenuidad creíamos olvidado entre nosotros: que no es español. Y no, no lo es, aunque ha solicitado nuestra nacionalidad. Es un británico contrario al Brexit que lleva tiempo viviendo en España como su país de acogida, por así decir, moral. Seguramente ha tenido la suerte de encontrarse en estos años con buena gente que le ha ayudado a superar las secuelas de su condición de niño víctima de abusos sexuales. Vive de su trabajo. No es un gran pianista, pero es popular.
Quizá alguien con dos dedos de frente y cierto sentido premonitorio pensó que lo mejor para que no hubiera problemas en el gremio pianístico era decidirse por él y evitar los conflictos que, seguramente más sotto voce, hubiera provocado la elección de este o aquella en vez de esta o aquel. Y, de equivocarse, mejor decidiéndose por el único que, de no ser elegido, no hubiera protestado. Y el único al que la gente y el Gobierno —ni a la una ni al otro le interesa el piano lo más mínimo— conoce de sobra. Caballo ganador, qué le vamos a hacer. Y ahí debiera haberse zanjado un asunto que no parecía necesitar justicieros de ocasión.
Pero no. Ha habido que leer que se trata de una humillación a los pianistas españoles, se le ha dado al Gobierno una lista de elegibles o, lo más grave de todo —decir que es el pianista de Sánchez es simplemente una estupidez que se hubiera repetido con cualquier otro en su lugar—, se ha hablado de compasión, lo que es de una crueldad miserable. Se ha hecho del asunto una cuestión de honor, una afrenta nacional en la persona de ‘nuestros’ pianistas. Y, para que no se repita, se ha llegado a afirmar también que los políticos deben “supervisar el trabajo y objetividad” de lo que se ofrece en “nuestros festivales, nuestras orquestas y nuestras instituciones”. Es decir, no solo una apelación al nacionalismo de las vísceras, que tanto ofende cuando son otros los que lo esgrimen, sino una recomendación para que este actúe como sabe cuando hay que meter en cintura a alguien. ¿Dónde está la objetividad en materia de contratación? ¿En el supervisor quizá? Da vértigo pensar en que fueran ellos, como desean, nuestros nuevos déspotas ilustrados.
El 15 de enero de este año, Tasmin Shaw escribía en The New York Review of Books: “La idea de que la ‘gente mala’ pueda destruir ‘nuestra cultura’ es una retórica alarmantemente belicosa, pero evidentemente persuasiva para ciertas personas. Steve Bannon también la usa”. No se habla en estas reacciones airadas de James Rhodes como gente mala, pero sí como de una influencia perniciosa para (sic) “el noble arte del piano” —no por nada, a lo que se ve, los diarios deportivos se referían siempre al “noble arte del boxeo”— se le señala como apestado entre la nómina de los que se ganan la vida ejerciendo una profesión en la que pocas veces se obtiene el favor del público como él lo ha hecho. Un público, no lo olvidemos, con todo el derecho del mundo a disfrutar con su música y a beneficiarse de las ventajas económicas presentadas en aquel acto, al parecer, diabólico.
Claro que hay mejores pianistas que Rhodes, muchos, en España y en cualquier país de la Unión Europea. Por ejemplo, en el suyo, donde los españoles han tenido y tienen una presencia bien importante en algunas de sus instituciones culturales más señeras. Pero aquí somos de otra pasta. Uno de los artículos contra Rhodes —que si no a tocar mejor habrá aprendido a saber cómo las gastan algunos en la que considera como terra propria— culminaba de un modo muy español, muy racial, muy macho y muy nacionalista: “Que se lo queden ellos”. ¶