Nelson Freire: frágil y enorme
Nelson Freire, el pianista que según me decía hace algo más de un par de años en una entrevista publicada en SCHERZO, había vivido siete vidas, nos acaba de dejar sin completar la octava, quizá la más complicada, de vuelta a su Rio de Janeiro, a ese Brasil en el que, como decía el actor Wagner Moura “vivir es un acto revolucionario” desde que Bolsonaro accedió a la presidencia del país. Freire estaba cansado de Brasil, como de un París que veía cada vez menos amigable, y tal vez por eso prefería Lisboa para vivir. Pero se ha muerto en Río donde una caída en noviembre de 2019 lo llevó al hospital. El diagnóstico era tres días allí, vuelta a casa y tres meses de recuperación que se prolongaron hasta llegar a este desenlace del que tampoco conocemos más detalles, salvó que sucedió durante la madrugada en su casa.
Río fue la ciudad que acogió a su familia cuando Nelson tenía seis años y llegó allí desde Boa Esperança porque su padre cambió la farmacia por el banco. Niño prodigio que en sus últimos años decía ser aún más consciente de aquella formación suya de alta escuela —Lucia Branco, Guiomar Novaes— que debía combinar con su tendencia irrefrenable a no estudiar, a confiar en una memoria prodigiosa, supo también que eso que llamamos virtuosismo no es sino el método para resolver cualquier problema que impida la consecución del sonido ideal. Y ya sabemos cómo era su sonido, lo inconfundible de su dicción, la hermosura de su trazo. “Todo me llegaba naturalmente”, diría de aquellos años y bien pudo decirlo de los que siguieron.
Como su íntima amiga Martha Argerich, “que me enseñó muchas cosas” y con quien formaba el más grande dúo de pianos imaginable, Nelson Freire es —cuesta decir ha sido— un pianista nada convencional. No por su repertorio, pero sí por esa suerte de humanas debilidades que cada vez se predican menos del artista que debiera inmolarse en el altar de lo mediático. Nada pretencioso, autocrítico —lo comprobé tras un recital suyo que le gustó menos que a los que estábamos cenando con él—, sabedor de hasta dónde había llegado y de lo que ya no podría ser —una Iberia, las Davidsbündelertänze de Schumann, “autores enteros como Schubert o Scriabin”, nos decía en aquella entrevista en A Coruña.
Pero lo que nos queda de él es simplemente maravilloso. Antes de nada, para los que lo conocimos, la admirable relación entre la persona y su trabajo, la modestia, la sencillez del trato, el habla pausada y casi silenciosa que lo caracterizaban tanto como la enorme carga poética de su piano, su técnica como de otro tiempo y otro espacio, su musicalidad única. Y es que, en efecto, hablamos de un pianista único. No creo que haya nadie comparable entre los que siguen en activo. Los habrá que gustarán más o menos, incluso él, ya sabemos, gustará más o menos, pero hay en su forma de tocar el piano algo que le pertenece en exclusiva, que se va con él como se fue con esos otros de los que recogió un legado que supo engrandecer. Ahí estará para siempre su Brahms —lo escucho, mientras lo recuerdo en las Klavierstücke op. 118— en solitario o con Chailly en los dos conciertos —y en la página web de la Orquesta Sinfónica de Galicia en una fabulosa versión con Slobodeniouk—, su Chopin, su Beethoven —no quiso seguir la integral con el italiano, ni con nadie, no le iban esos esfuerzos si no había un sentido claro en ellos—, todo lo que grabó, todo lo que deja como el legado de un artista irreemplazable. “Un gigante” ha dicho Philippe Cassard. Nelson hubiera respondido bajito, muy bajito: “Gracias pero no, no…”.
Luis Suñén
Nota de la Redacción: En la foto, el autor de esta necrología junto al fallecido artista.