Ned Rorem: vivir (en) un siglo
Con Ned Rorem (Richmond, Indiana, 23 de octubre de 1923-Nueva York, 18 de noviembre de 2022) desaparece no ya un arquetipo del compositor americano del siglo XX y parte del XXI —ha muerto con 99 años— sino que uno diría que casi, casi, hasta de la mera intelectualidad de nuestros días. Rorem no ha sido una figura bien conocida fuera de su país a pesar de su cosmopolitismo, sus años en Europa, sus evidentes referencias francesas. Y precisamente ese estar fuera, esa equidistancia entre sus orígenes y sus deseos intelectuales que jamás olvidan su condición de músico estadounidense, es lo que hace, también, que resulte tan especialmente americano por más que, en definitiva, sea su estética lo que le marque como tal. Una estética que bebe de las fuentes de Aaron Copland o Samuel Barber, Paul Creston o Henry Cowell, es decir, de la tonalidad sentimental que marca a fuego la música de su tiempo en su país.
Es verdad, naturalmente, que hay otras cosas, que contemporáneos suyos fueron nada menos que Morton Feldman, Milton Babbitt o Elliot Carter —a quien envidia no demasiado en secreto— pero su corazón ha estado siempre en otro sitio, en el que para él correspondía a la libre expresión de una sentimentalidad sostenida en la belleza y dirigida al objetivo de que su mensaje no requiriera de una interpretación compleja. Es esa música americana evocadora del paisaje, también urbano, de la intimidad frente a la noche o la mañana o la luna o las estrellas, pero también hacia el propio yo que se pregunta por todo eso o por sí mismo, como le sucedía al protagonista de Una muerte en la familia, la gran novela de James Agee que daría lugar a Knoxville, Summer 1915 —él tiene también su propio verano: The End of Summer—, la obra maestra de Samuel Barber.
La música de Rorem va del piano a la orquesta —tres sinfonías—, a lo concertante, a la ópera y, quizá sobre todo, a sus canciones, algunas ya clásicas y una de ellas sobre las demás: Early in the Morning. Su exquisito gusto literario se define en los textos que utiliza: Theodor Roetke, William Carlos Williams, Robert Browning, Edmund Spenser, Elizabeth Bishop, Gerald Manley Hopkins, Alfred Lord Tennyson, Walt Whitman, Robert Frost, Wallace Stevens, Sylvia Plath… Afortunadamente mucha de esa música está disponible en discos o en las plataformas habituales, en buena medida por la generosidad de algunos amigos que se decidieron a que quedara testimonio grabado de su obra, en primer lugar el director de orquesta José Serebrier y la soprano Carole Farley, protagonistas de algunas de las grabaciones que las recogen en el sello Naxos. Igualmente la mezzo Susan Graham.
Pero hay otra faceta no menor en Rorem, la de escritor, por más que sus cinco tomos de diarios —Lies sobre todo, con su brillante prólogo a cargo, claro, de Edmund White— sean los que le revelan como tal. Y es que él mismo afirma que un diario —este abarca de 1986 a 1999— no puede ser una obra de arte, “pues el arte tiene forma y un diario, por definición, no”, como responderá a una pregunta sobre el asunto a la revista Civilitation. Considérenoslos, pues, autobiografía más o menos encubierta y añadámosles la que sí parece tal, Knowing when to Stop y nos haremos, a pesar de sus reservas, una idea de lo, en efecto, magnífico escritor que fue.
En los diarios de Rorem aparece eso que decíamos al principio acerca de su cosmopolitismo, de su muy peculiar capacidad para socializar y tomar nota, para contarlo después cuando se le pregunta, para ser al mismo tiempo malévolo y brillante, no en vano tiene entre sus amantes de ocasión, para aprender y enseñar, a Leonard Bernstein, Noël Coward, Samuel Barber y hasta a John Cheever, curiosamente, o no tanto, el autor de uno de los mejores diarios de la historia de la literatura. Buena parte de Lies —y con ella concluye— tiene que ver con la muerte por sida —en el obituario que Anthony Tommasini le dedica en The New York Times el 9 de enero de 1999 se hablaba de cáncer— de su pareja más estable, de lo que podríamos llamar el amor de su vida, el compositor, organista y director de coros James Holmes, dieciséis años más joven. Cada referencia a la enfermedad es una crónica concentrada de aquellos tiempos terribles en los que tantos cayeron mientras se sumían en el terror cotidiano los que se creían a salvo. También una reflexión a veces cruda —el libro no se corta un pelo nunca— sobre la verdad del amor.
Las tres óperas de Rorem tienen que ver con Shakespeare, Strindberg y Wilder, con autores que conocen bien a los seres humanos, por fuera y por dentro. En Lies hay algunas curiosidades acerca de quienes compartían con Rorem el oficio de músicos, a veces con motivo en otros menesteres. Casi al fin de sus páginas nos encontramos con un episodio doméstico que es también un chafardeo y podría ser un episodio de una comedia de situación. No me resisto a traducir rápidamente: “Durante los diez años desde que Itzhak Perlman compró su casa al otro lado de la calle, el enorme acondicionador de aire de su azotea ha estado zumbando 24 horas al día. Hablamos de ello en Filadelfia, cuando coincidimos en el mismo programa (Sawalisch dándole a él trato de estrella mientras me ignoraba a mí —yo soy sólo un compositor— a pesar de que la interpretación de Eagles por la orquesta fue deslumbrante). Perlman dijo que le costaría 40.000 dólares reemplazar la máquina. Que dé un concierto: él gana en una tarde lo que yo en un año. Hoy la situación no es mejor. Después de muchas cartas sin respuesta y una fría llamada a su secretaria, he aislado las ventanas por 3.600 dólares. Kendrik dice que no le envíe a Perlman la factura”. Pero también hay aquí, además de decepciones —Bernstein y Kremer ensayando de aquella manera la grabación del Concierto para violín que estrenara un menos mediático Jaime Laredo—, buenos momentos, amigos, gentes que le quieren y una enorme cantidad de reflexiones sobre la música. Lo importante no es vivir noventa y nueve años sino hacerlo con semejante intensidad, afrontar la felicidad y el dolor desde la exaltación o la amargura mientras el arte quiere justificar las dos cosas. E ir contándolo así, sin miedo a nada ni a nadie.
Luis Suñén