MÚNICH / ‘Semele’: todo al servicio del espectáculo
Múnich. Prinzregententheater. 15-VII-2023. Brenda Rae, Michael Spyres, Nadezhda Karyazina, Jakub Józef Orlinsky, Emily D’Angelo, Philippe Sly, Jessica Niles, Milan Syljanov. Bayerische Staatsorchester. Dirección musical: Gianluca Capuano. Dirección de escena: Claus Guth. Haendel: Semele.
Haendel compuso Semele, con su celeridad habitual, en apenas un mes en junio de 1743. Por entonces había abandonado toda esperanza de continuar su carrera operística (su último título en este género, Deidamia, es de 1741) y el oratorio parecía una alternativa artística y comercialmente viable. Entre 1732 y 1743 estrenó Esther, Deborah, Athalia, Saul, Israel in Egypt, Messiah y Samson y el oratorio en inglés se asentó como el género en el que Haendel centró la mayor parte de sus energías, pues parecía contar con el favor del público y a la vez colmaba sus aspiraciones como compositor. El estreno de Semele, basado en un viejo libreto de Congreve que a su vez tomaba las Metamorfosis de Ovidio como fuente de inspiración, planteó un serio problema: la obra se estrenó en febrero y durante el tiempo de Cuaresma existía la prohibición de representar óperas y obras dramáticas profanas en los teatros londinenses por lo que Haendel eludió cualquier apelativo que llevara a la sospecha; de hecho el formato se parecía al del oratorio pero su tema profano y escabroso hacía imposible hacerlo pasar por uno de ellos. Hago esta precisión porque Semele no es una ópera -carecía de acción escénica- pero, como vemos, tampoco es un oratorio y, sin embargo, el programa de mano de la representación que nos ocupa señala “Oper nach Art eines Oratoriums” (ópera a partir de un oratorio), es decir, que se indica explícitamente que se ha realizado una operación de mixtificación para convertir esta obra -sea lo que sea, pero desde luego no un oratorio- en una ópera. Se trata de una traición de la misma índole que traducir un libro o doblar las películas, pues de lo que se trata aquí es de hacer accesible una obra a un público más amplio. No es la primera vez que se hace algo así con Semele ni será la última porque su potencial dramático hace que se preste a ello. Y así se justifica su inclusión en el Festival de Ópera de Múnich, pero no sólo la inclusión como un título más sino que esta Semele se ha presentado como un estreno de campanillas y además se trata de una producción propia.
Su director escénico, Claus Guth, es un veterano en estas lides y ya ha llevado a cabo operaciones similares con otros títulos haendelianos como los mencionados Saúl o El Mesías o de otros compositores como Schubert (Lazarus). Guth ha elaborado un producto que funciona: visualmente atractivo (a pesar de su modestia), dramáticamente entretenido y, por momentos, divertido. No hay una gran densidad significante y juega con códigos fácilmente reconocibles por el espectador (el mundo de las bodas, la fascinación por la imagen propia, los amores y desamores…). La caracterización e interpretación de los cantantes juega con la ironía a partir de una supuestamente calculada sobreactuación -veremos que no siempre afortunada- y el movimiento escénico, a veces frenético, contribuye a dotar de dinamismo a un argumento que en principio parece prestarse más a cierto estatismo. La adaptación de la trama a nuestros tiempos no carece de cierta inteligencia, con guiños ocurrentes al relato mitológico -esa pluma que cae al principio de la ópera en alusión a Jupiter metamorfoseado en águila, la tendencia a darle al frasco de Semele como anticipo de su hijo póstumo Baco-, pero en ocasiones obliga a ciertos sacrificios de la integridad de la obra como asignar arias de unos personajes a otros (se podría decir que esta maniobra no es tan grave como parece, pues el propio Haendel adaptaba la música cada vez que reponía una ópera cambiando las tesituras de las arias) y, esto ya es más discutible, hace comparecer en escena a personajes que en ese momento no pintan nada desde el punto de vista dramático. ¿Por qué? Pues porque el montaje les tiene asignado un papel al margen de la trama pero al servicio del espectáculo. El caso más palmario es la presencia de Orlinsky casi al final del segundo acto cuando su personaje (Athamas) no aparece en todo el acto pero claro, el joven contratenor debe hacer su numerito habitual de break-dance, el público entusiasmado y todos contentos (menos Haendel que debe estar todavía revolviéndose en su tumba y este escriba que no termina de ver lo del bailecito acrobático en una ópera barroca).
¿Y en todo esto dónde queda la música? Pues lógicamente en segundo plano. En primer lugar, llama la atención cómo una casa de ópera tan prestigiosa como la de Múnich no contrate a un grupo especializado para abordar una obra barroca; ignoro si los estatutos de la Bayerische Staatsorchester lo impiden pero era evidente que a algunos músicos no era el repertorio que más les motivaba pues resultaba llamativa la falta de implicación y compromiso con lo que tocaron. No dudamos de que el director, Gianluca Capuano, haya hecho lo que ha podido con la orquesta pero, pese al buen hacer de algunos músicos como Miguel Rincón, colaborador habitual de Capuano en Les Musiciens du Prince y contratado para la ocasión, el resultado general dejó mucho que desear. No se trataba sólo de que tocaran con instrumentos modernos (salvo cuerda pulsada, trompas y trompetas) sino, insisto, faltaban la energía y entusiasmo con que suelen tocar la mayor parte de grupos historicistas.
En cuanto a los cantantes, Brenda Rae compuso una Semele hiperactiva, caprichosa, histérica, vanidosa hasta la nausea. Si esto era lo que se propuso el director de escena, enhorabuena pues lo consiguió con creces. Pero este enfoque privado de ternura y compasión ante los defectos humanos -y Semele, recordémoslo, es humana y esto es lo que provoca su fatal desenlace- hace imposible el mecanismo básico de identificación y lo que terminó lamentando el abajo firmante no es su muerte sino que esta tardara tanto en llegar; no se puede crear un personaje tan antipático y luego esperar que nos dé pena su aciago final. Sobre todo si ese carácter desquiciado se traslada al plano vocal, porque Rae es una cantante escasa de volumen, con lagunas técnicas y serios problemas de respiración, lo que le obliga a trampear constantemente para sacar sus arias adelante. Diremos que el público no lo percibió así y la ovacionó repetidamente.
Michael Spyres encarnó un Júpiter delicioso: su aparición en escena en el segundo acto fue un chorro de aire fresco, tanto escénica como vocalmente. Es justo el caso contrario al de Brenda Rae, es decir, medios vocales sobrados -pese a no tener un volumen desmesurado parecía un heldentenor wagneriano al lado del resto del elenco- y una gran vis cómica. Es cierto que no es un gran estilista: su Where’er you walk, probablemente el momento más inspirado de la obra y una de las mejores arias para tenor de la producción haendeliana, fue demasiado rotundo, falto de delicadeza (imposible no acordarse de Mark Padmore en sus buenos tiempos). Es cierto que hace cosas fuera de estilo pues abusó del legato en un repertorio que pide una articulación distinta. Pero su voz es prodigiosa, con una tesitura capaz de llegar a un fa sobreagudo y bajar a notas propias de un bajo-barítono y su técnica es de una solidez de piedra berroqueña, lo que le permite cantar con una soltura y hacer unas variaciones en los da capo fuera del alcance de la mayoría de los demás cantantes. A esto se añade una gran presencia escénica.
Aunque el programa decía que encarnaba a Athamas, el novio plantado por Semele al principio de la obra, Orlinsky hizo el papel de siempre, es decir, el de Orlinsky. Es lo que parece que se espera de él y el polaco no defrauda. No faltó, como ya hemos adelantado, su número de break- dance, despertando los enfervorizados aplausos del público que malograron el coro Now love that everlasting boy invites. Ni tampoco su aria cantada tumbado ni su amago de enseñar palmito. Y es una lástima, porque Orlinsky hace unos años lo tenía todo para ser un contratenor que marcara una era (mi amigo Manuel de Lara, su azote incansable, no estará de acuerdo con esto): timbre agradable, buen volumen, emisión limpia y una técnica que si se trabajaba lo suficiente le permitiría brillar en los grandes papeles de primo uomo del barroco pero se ha entregado a las leyes del mercado y esto ha frenado en seco su progresión (artística, que no comercial).
Del resto del elenco destacar a Nadezhda Karyazina como Ino, con una notable voz, me atrevería a decir, de contralto; y a Philippe Sly, en su doble papel de Cadmus y Sommus, que hizo gala de un bello timbre y una gran homogeneidad en todo el registro.
Terminamos esta crónica augurando una larga vida a esta producción de la Bayerische Staatsoper. Por el momento, hace tiempo que no hay entradas para las cinco representaciones en el encantador Prinzregententheater. Seguro que en el futuro se repone en varias ocasiones en la capital bávara y nos atreveríamos a decir que quedará inmortalizada en DVD. ¿Se apuestan algo?
Imanol Temprano Lecuona
(fotos: M. Casa del Caballero)