MÚNICH / Las ‘Sonatas y Partitas’ de Bach y el reverencial silencio
Múnich. Allerheiligen Hofkirche, Münchener Residenz. 23-II-2024. Mikhail Pochekin, violín. Integral de las Sonatas y Partitas para violín solo de Johann Sebastian Bach.
“Göttlich! Es war göttlich!”, ese fue el comentario que varias personas del exigente público alemán hicieron al terminar el recital que anoche ofreció Mikhail Pochekin en la Allerheiligen Hofkirche de Múnich: “¡Divino! ¡Fue divino!”. Ciertamente, no era para menos. La interpretación del violinista hispanorruso fue sublime de cabo a rabo. Y no era fácil: muy pocos son los violinistas que se atreven a interpretar en directo la integral de las Sonatas y Partitas para violín solo de Johann Sebastian Bach. Y si no es nada fácil para el intérprete, menos lo es para el oyente. Seamos claros: no todo el mundo está preparado para escuchar dos horas de violín solo con unas obras que, originalmente, Bach tampoco concibió para que se interpretasen todas juntas. Para que se produzca esa unión mística entre el público y las Sonatas y Partitas han de darse al menos dos requisitos: que el intérprete tenga un elevadísimo grado de virtuosismo —condición indispensable— y que el oyente sepa escuchar. Pero no basta con ese virtuosismo que muy pocos tienen —y Mikhail Pochekin lo tiene con creces—, sino que además el intérprete ha de mantener la coherencia musical a lo largo de todo ese camino que culmina en el connubio entre el público y la música.
La interpretación que hizo Pochekin está a la altura de las de Thomas Zehetmair, Christian Tetzlaff o Isabelle Faust. Pero no sólo eso, uno fue testigo de momentos musicales que no ha escuchado a ningún otro violinista, lo cual hace del recital de anoche algo único y, quizás, irrepetible. En los últimos cuatro años ha habido una evolución clara y ascendente en el modo en que Pochekin aborda estas obras de Bach. Pochekin es capaz —lo ha hecho varias veces— de interpretar de memoria esta dificilísima integral. Sin embargo, en el último año, ha preferido volver a interpretarlas con partitura: “Para mí la música de Bach es una experiencia religiosa; yo soy creyente, y creo que interpretar estas obras leyendo la partitura en el concierto me convierte en un medio, dejo de ser protagonista, ya no hay espectáculo. Lo importante es esta música maravillosa de Bach, a quien considero que tengo que honrar con humildad. Soy un mero servidor, lo digo muy sinceramente, así es como lo siento. ¡Fuera el ego artístico! Igual que el sacerdote lee directamente de la Biblia la palabra de Dios, yo leo la palabra de Bach”.
El programa de concierto se dividió en dos partes con una pausa de veinte minutos. En la primera, sonaron la Sonata nº 1 en sol menor, la Partita n.º 1 en si menor y la Sonata n.º 2 en la menor. Desde el Adagio de la primera sonata, Pochekin sumió al público en ese silencio tan elocuente de quien escucha con atención plena. Un silencio intenso, respetuoso, sagrado. El sonido del violín era delicado, potente, contrastado, claro, clarísimo, prístino. En la Fuga (Allegro) se escuchaban todas las voces. Más que un violín parecía un instrumento polifónico. Los delicadísimos pianissimi que salían del arco y de las manos de Pochekin cortaban ese silencio, convirtiéndolo en un silencio sonoro, como el de San Juan de la Cruz. A cada obra le correspondió su aplauso. Hubo un momento, de esos que marcan la diferencia, un antes y un después. El público alemán no se prodiga en aplausos, siempre es muy respetuoso con la liturgia del concierto y más tratándose de las obras de Bach. Sin embargo, cuando Pochekin tocó la Corrente – Double (presto) de la Partita n.º 1, parte del público aplaudió espontáneamente, ese aplauso que se da por la satisfacción de las cosas bien hechas. Fue el «presto» más presto y vertiginoso de las Correntes de esta partita que uno haya escuchado. Pero no es la velocidad celestial —“endiablada” no cabe en esta música sagrada— que Pochekin imprimió a la Corrente, sino la divina articulación —precisa, tan musical y dinámica— con que lo hizo. ¡Sobrehumano! A partir de ese momento, el público ya había entrado en el cielo. Y allí permaneció hasta que llegó el descanso.
En la segunda parte sonaron la Partita nº 2 en re menor, la Sonata nº 3 en do menor y la Partita nº 3 en mi mayor. Cuando llegó la famosa Ciaccona el público ya había regresado al cielo. ¡Qué fraseos! ¡Qué delicadeza! ¡Qué expresividad! El recital fue en ascensión continua para culminar en esa tonalidad en mi mayor de la Partita nº 3, la única alegre, redentora, de todo el ciclo. Daban ganas de quedarse allí, en ese lugar que pocas veces se alcanza.
Un recital preñado de momentos únicos, sublimes. Un sonido brillante del violín… y ese sonoro silencio reverencial. Nadie supo —menos un servidor— ni notó, que el intérprete estaba con fiebre y había tomado Ibuprofeno. Un Bach divino en manos de un violinista excelso: Göttlich!
Michael Thallium