Mirar a la esfinge

Hans von Bülow la llamaba el “oráculo”; Liszt la comparaba con una esfinge. Hay piezas de Beethoven cuya modernidad con respecto a su época es tan asombrosa que cuesta situarlas en su fecha exacta de composición. En este grupo podríamos incluir la mayoría de las últimas sonatas para piano y de los últimos cuartetos de cuerda, pero sin duda la vigésima de las 33 Variaciones sobre un vals de Diabelli constituye un caso aparte.
Tal vez no exista en el catálogo beethoveniano una página tan enigmática, cuyo concepto parece apelar a horizontes mucho más cercanos al siglo XX que al XIX. La Variación nº 20 ocupa una posición cuasi central en el fluir de las Diabelli y desde esta posición irradia un magnetismo desconcertante. Beethoven prefirió utilizar, en vez de variaciones, el término de Veränderungen, es decir, modificaciones, transformaciones e incluso deformaciones. Bajo esta perspectiva es más cómodo aproximarse a esta pieza, concebida como un coral a cuatro voces en donde toda percepción temporal tiende a anularse debido a las duraciones uniformes (acordes de blanca con puntillo) y a la disolución del material temático en una sucesión de manchas armónicas disonantes que dan la sensación de no ir a ningún lado.
El carácter tan enigmático de esta música no ha dejado de irradiar su poder de fascinación incluso más allá de los círculos musicales. En 1910, el escritor Gabriele D’Annunzio la citó en su novela Forse che sì forse che no. “¿Recuerdas la vigésima de las variaciones de Beethoven sobre el tema de Diabelli dedicada a Antonia Brentano?” pregunta Aldo, uno de los protagonistas del libro, mientras se sienta al piano “despertando en las profundidades de la caja negra aquellos acordes en los que por una transfiguración milagrosa el tema primitivo resulta irreconocible”. D’Annunzio trataba de acotar el misterio sonoro de la “esfinge” a través de la comparación con el Descendimiento de Cristo del Rosso Fiorentino. En su opinión, la página de Beethoven concordaba con el fondo cromático del célebre cuadro, con su tono “azul opaco, apagado, uniforme, sin luz y sin nubes”.
D’Annunzio desarrolló una enfermiza obsesión por esta música. Su sensibilidad decadente se sentía fatalmente atraída por la turbiedad armónica, la oscuridad tímbrica y el estatismo de la “esfinge” beethoveniana. Advertía D’Annunzio en esos compases una presencia fatídica y siniestra, y confesó que la variación nº 20 no había parado de sonarle en la cabeza mientras escribía su Fedra. El compositor Ildebrando Pizzetti, amigo y colaborador del poeta, recordaba las muchas veces que éste le había pedido que le tocase al piano aquellos 32 compases.
Para D’Annunzio, la Variación nº 20 simbolizaba acaso el misterio último, la muerte. Otros no han querido llegar tan lejos. Alfred Brendel la explica como una renuncia deliberada a la razón musical precisamente en el ecuador de las Diabelli. Este enfoque abre la puerta a la posibilidad de leer el monumental proyecto de las Diabelli en clave irónica. Más que señalar abismos indecibles, la Variación nº 20 nos estaría hablando con el rostro imperturbable de Buster Keaton, y la musa enigmática de Beethoven sería, después de todo, una musa burlona, como la de Satie. En su camaleónico afán por deconstruir, transformar y deformar un tema musical anodino, las Diabelli llenarían en la última producción de Beethoven el único hueco que quedaba libre: el del humor y la parodia. ¶
Stefano Russomanno
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