Miradme a los ojos
Cuando se presentó por primera vez ante la Filarmónica de Los Ángeles como nuevo titular, Carlo Maria Giulini dijo a los profesores de la orquesta: “Tardaré en aprenderme sus nombres, ¡pero conoceré sus ojos!”. Para Giulini, la mirada era el complemento esencial de la dirección. Su manejo de la batuta, sobre todo al principio, era bastante seco y rudimentario: servía para transmitir con claridad y contundencia los ataques. Lo demás Giulini lo fiaba al contacto visual. Esta hegemonía del ojo sobre el brazo encerraba algo simbólico. Pese a pertenecer a la vieja escuela, Giulini rechazaba los aspectos más autoritarios de la dirección orquestal, cuyo símbolo máximo era la batuta. El ojo, en cambio, humanizaba la relación director-orquesta. Aunque cada uno había de cumplir con el papel que le correspondía, la comunicación era de persona a persona, no de jefe a subordinado.
No es de extrañar que Giulini haya sido un director muy querido por sus orquestas. Él mandaba, por supuesto, pero lo hacía siempre con unos modales exquisitos, sin tiranteces o salidas de tono. Y si consideraba que el error había sido suyo, no tenía inconveniente en reconocerlo y disculparse con la orquesta. Creo que en esta propensión de Giulini hacia la mirada había también algo más profundo aún: su consideración de la música como fenómeno intrínsecamente espiritual. Decía Cicerón que “la cara es el espejo del alma y los ojos son sus intérpretes”. Dirigir con la mirada, apelando a la mirada del músico, establecía un contacto entre almas, la del director y la del músico. De esa forma, el hacer música se volvía un acto de sinceridad y humildad, sin filtros.
El primer vídeo nos presenta a Giulini dirigiendo la obertura de I vespri siciliani de Verdi frente a la New Philarmonia Orchestra en el año 1968. En ciertos pasajes, el gesto no es muy atractivo (en 9’16”, parece que Giulini esté segando hierba con una guadaña), pero lo más importante está en los ojos: abiertos, entreabiertos, cerrados, encendidos, soñadores, exaltados… sus movimientos jalonan una versión brillante, noble, apasionada, lírica y con el punto necesario de teatralidad.
El segundo vídeo es de principios de los ochenta, unos quince años más tarde. Giulini dirige la misma pieza, esta vez con la Filarmónica de Los Ángeles. El enfoque interpretativo no muestra cambios sustanciales, pero el gesto es ahora más depurado. Giulini sigue utilizando los ojos, pero ya no necesita estar tan encima de la orquesta. Su forma de dirigir se ha interiorizado. Si antes la comunicación era “de alma a alma”, ahora parece “de corazón a corazón”. Y como guinda, al finalizar la actuación el director mira complacido a los profesores de la orquesta y los felicita (“bravi”) en un diálogo que el público no percibe.
He dicho que las dos interpretaciones son parecidas, pero hay detalles muy reveladores. El más importante, me parece, tiene que ver con la introducción lenta. En la versión de 1968 dura 3’19”; en la de 1982 se queda en 2’50”, medio minuto más rápida. Giulini I acentuaba un poco más el contraste agógico, el efecto sorpresa de la irrupción del “Allegro agitato”. Giulini II busca en cambio una relación más orgánica entre el “Largo” introductorio y lo que sigue. Los compases iniciales poseen una tensión más palpable, por lo que el estallido posterior se percibe como el resultado de un crecimiento progresivo, aunque oculto. Hay una mayor sensación de desarrollo subterráneo: el conflicto larvado deviene en tumulto. Este entendimiento “orgánico” de la obra musical nos da pistas sobre por qué Giulini fue, en su última etapa, un intérprete colosal de piezas como la Grande de Schubert, las sinfonías de Brahms y las últimas de Bruckner.
Stefano Russomanno
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