Miles Davis, otro músico afianzado en la vida eterna
Siguen apareciendo grabaciones inéditas del trompetista y están próximos los estrenos de dos películas documentales que repasan su existencia.
En el año en que se cumplen treinta desde su desaparición, el eco de la huella sonora de Miles Davis (1926-1991) sigue siendo imborrable. Son escasos los artistas como él en toda la historia de esta música, porque solo él fue capaz de cambiar su devenir hasta en tres ocasiones. Desde su participación protagónica en la vida y auge del bebop, al lenguaje sin prejuicios de la síntesis con el rock, sin olvidar sus fogosas relaciones con el cool jazz. Sólo un objetivo alentaba la vida de Miles: probar con experiencias inéditas y crecer. Y la máxima ha quedado en el tiempo como una de las mejores definiciones de su arte.
Con la recuperación sucesiva de los grandes hallazgos de la que, durante casi cincuenta años, fue la vida de Miles Davis, las discográficas prosiguen haciendo el esfuerzo por reunificar, o clarificar, la historia de este músico, su singladura en el siglo XX, no como sinónimo de almoneda del tiempo, y sí de compilación de todas las hazañas acometidas. La iniciativa más reciente ha sido la publicación de uno de los últimos conciertos del artista, semanas antes de dejarnos definitivamente. Aparece en un volumen doble grabado durante el desarrollo de una actuación producida el 1 de julio de 1991, en el festival Jazz à Vienne, en Francia, y, escuchando este material con atención, se puede comprobar la buena forma que el trompetista todavía tenía en aquel momento para subir a los escenarios e interpretar su música.
Casi cinco décadas de trabajo
Una música que ha terminado convirtiéndose en un verdadero género que, dentro del jazz, cuenta con muchos imitadores, aunque el único que lo dominaba perfectamente era su propio inventor. Estuvo concibiéndola, arreglándola e interpretándola a lo largo de casi cinco décadas, y sus formas, por supuesto, se corresponden con algunos de los diferentes estilos con los que Miles se cruzó en su carrera. No hicieron otra cosa que contribuir al fortalecimiento de una leyenda que, como la suya, se edificó a base de quedar siempre al margen de las corrientes imperantes, característica muy poco común en la mayoría de los músicos americanos.
De hecho, Miles, nacido el 26 de mayo de 1926, representa como pocos al músico que interpretaba mediante la utilización de la conducta y de los gestos, sin caer jamás en el exceso ni bordear la caricatura musical. Nunca se le vio realmente en apuros —ni en sus periodos como meritorio al lado de Dizzy Gillespie o Charlie Parker, y mucho menos en su fulgurante carrera en solitario—, pues siempre había entre él y el músico que encarnaba una cierta distancia brechtiana, hecha de juego, escepticismo y elegancia. Era tan evidente su seguridad, se notaba tanto que estaba disfrutando mientras actuaba, que no era posible olvidar que todo estaba calculado.
Ian Carr, escritor y trompetista también, escribió una vez que “todo arte, si es de calidad, expresa algo sobre la condición humana. En este sentido la obra grabada y en directo de Miles Davis siempre ha tenido como referencia esos aspectos más amplios”. Todo arte verdadero es, también, un proceso de autodescubrimiento del artista, y Davis llegó más lejos por ese camino que casi cualquier otra persona en el jazz. Su confianza en sus propios gustos y visiones se había generado en ese complicado proceso de autoconocimiento.
En todo momento, a la vanguardia
Era creativamente rompedor. A los 30 años, en las históricas sesiones grabadas y vividas junto a John Coltrane, ya no tenía igual. Nada nuevo, si se cae en la cuenta de que sus pesquisas sonoras le habían llevado a situarse a la cabeza de todos los movimientos a los que se incorporaba. Primero, junto a los creadores del bebop y, más tarde, junto a Gil Evans —con el que dio forma al cool— y junto a los músicos de sus diversos quintetos: George Coleman, Wayne Shorter, el aludido Coltrane y Herbie Hacock, entre otros.
Siempre ha llamado mi atención que ni el inglés ni el francés (to be, être) distingan, como lo hace en cambio el castellano, entre ser y estar, y que utilicen el mismo verbo (to play, jouer) para actuar, jugar y tocar; indiferenciación semántica que tiene, sin duda, consecuencias a la hora de interpretar un papel, tanto en el escenario como en la vida real. Si un músico puede ilustrar a la perfección esa concepción de la representación, ese fue Miles Dewey Davis, uno de los pocos que supieron elegir con tanto acierto sus búsquedas y sus metas, como para materializar una producción que conoce escasas realizaciones carentes de interés.
Este artículo sobre la pervivencia de la obra de Miles Davis habría que haberlo arrancado de cuajo por el punto final. Por el último suspiro de este coloso de la trompeta, al que los pulmones abandonaron en una madrugada de septiembre de 1991. Fue poco antes de que comenzasen las sesiones de grabación de un álbum que iba a estar compuesto íntegramente por Prince, y después de que declarase que en el rap estaba el futuro de su música y de la de los demás. No obstante, estoy seguro de que Miles se tomó la muerte con mucha calma, a los 65 años. Como siempre. Con elegancia. Y, quizás, aunque me extraña, hasta con cierto humor. ¶
Luis Martín
(Artículo publicado en el nº 377 de SCHERZO, de octubre de 2021)