MILÁN / Riccardo Chailly y su telúrico Mahler escalígero

Milán. Teatro alla Scalla. 30-III-2022. Mahler: Sinfonía nº 2, “Resurrección”. Orquesta Filarmónica de la Scala. Coro de la Scala de Milán. Erin Morley, soprano. Anna Larsson, contralto. Director: Riccardo Chailly.
Riccardo Chailly (1953) ha sido un apasionado mahleriano de toda la vida. Ahora, ya casi setentón, mantiene intacto tan fervoroso entusiasmo. Así lo ha evidenciado en su renovada interpretación de la Segunda sinfonía en la Scala, con la Filarmónica titular y ante un teatro en el que no cabía ni un alfiler, y eso que el programa se repite aún dos días más, el 1 y el 3 de abril. Chailly, como siempre, reconstruye Mahler desde el detalle. A partir de la más minúscula célula musical, edifica su soberana visión con telúrica intensidad y entrega. Incluso en una obra tan monumental como la Sinfonía Resurrección, el maestro milanés, actual titular de la Scala, arranca desde la matización del detalle, que queda subrayado hasta adquirir presencia nuclear. Cualquier acento, por insignificante que parezca, cobra relieve en el Mahler puntillista de Chailly.
Esta atención al detalle en absoluto merma la visión de conjunto. Chailly, que ya no es el veinteañero de antaño, mantiene —al menos en el podio— la vitalidad y entusiasmo vivificante de siempre. Con achaques de salud, parapetado siempre en una mascarilla que ni en la intimidad del camerino se quitó, su Mahler pletórico mira a la Resurrección final, pero también se aferra a la vida, a una tierra firme desde la que mira a esa resurrección por venir, aún lejana, quizá remota, acaso fiel a lo que dice el esperanzado texto, tan ajeno y distante al adiós desazonado de la introspectiva Novena sinfonía. “¡Muerte, tú, que todo lo vences! ¡Ahora has sido doblegada!”, canta la soprano y la contralto en el luminoso movimiento final. Pero antes, en el prodigioso y reflexivo Urlicht, la palabra popular, extraída de Des Knaben Wunderhorn, dice a través de la contralto y el canto conmovedor del oboe que “El hombre yace en el más hondo sufrimiento!”.
Riccardo Chailly mira todas las luces, sensaciones y estados que atraviesa la gigantesca catedral sonora que erige Mahler en los mejores años, cuando rondaba los treinta, cuando su carrera como director despuntaba con fuerza. Cuando la vida aún sonreía. “Nadie que es joven piensa en la muerte”, escribió décadas después, cuando el dolor agregado de la vida y la enfermedad le hacían próxima la certeza inexorable del final. No es el caso en esta sinfonía casi de juventud, cargada de luminosa positividad. Tiempo en el que los campos aún florecen —como siempre, sí, pero ahora así se ven, floridos, como el Florido mayo del eterno Alfonso Grosso— y las melodías suenan arraigadas en sus dichosos y originales aires populares.
Todo lo expresó y planteó Chailly con su gesto claro, preciso y conciso. Limpio de obviedades pero siempre atento al detalle: un acento en los contrabajo, tres golpes en la caja, tal inflexión en el corno. Fue una versión extrema, como siempre ha sido el Mahler del milanés. Sin reservas ni contemplaciones. Suntuosa e íntima. A bocajarro, salida del alma y de décadas de pasión amorosa con una música, que él, tan latino y mediterráneo, entiende con el mismo fervor y lucidez que otros sureños, como Abbado, Guilini, Sinopoli, Mitropoulos o, sin ir más lejos, López Cobos o Gustavo Gimeno.
La compacta y muy crecida Filarmónica de la Scala sonó estupendamente, casi como una de las grandes. En su conjunto y en unas individualidades cuidadas y entregadas hasta el límite. Formidable el oboe, la concertino, la nutridísima sección de trompas, trompetas, trombones, timbales, arpas (la veteranía de Luisa Prandina)… Todos a una, de la mano maestra, cuajaron un Mahler de calidades y cualidades sinfónicas desacostumbradas por estos lares sureños de Europa.
Vocalmente, Anna Larsson fue la gran artista de siempre. Pero su voz se percibe ya sin la flexibilidad y pureza de antaño, perjudicada, además, por un vibrato que rebasa lo excesivo. En óptima forma vocal, pero también con menor naturaleza mahleriana, se mostró la soprano estadounidense Erin Morley. Ambas, ubicadas en el lateral izquierdo del escenario, cerca del coro, cantaron y dijeron los culminantes movimientos finales mimetizadas con la expresión de un Chailly que contagió sin lindes la escena.
A pesar de alguna entrada no siempre católica, y una dicción alemana exagerada en su empeño en pronunciar el alemán y sus consonantes mejor que los propios nativos, el coro de la Scala rozó el sobresaliente en un ámbito vocal tan alejado a su día a día como es el mahleriano. Al final, tras una hora y media de música, después del radiante colofón en el que Mahler estalla de júbilo y esperanza, y Riccardo Chailly —el telúrico que aquí mira al cielo— llevó al límite dinámico y expresivo, el teatro se vino abajo en una creciente y entusiasta ovación que entre bravos y bravos se prolongó cerca del cuarto de hora. ¡No era para menos! Ni siquiera la poco propicia acústica para menesteres sinfónicos pudo menguar suntuosidad sonora a este refulgente Mahler escalígero.
Justo Romero
(Foto: Brescia e Amisano – Teatro alla Scala)