Michel Corboz: gracias le sean dadas
A Michel Corboz, fallecido hace nada, habría que darle las gracias porque, sin ser uno de esos maestros que marcan tu vida, sí ha sido de los que iluminan determinados caminos que luego transitamos con emoción en el mejor de los casos y con suficiente soltura siempre. No nos ha revelado el santo advenimiento, pero sin él no hubiéramos accedido a cimas mayores y con eso ya está entre nuestros pequeños dioses lares. Pensemos en sus grabaciones de las Vespro o el Orfeo de Monteverdi, muestras de su lugar en la recuperación de una música a cuya tarea otros se dedicarían con mayor radicalidad dejando su legado en ese repertorio un poco apartado de la circulación. O en la sorpresa de su Misa en Si menor de Bach, la que registró para Mirare, una muestra del arte que se puede atesorar con el paso del tiempo. Y en su dedicación a compositores como Honegger o Frank Martin.
Pero, por encima de todo, quedarán sus versiones del Requiem de Fauré, que fue la obra en la que manifestó con mayor grandeza su talento. En dos de ellas aparecía su criatura más querida, el Ensemble Vocal de Lausanne, al que llamaba “mon enfant terrible”, que fundara hace exactamente sesenta años y con el que comparte extensa discografía, como con la Orquesta y el Coro Gulbenkian o, al final de su actividad, con Sinfonia Varsovia. Corboz amaba apasionadamente las voces, trasladaba su manera de dirigirlas a la orquesta y en la maravillosa página de Fauré aparecía todo su arte concentrado. Aquí está su primera versión del Requiem, de 1972, para Erato, con Alain Clément, Phillipe Huttenlocher, el Coro de Saint-Pierre-aux-Liens de Bulle y la Orquesta Sinfónica de Berna:
Luis Suñén