Marcelle Meyer, la pescadora de perlas

Para Marcelle Meyer, la música tenía la luz y la redondez propias de la perla. Mejor dicho: cada sonido era una perla, y todas juntas formaban un magnífico collar que era la pieza musical en su conjunto. Es más fácil entenderlo cuando uno escucha las interpretaciones pianísticas de Meyer. Su versión de la Sonata K 380 de Domenico Scarlatti, por ejemplo. Desde el comienzo, cada nota posee una luminosidad propia, un contorno perfectamente definido. Incluso en los trinos podemos separar las notas a pesar de su rápida alternancia. No obstante, a la vez que suenan como entidades autónomas, las notas también dan la impresión de estar conectadas entre ellas por unos hilos invisibles. El resultado es paradójico y fascinante. Como en un collar: cada perla es un elemento individual, pero todas juntas forman un objeto único en su género. Esto ocurría cuando tocaba Marcelle Meyer, la pescadora de perlas.
Nacida en Lille en 1897, Meyer ingresó en 1911 en el Conservatorio de París donde estudió con Marguerite Long y Alfred Cortot. En las clases de Long aprendió los secretos del jeu perlé, la característica técnica de la vieja escuela pianística francesa; en las de Cortot, su coloración poética. El jeu perlé se basa en la articulación de los dedos más que en el peso de la mano; sus principales características son la precisión y la claridad. Algunos mantienen que las raíces del jeu perlé se encuentran en la técnica de los antiguos clavecinistas franceses; no debe extrañar, pues, que Meyer fuese una gran intérprete al piano de la música de Rameau y François Couperin, cuyas piezas interpretaba con una poesía íntima y sutil, sin concesiones al romanticismo y a la sensiblería, mostrando más bien cierta propensión a una vivacidad juguetona y a una sensualidad desenfadada. Estas coordenadas estilísticas nos recuerdan la vinculación humana y artística de Meyer con el grupo francés de Los Seis.
Junto con la literatura para clave (no sólo Rameau y Couperin, sino también Scarlatti y Bach), la música del siglo XX representó la otra especialidad de Meyer. Su primer marido, el actor Pierre Bertin, la puso en contacto con los ambientes de la vanguardia. Fue la pianista preferida de Satie, tocó –y en algunos casos estrenó– piezas de Stravinsky, Falla, Milhaud, Honegger y Poulenc, entre otros. Su Debussy puede sorprender por la rapidez de ejecución (la Cathédrale engloutie le dura 5’35”), pero es posiblemente el más cercano a las intenciones del autor. Meyer estudió los Preludios con el propio compositor y sus tempi se aproximan a los que Debussy dejó grabados. Con todo, es Ravel donde la pianista expresó mejor sus cualidades. En títulos como Jeux d’eau, Sonatine o Miroirs, la nitidez y luminosidad de su toque conecta admirablemente con la precisión de las sonoridades ravelianas, dotándolas de un tono mágico e iridiscente.
Marcelle Meyer murió repentinamente en 1958 de un ataque al corazón mientras tocaba el piano en casa de su hermana. Desde entonces, su nombre cayó en el olvido, al menos fuera de Francia. Pero como todo es cíclico, en las dos últimas décadas la pianista ha vuelto a estar de actualidad gracias a las reediciones de sus discos y debido también a la reivindicación que de su figura han hecho pianistas de las siguientes generaciones como Alexandre Tharaud: “Un piano sólido, robusto, puesto al servicio de un canto de constante fluidez… Para mí, es la más grande mujer pianista en la historia del instrumento.”