Manuscrito encontrado en la butaca de un teatro
Soy un jubilado y, como los náufragos, dispongo de tiempo libre. Fui al teatro con gran antelación, y en un punto ciego del asiento, tras una torsión casual, encontré un manuscrito con el siguiente texto:
“Verdi fue un compositor nacido en Rocola, como a comienzos del XIX. Era hombre de humilde condición y formación musical escasa, salvo en rollitos polifónicos, a los que volvió al final de su vida. Tras su primer éxito teatral, el copioso Nabuko, su nombre corrió como un reguero de pólvora por Italia. Luego laboró de firme, durante la época de galeradas; él, que no tenía tiempo en ella ni de pararse a corregir lo escrito. También compuso otras cuatro óperas: Rigotello, La perdida y una populachera con yunques. Y luego Falstaff no; la siguiente.
Pero su obra más creativa es La forza del desatino, una encrucijada de absurdos desde el minuto uno. Qué personajes, chaches. El más valorado es la mezzo Preciosilla, que como su nombre indica la jatorra es un pivón. Su mejor número es un coro sobre milicos que se zurran. Está también la tiple Leonor, hija del marqués de Calatrava, que canta mucho pero apenas se la oye. Va de mística, y pasa de un susurro de incógnito a un piano, y del p se trasladada al pp. Es popular el quiebro que hace en una aria final. Disparando la voz en arco pide paz para los dos antagonistas, para acabar gritando ella misma la aria.
Aunque español, Álvaro es un tipo retinto, de pocas luces y mirada asustadiza, al que la Leonor le pone. La obra empieza como un dulce epitalamio, hasta que a Álvaro se le dispara un trabuco y funde en negro al marqués de Calatrava, que le maldice antes del apagón; en una repisa cercana expira el último grano de un peluco de arena. Ni que decir tiene que para cantar esto y lo que luego vaya pillando de Verdi, se requiere un cantante espectacular, impactante, un tenor estrella.
También brillan los secundarios: Curra, que no trabaja casi nada, y Trabuco, que farfulla entre tambores. O Melitón, que se trabuca hablando en una sección de ventas. Álvaro salva a Carlos, ante quien mató a Calatrava. Amistan, y para animarlo le autoayuda: ‘Anímate Carlos —le dice—, sé positivo, busca tu niño interior’. Sí, como que te crees que don Carlos es bobo. De tapadillo ha visto un pliego y la imagen de ella. El noble entiende que el otro ha hecho trampas en el solitario y se le encienden las alarmas. Joder, piensa, este moraco ha traspasado todas las líneas rojas; el pecho se le inflama, desatando borrasca, y su más interna voz, como en obra de Arrieta, susúrrale junto al zarcillo que moldea su oído: Matar, matar. Y ojo con la hermana o por infame la mato.
Álvaro, viendo el careto con que se gira el otro, se lleva la mano a la frente perlada de sudor y decide poner tierra por medio, no apalancarse. Bajo un cielo tachonado de estrellas, ambos desaparecen al venir la soldadesca. Sigue la típica historia rollo conventos. Aparece el Fraile Guardián, bajo sólido con la caja torácica como un armario ropero de tres cuerpos, y bajo el hábito dos firmes pinreles, rematados con unas cachondas teñidas por la tierra caliza del claustro. Sin un plan B, Álvaro quiere hacer votos, acogerse en sagrado sí o sí.
Pero Carlos merodea ya por los santos lugares. Con agitación creciente, pega la oreja al suelo, para oír si hay indios cerca. Cuando ve a un fraile tan alto, rondando con cara de mosqueo, ello le dice que no está lejos del convento. Aunque padece horror claustral, trata de franquear la puerta, pero le detiene la zancada de una cachonda que tranca con premura el portón. El fraile ruge con voz tonante:
-Oye, tío, aquí no puedes entrar con un sable y una pipa.
-No me venga con esas movidas, padre. Busco a un indiano perteneciente a una raza de cobardes.
Y el páter: De eso nada, monada. Aquí lo que hay es un caballero español que llegó hace menos de un cuarto de hora, y se ha transformado totalmente. Es un caso de superación personal.
Carlos, nervioso de pitillo y hasta de toba, grita una obviedad: ‘En cuanto le vea, va a ver’.
El páter, dubitativo, le comunica que está orando.
-Dígale que quiero decirle algo que no le gustará.
-Eso se dice antes —exclama el prior, y se lava las manos con gel hidroalcohólico—, ahora mismo se lo traigo arrastras. Aunque no carece de fides lo doy por amortizado.
La tensión del oyente es insostenible, propia de un momento único e irrepetible. Hasta las moscas molonas se han vuelto melómanas. Mi hechizo se rompe al sentir el codo de un vecino cabeceando; cuando ve marchar al padre guardián susurra: el abate Prévost; pernocta de nuevo.
-Aquí está, y que ustedes se entiendan. M’accingo a meditar.
Movido por un extraño resorte, don Carlos se lanza a la yugular de Álvaro apenas entra en el campo de su retina:
-Eres un entintao, mulato.
-Y tú te pasas un pelo, ¿eh? Lo que dices es políticamente incorrecto y no sé cómo no te se cae la cara de vergüenza. Lo tuyo es para hacérselo mirar.
-Te la estás buscando, indio, te la estás buscando —dice Carlos, engalládose—. Que te meto una puñalá trapera en el bajo vientre, tronco, que ahora mismo paso pero que mucho del arte de la esgríííma.
Álvaro, antes paciente como un burro aceitero, desenfunda de súbito un sable militar, al grito de Evviva la guerra. También Carlos, al ver el brando, grita desencajado: Finalmeeenteee! Pero al prolongar tanto el calderón, comete el error fatal del inmovilismo y el otro lo ensarta como a un pincho moruno de taberna, dejándolo malherido. Con la que está cayendo, el grito atrae a la sorella quien, desplazándose al compás de dos piernas interminables, se persona en el lugar de autos. Carlos, impotente ante su sino, aún tiene tiempo de enviarla al otro barrio con la espada bermeja, si bien no hay que olvidar que están en una ópera, donde la gente se muere en el acto y en todos los actos. Y siempre que alguien dice adiós al mundo mundial hay división de opiniones.
-Muerta —dice un espectador—.
-Desengáñese, don Bonis, subida al Cielo.
Ni lo uno ni lo otro, pues la tiple ya se está levantando junto a sus compañeros, para recibir la ovación cerrada que sella un éxito sin precedentes, una obra que te llega y funciona en taquilla. En medio de grandes aplausos, mi vecino se incorpora malhumorado, para decir entre dientes:
-Coño, primero me despierta la Manon y después los manazas”.
Joaquín Martín de Sagarmínaga
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