MADRID / Znaider y Lugansky con la Nacional: ‘con fuoco’
Madrid. Auditorio Nacional (Sala sinfónica). 25-III-2022. Nikolai Lugansky, piano. Orquesta Nacional de España. Director: Nikolaj Szeps-Znaider. Obras de Holmès, Chopin y Berlioz.
El decimosexto concierto sinfónico de la temporada de la Nacional traía un programa que no por convencional carecía de atractivo, con la gota de interés en la obra de la francesa Augusta Holmès (1847-1903) titulada La nuit et l’amour (La noche y el amor). Como señala José Luis García del Busto en sus notas al programa, este breve interludio orquestal figura insertado en una obra más ambiciosa de su autora, la oda-sinfonía para recitador, coro y orquesta titulada Ludus pro patria. El interludio orquestal que ayer escuchamos, que podría haber firmado perfectamente Massenet, y que está admirablemente escrito, es de una gran belleza y nos gana inmediatamente con el hermoso canto de los violonchelos. Página encantadora en el notable aliento romántico de su elegante dibujo melódico, que sin duda merecería ser más frecuentada.
Los dos conciertos de Chopin son fruto del compositor veinteañero, que apenas se asoma a la edad adulta. Como en el caso de Beethoven, el Concierto nº 1 op. 11 es, en realidad, el segundo en el orden de composición, pero fue el primero en publicarse y de ahí su ordinal. Escritura luminosa, elegante, refinada y encantadora de la parte solista, con una inteligente mezcla de lirismo y genuina pasión romántica. La concepción de la pieza concertante que tenía Chopin se aleja, y mucho, de la solidez sinfónica de otras, por ejemplo las de Brahms. La parte orquestal es, por decirlo suavemente, más que discreta, aunque la imaginación y libertad interpretativa de algún artista (Krystian Zimerman a la cabeza) logró en su momento (su segunda grabación de estas obras con aquella orquesta de circunstancias llamada “Orquesta del Festival Polaco”) sacar petróleo de donde no lo había.
La Sinfonía fantástica de Berlioz es, probablemente, el primer ejemplo de fusión, o de evolución, de la sinfonía como la conocíamos en Beethoven o Brahms hacia lo que terminaría siendo el poema sinfónico. Obra construida con un enorme ingenio sobre esa “idea fija” que comenta García del Busto en las notas al programa de mano, orquestada de manera tan imaginativa como magistral. Una lectura de la partitura del director, inundada de prolijas y puntillistas indicaciones para el maestro, evidencia hasta qué punto Berlioz fue probablemente el más genuino director de la era moderna (considerando como tal lo que viene desde el romanticismo para acá, que es cuando la figura del director empieza a despuntar como algo “diferenciado”), además de avisar a quien ocupa el podio de los múltiples puntos en que el encaje resulta más que complicado. Lo que es en todo caso evidente es que se trata de una página llena de vibración, tensión, colorido, intensidad y grandes contrastes. Obra difícil en cuanto al encaje ejecutor, pero muy agradecida en cuanto a su resultado. En manos de una orquesta competente y una batuta solvente, es raro que la Fantástica de Berlioz no despierte entusiasmo.
El solista para la ocasión chopiniana era alguien de absoluta garantía: el ruso Nikolai Lugansky (Moscú, 1972). Discípulo, entre otros, de Nikolayeva, que tiene a Chopin (junto a Rachmaninov) como su compositor preferido, es un pianista de una enorme solidez técnica y musical. El mecanismo es tan preciso como fácil, origen de una articulación nítida y de una sonoridad espléndida, ancha en la dinámica, sabiamente graduada. El pedal es manejado con general acierto, y el concepto musical resulta coherente, generador de un discurso musical consistente y fluido. Su Chopin tuvo la deseable energía desde el comienzo, pero luego un elegante, refinado, muy expresivo y matizado canto. Lució, con valiosa colaboración de Znaider, envidiable intensidad en el apasionado clímax del primer tiempo, pero también un exquisito sentido lírico en su dibujo de la hermosa Romanza (donde brilló un encantador diálogo con el fagot, Enrique Abargues). Planteó con chispa y gracia el Rondó final, sin asomo de monotonía en la repetición del estribillo, y con un trepidante tramo final. El éxito fue, como no podía ser menos, muy grande, con Lugansky repetidamente ovacionado también por la propia orquesta.
El regalo llegó, como tampoco podía ser menos, con más Chopin: el Vals en Do sostenido menor op. 64 nº 2. Lugansky reiteró todas las virtudes ya enunciadas, aunque esta vez dejó volar el rubato con más libertad, y en el pasaje en el que Chopin prescribe più mosso llevó tal vez la indicación a cierto exceso de velocidad que, junto a un pedal algo largo, mermaron algo la claridad del discurso. Quien esto firma no pudo evitar el recuerdo a la refinada, exquisita elegancia y equilibrio de Rubinstein en esta página. La última aparición de dicho pasaje si fue, en cambio, delineada y culminada con una delicadeza excepcional.
Volvía al podio de la Nacional (lo hizo por primera vez en 2013) el director-violinista danés de origen polaco-judío Nikolaj Szeps-Znaider (Copenhague, 1975), al que vimos más recientemente (2018) al frente de la Sinfónica de Londres, en la temporada de Ibermúsica. El espigado director, actual titular de la Orquesta Nacional de Lyon, ha dirigido como invitado formaciones de primera fila, entre ellas la mencionada Sinfónica londinense, con la que mantiene una fluida relación. Complace decir, inmediatamente, que en los cuatro años que hace desde que quien esto firma le vio por última vez en el podio, Znaider ha evolucionado mucho y bien. Vimos un maestro de gesto claro y suelto, mucho menos convencional y encorsetado que entonces, con ideas musicales buenas y claras, y con una estupenda capacidad para transmitirlas.
Tuvo envidiable sabor romántico y bonita expresividad la obra de Holmès, más allá de que algún detalle (el pp prescrito para la madera en el inicio, por ejemplo) pudiera haber tenido más sutil traducción. La cuerda cantó con belleza y elegancia, y la sección de chelos, presidida ayer por Joaquín Fernández, lució una sonoridad exquisita.
Comenté antes que el acompañamiento orquestal de los conciertos de Chopin no constituye, por decirlo finamente, lo mejor del polaco, y es necesario tomar mucha, pero mucha libertad (lo que hizo Zimerman) para que aquello se transforme en algo que transmita enjundia. No llegó Znaider a tales extremos, pero su acompañamiento fue atento y preciso, extrajo todo el partido posible al asunto y transmitió la necesaria vibración, que fusionó bien con la que también llegaba desde el teclado. Respondió con precisión la Nacional, pese a la patente pifia en la trompa al final de la larga introducción orquestal del primer tiempo.
La Fantástica de Berlioz, por su parte, tuvo todo lo que debe tener una interpretación plausible de esta partitura: intensidad, contraste, misterio, sabor tenebroso, tensión, lirismo, nostalgia, elegancia, fuerza y hasta enloquecido frenesí en el movimiento final. Para entendernos: una interpretación de esta obra en la que no pase nada, no es una interpretación. Será en todo caso una lectura y resultará tediosa. Znaider es, afortunadamente, lo contrario.
De esta forma, la preciosa obra del francés nos llegó ayer en todo su esplendor. Lució misterio el inicio y se resolvió con acierto el complicado encaje del pasaje indicado por Berlioz plus vite, justo donde Berlioz empieza su manual de instrucciones para el director con una indicación que ya atemoriza: “Los once compases siguientes son de una extrema dificultad…”. Bien planteada la transición al allegro agitato, y magníficamente construido el clímax, con una cuerda bien empastada y de empaque y sonoridad envidiables, muy bien presidida ayer desde los primeros atriles por el concertino ocasional, Luis María Suárez, pero especialmente desde el resto de la familia, con Alejandra Navarro (violines segundos), el ya mencionado Joaquín Fernández (violonchelos), Alicia Salas (violas) y Rodrigo Moro (contrabajos).
Brilló también la cuerda en el Vals, que tal vez hubiera admitido algo más de rubato por parte de Znaider, pero que tuvo en todo caso el nervio que sin duda subyace en la música. Espléndidos los solistas de oboe (Víctor Ánchel) y flauta (Álvaro Octavio), en este movimiento y en todo el concierto. Dibujada con tempo muy calmado, con exquisito sentido poético, la Escena en los campos nos ganó desde el precioso diálogo entre el estupendo corno inglés, José María Ferrero, siempre una garantía, y el mencionado Ánchel al oboe desde fuera de escena. Brillante también el canto de los chelos y sensacional la contribución del clarinete Enrique Pérez Piquer. Bien cuadrada y matizada la tenebrosa contribución de la percusión en el final del movimiento.
La Marcha al suplicio tuvo toda la brillantez y colorido esperables, con espectaculares contribuciones de metal y percusión, pese a algún ataque no del todo ajustado en las trompas. Lució aquí también un precioso colorido y envidiable empaste todo el grupo de fagots. El quinto y último tiempo, en fin, llegó con todo lo que uno espera de la singular y enfebrecida escritura berlioziana: una borrachera de sensaciones donde lo siniestro, lo lúgubre, el desmelenado arrebato, se funden para llevarnos finalmente a una atmósfera de enloquecida exaltación. Admirable de nuevo la respuesta orquestal, que evidencia, una vez más, que la Nacional se encuentra en un momento dulce, con un rendimiento que no tiene nada que envidiar (si acaso más bien al contrario, más de una formación le mira la matrícula desde atrás) a muchas orquestas europeas.
El público, que llenaba la sala, acogió con calor la sobresaliente interpretación de Znaider, ovacionado con entusiasmo por los propios músicos, hasta que el danés, con un simpático gesto de “me voy a dormir” decidió dar por concluidas las ovaciones. Estupendo, intenso y vibrante concierto. Con fuoco, en resumen.
Rafael Ortega Basagoiti