MADRID / Yuja Wang y Santtu-Matias Rouvali, dos jóvenes brillantes
Madrid. Auditorio Nacional (Sala sinfónica). 12-XII-2022. Philharmonia Orchestra. Director: Santtu-Matias Rouvali. Yuja Wang, piano. Obras de Rachmaninov y Chaikovski.
Apenas ocho meses tras su visita previa, en la temporada anterior, volvió la Philharmonia al ciclo de Ibermúsica, con su titular, el finlandés Santtu-Matias Rouvali (Lahti, 1985), al frente, y con la participación de la mediática, pero también controvertida, pianista china Yuja Wang (Pekín, 1987), dos jóvenes y ya consolidados y brillantes artistas. En la habitual presentación del concierto, supimos que, como consecuencia del temporal que asola estos días el Reino Unido, los músicos habían llegado a Madrid tras un viaje accidentado, salpicado de largas horas de retraso y distribuidos en distintos aviones. Llegaron, al fin, pero algunos incluso sin el equipaje, por lo que alguno tuvo que salir al escenario con indumentaria informal. Que todos los problemas sean como ese. El problema principal, salvado de forma excelente, era sin duda el cansancio.
El programa unía dos obras bien conocidas de Chaikovski, la hermosa obertura-fantasía Romeo y Julieta y una de sus más populares sinfonías, la Cuarta. Entre las dos, el Primer concierto para piano de Rachmaninov, fruto de su adolescencia (1891) pero revisado (versión que se escuchó anoche) rebasada la cuarentena (1917). Pese a la profundidad de esta revisión, que incluye un notable aligeramiento de las texturas orquestales y también de la escritura pianística, la partitura no termina de escapar a la dominación de un virtuosismo que es evidente desde la explosión de acordes apenas unos compases después de la fanfarria inicial. Es, en este sentido, muy evidente la distancia grande que separa a este primer concierto de las obras más enjundiosas del ciclo, Segundo y Tercero, los logros más conseguidos del compositor en el género.
Yuja Wang es pianista cuyo virtuosismo asombra, porque se basa en unos dedos de agilidad tan felina como precisa. En otras ocasiones la hemos escuchado a velocidades vertiginosas, casi imposibles para que el discurso, pese a tan extraordinaria precisión, llegue con la necesaria claridad. Lo que escuchamos anoche pareció, de una parte, la confirmación de sus virtudes y la positiva evolución de algunos aspectos, y de la otra, también la evidencia de alguna limitación.
La china se encuentra, cómo no, a gusto en las aguas de la pirotecnia pianística en las que en tanta medida se mueve ese concierto. Su despliegue a lo largo y ancho del concierto, y muy especialmente en la espectacular cadencia del primer tiempo y también en el arrollador final del tercero, fue realmente extraordinario. Los tempi fueron vivos, incluso más que los de Trifonov, que dista de ir despacio. Apreciamos una evolución positiva en la calidad y fluidez del canto, ahora mejor respirado, y la claridad de la voz intermedia, adecuadamente expuesta, pero sin interferir con el discurso principal. Encomiable igualmente la calidad del toque leggiero empleado cuando se requería.
En el lado menos positivo pareció, algo que también hemos apreciado en alguna ocasión previa, que el sonido se antoja de limitada proyección pese a poseer una presencia inicial considerable. Dio también la sensación de que el entendimiento con el podio no siempre fue preciso. Rachmaninov abunda, como es bien sabido, en las inflexiones de tempo, y Wang las aplica incluso con expandida generosidad. Las presentes en el primer tiempo no siempre quedaron cuadradas con la orquesta, aunque la afirmación ha de tomarse con pinzas por la más que presumible cortedad de ensayos, el mal de nuestros días en los conciertos con solista. En cambio, el final del concierto, tocado por solista y orquesta con envidiable vitalidad y energía, tuvo una trepidación muy especial y sonó notablemente encajado.
El éxito de Wang fue considerable, como cabía esperar tras el brillantísimo despliegue. Se esperaba la propina (había incluso un iPad con su pedal bluetooth en el piano, que no había sido utilizado), pero esta no se produjo. Supimos luego que ante el cansancio del accidentado viaje, solista y orquesta habían decidido no dar propinas e intentar conservar energías para el resto de la gira. Decisión, desde luego, muy comprensible.
Antes del concierto de Rachmaninov, Rouvali había ofrecido una versión impecable, quizá un punto contenida en los momentos de mayor desgarro dramático, de Romeo y Julieta, con algún hermoso detalle de rubato y con un final brillante, pero al que quizá le faltó voltaje. Tras el descanso, aguardaba la Cuarta, una de las obras más dramáticas, intensas y conseguidas del ciclo sinfónico del compositor ruso.
Rouvali evidenció, una vez más, que es un director de enorme solidez técnica y de una notable personalidad artística. El gesto es siempre diáfano, preciso, justo y, en fin, lo que las orquestas disfrutan más (y más aún cuando los ensayos no abundan): un mando preciso, claro, sin alegrías teatrales innecesarias y con solidez musical. El joven finlandés construyó con esa solidez el edificio dramático de esta obra redonda, desde el enérgico comienzo hasta las inflexiones de tempo (esos largos pasajes de poco a poco stringendo) o los prolongados crescendi, siempre admirablemente logrados.
No fue el suyo un Chaikovski crispado, extremo o exagerado, ni que convierta lo dramático en melodramático o lo lírico en edulcorado. Por eso mismo, puede haber quien eche de menos algo más de furibundo arrebato en la coda (excelente) del primer tiempo o algo más de ligereza en el più mosso del segundo. Pero será difícil que no se aprecie el poético canto de este movimiento, dibujado de forma extraordinaria (en el que brillaron varios solistas de madera, muy especialmente el oboe, como el fagot lo había hecho en el primero), o la notable ligereza en la agilidad del tercero, con un pizzicato finamente delineado, y en el que solo cabe apuntar que la solista de flautín hubiera podido sonar con algo más de precisión y menos estridencia.
Brillante, vivo y preciso el Allegro con fuoco final, en el que Rouvali moldeó con tino la reaparición de la dramática fanfarria del principio de la obra. Había presentado antes de manera exquisita el canto del motivo secundario, la canción folclórica rusa En el campo había un abedul. Sí se dio aquí el adecuado y festivo arrebato final. La orquesta británica demostró, como su director y también la solista, una profesionalidad intachable para ofrecer una prestación notable en unas circunstancias que, sin duda, eran poco deseables. Brilló sobre todo la madera, con una cuerda cálida y empastada, a la que quizá podría pedirse más corporeidad, y unos metales rotundos y de brillante sonoridad, con apenas algún roce esporádico en los trompas.
Concierto muy disfrutable, en fin, con cálido reconocimiento del público, que quedó no obstante recortado en el tiempo por la necesidad, bien comprensible, del descanso tras tan accidentado viaje.
Rafael Ortega Basagoiti
[Foto: Rafa Martín]