MADRID / Volvió el ‘Requiem’ de Verdi a Ibermúsica
Madrid. Auditorio Nacional (Sala sinfónica). 9-XI-2022. Verdi: Messa da Requiem. Carmela Remigio, soprano; Anna Bonitatibus, mezzosoprano; Valentino Buzza, tenor; Fabrizio Beggi, bajo. Orquesta y Coro Sinfónico de Milán. Director: Claus Peter Flor.
Volvía la grandiosa Misa de Requiem de Giuseppe Verdi a Ibermúsica. No ha sido la colosal partitura del de Busseto una visitante asidua en este ciclo: apenas cinco interpretaciones desde 1986, con dos de ellas concentradas hace justo ahora veintiún años, cuando en dos sesiones (8 y 9 de noviembre de 1991) la puso en los atriles uno de sus más celebrados intérpretes, Carlo Maria Giulini, con los mismos conjuntos (Coro y Orquesta Philharmonia de Londres) con los que la había llevado, bastantes años antes, al disco, en un registro (EMI, hoy Warner) que continúa siendo referencia.
De los muchos detalles comentados por Eva Sandoval en las notas al programa, escritas con su proverbial pertinencia y precisión, tres resultan especialmente destacables para entender dónde nos encontramos. El primero es el alejamiento del compositor de cualquier religiosidad —no confundir, como oportunamente puntualiza Sandoval, con espiritualidad—. Este aspecto, junto a las prontas desgracias sufridas en carne propia, pueden muy bien estar en la base de un tratamiento sumamente dramático de la muerte y lo que le rodea. Tratamiento que es patente en el apocalíptico dibujo del motivo principal del Dies irae, que reaparece a lo largo de la obra de manera reiterada, y que se sitúa en las antípodas de un acercamiento más esperanzado, de más paz, como el presentado por la misa de difuntos de Fauré (donde el día de la ira está ausente) o, en otro sentido, el singular Requiem de Brahms.
El segundo detalle, que deriva en buena medida del primero, es eso que Sandoval refiere, citando a Von Bülow, como “la última ópera con ropaje eclesiástico”. Muchos han dicho, no sin razón, que el Requiem es la mejor ópera de Verdi. De ello se deriva otra cosa: hace falta una dirección musical que exprima hasta sus últimas consecuencias los extremos dramáticos de Verdi, desde los escalofriantes pianissimi del principio y final de la obra hasta la apabullante trepidación del mencionado Dies irae.
Menciona, por último, Sandoval el tercer detalle, también en buena medida conectado con el segundo. Verdi no hace concesiones. La partitura de los solistas es extremadamente comprometida y exigente. Un cuarteto vocal que no alcance la excelencia está condenado a priori por una partitura que no admite carencias.
Casualmente, en una de las presencias de esta obra hace años, en este mismo ciclo, tuvimos un ejemplo de hasta qué punto esta limitación en el elenco solista puede lastrar una interpretación: la interpretación arriba mencionada de Giulini fue maravillosa desde el punto de vista orquestal y coral, pero hizo aguas por la parte solista, y ese lastre no lo pudo salvar el portento que había en el podio.
Lo que escuchamos en la tarde de ayer en el Auditorio Nacional fue una interpretación que en los mejores momentos alcanzó una gris corrección, y en los menos afortunados, un nivel menos que suficiente. La Orquesta Sinfónica de Milán pareció una formación estimable, capaz pero no excepcional, con empaste suficiente y ninguna sección deslumbrante. La cosa comenzó muy bien, con un pianissimo muy bien dibujado por la cuerda grave. Más tarde, algunos detalles (exceso de contundencia en el bombo, incluso cuando la partitura marcaba piano, o en los trombones, que taparon buena parte del dibujo de otros instrumentos de metal en el Dies irae) y la no excesiva finura directorial, fueron diluyendo la prestación hasta dejarla en lo simplemente aceptable, también con mejorable empaste en algún pasaje comprometido (la fanfarria inicial del Tuba mirum, a la que le sobró borrosidad y le faltó tensión).
El coro de la misma formación, por su parte, evidenció igualmente una cohesión en general plausible, aunque en algún pianissimo susurrado la cercanía al habla más que al canto pudo parecer excesiva (tal ocurrió en algún momento del Tuba mirum). Salvó la complicada fuga del Sanctus con plausible solvencia, pero en otros muchos momentos, muy especialmente en los culminantes del Dies irae, no terminó de conseguir la redondez que recordamos de otras grandes formaciones corales (el de la Philharmonia se viene inmediatamente a la cabeza).
Claus Peter Flor es un maestro competente pero no especialmente inspirador. Sin batuta, el gesto es claro, pero su concepto parece muchas veces un tanto tosco (algunos de los excesos mencionados podrían haber sido limados desde el podio) y su lectura no terminó de alcanzar la temperatura dramática que una partitura como esta sin duda encierra. Nada, quizá, fuera de su sitio, pero tampoco de sutileza expresiva, de inspiración dramática, de esa intensa carga emotiva que, más allá de los momentos de más adrenalina, contienen tantos pasajes de la obra.
No le ayudó, sin duda —como ya le pasó a Giulini en su momento—, un cuarteto vocal cuyas capacidades quedaban lejos de poder cumplir las temibles exigencias verdianas. La mejor, con diferencia, fue la mezzosoprano Bonitatibus, una voz suficiente y bien timbrada, con un vibrato un punto eléctrico, pero capaz de matizar con gusto y de plantear una línea de canto muy expresiva. Suyos fueron, sin duda, los mejores momentos de la velada, desde el Liber scriptus al Lacrimosa, pasando por el Recordare.
Los tres restantes resultaron abiertamente decepcionantes. El tenor Buzza quizá fue el mejor, por una línea de canto de buena intención expresiva más que por una voz especialmente hermosa, aderezada con un vibrato un tanto temblón y pareciendo algo forzado en su ascenso al La agudo. Aceptables, sin más, sus prestaciones en el Ingemisco y el Hostias. El bajo Beggi apuntó en principio (Mors stupebit) buenas maneras, con una voz que, sin especial belleza en el timbre, mostraba volumen y presencia suficientes, así como una intención expresiva plausible. Por desgracia, tuvo después esporádicos pero apreciables problemas de entonación (así en el Confuntatis) que desdibujaron su prestación.
Pero si hay algún solista vocal que en esta obra ha de alcanzar el sobresaliente, esa es la soprano. Para ella dibuja Verdi una partitura inclemente, que demanda hasta el Do sobreagudo y, por si fuera poco, la somete a matices extremos (el pppp sobre el Si bemol agudo en el final del Requiem aeternam, justo antes del retorno final del Libera me, es un buen ejemplo). Mucho me temo que Carmela Remigio no pudo cumplir tan temibles exigencias. La voz se mueve aceptablemente en el registro medio, pero se fuerza en el extremo agudo sin posibilidad alguna de apianar y, de hecho, rozando en más de un momento la estridencia. Los problemas para cumplir las reiteradas demandas verdianas de ppp por parte de Remigio asomaron en el Kyrie inicial y se reiteraron posteriormente (Rex tremendae, Recordare, Agnus y, sobre todo, el esencial Libera me, que perdió buena parte de su estremecedora angustia por esa incapacidad de respetar el matiz escrito).
Sintomático, para obra tan querida del público y agradecida, que la acogida del público tras finalizar la interpretación distara del entusiasmo y la calidez de otras grandes veladas de este ciclo. En esta ocasión, el Requiem verdiano, una composición colosal, que volvía en buena hora al ciclo de Ibermúsica, se quedó en, cuando a resultados, en la zona gris.
Rafael Ortega Basagoiti