MADRID / Voces y piano de la mejor ley para la Zarzuela
Madrid, Teatro de la Zarzuela. 26-V-2024 Una noche de Zarzuela. Sara Blanch, soprano. Ismael Jordi, tenor. Rubén Fernández Aguirre, piano. Obras de Turina, Montsalvatge, Delibes, Massenet, Sorozábal, Guridi, Fernández Caballero, Luna y Penella.
Noche feliz y brillante en torno a la zarzuela y la canción española la que ha ofrecido el Teatro de la Zarzuela entre las representaciones de La verbena de la Paloma y las inmediatas de Doña Francisquita. Y todo gracias a tres espléndidos artistas que se divirtieron tanto interpretando como el público escuchando. Ismael Jordi es artista de la casa y un valor de confianza. Poseedor de una de las técnicas más sólidas e impecables del panorama actual, heredada de sus maestros Alfredo Kraus, Teresa Berganza y Manuel Cid (presente en la sala), hace que su voz sea capaz de infinitas inflexiones. La voz está en la máscara, perfectamente proyectada, sin resabios de gola ni nasales; al contrario, el sonido sale brillante, potente y en dirección al público, con calor y color. En las cinco canciones de Turina con las que abrió el recital dio soberbias muestras del uso de los reguladores, del papel expresivo de los acentos y de su control de la emisión en el resbaladizo terreno de la media voz y de la voz mixta. Con tales herramientas técnicas puede sorprendernos con la gama de colores con la que pinta los textos, siempre comprensibles dada la claridad de su articulación. En “Anhelos” o en “Saeta en forma de salve” no forzó nunca el fraseo aflamencado, si bien sus ayeos y melismas fueron de la mejor raíz jonda. La delicadeza de su fraseo le permitió firmar momentos de impacto expresivo en “Yo no sé qué veo en Ana Mari” y en “Paxarín tú que vuelas”, con inflexiones y reguladores perfectos. Y la pasión de su manera de decir la música emergió en el famoso dúo del pasodoble de El gato montés. Ya en los generosos bises volvió a provocar la emoción en “Adiós Granada” y en “Violetas imperiales”.
La segunda triunfadora fue una Sara Blanch todo desparpajo y gracia en su expresividad y ahí queda para el recuerdo su divertido y perfectamente cantado, con elegancia y slancio, vals de la borrachera de Chateau Margaux. Con su timbradísima voz de lírico-ligera, de sólido centro sin perder por ello soltura en los agudos y sobreagudos, dio lecciones de agilidad y virtuosismo en la “Sevillana” de Massenet o “En un país de fábula”. Allí afloraron escalas descendentes, picados, trinos y vocalizaciones de afinación perfecta. Pero también supo imprimir elegancia y morbidez a su fraseo en las Canciones negras de Monsalvatge, en las que hubo (“Canción de cuna para dormir a un negrito”) momentos de canto íntimo y recogido de gran belleza.
No hay dos sin tres: Rubén Fernández Aguirre fue mucho más que un acompañante. Intenta siempre volcar sobre el teclado referencias a los originales orquestales mediante el uso del color, con una impecable técnica de pedal y una pulsación llena de gradaciones y recursos. Combinada con un eficaz uso del rubato y con la flexibilidad de los tempos, su interpretación se hizo coprotagonista del concierto.
Andrés Moreno Mengíbar
(fotos: Elena del Real)