MADRID / Una magnífica Filarmónica de Viena abre la temporada de Ibermúsica
Madrid. Auditorio Nacional. 1-X-2024. Ibermúsica 24-25. Orquesta Filarmónica de Viena. Director: Daniele Gatti. Stravinsky: Apollon Musagète. Shostakovich: Sinfonía nº 10.
Que la Orquesta Filarmónica de Viena es una formación de categoría más allá de lo excepcional es algo que, parafraseando al añorado José Luis Pérez de Arteaga, saben hasta los guardianes de los remotos parques naturales de la lejana Australia. Larga e ilustre es su tradición, desde que Otto Nicolai dirigiera su concierto fundacional en marzo de 1842, y larga y francamente difícil de igualar la nómina de ilustres directores y compositores que han pasado por su podio, incluyendo a Brahms, Bruckner, Mahler o Richard Strauss. No puede uno extrañarse de que la altísima exigencia que conlleva estar en esa orquesta de como resultado un sonido de una calidad simplemente excepcional.
Ni es, por tanto, ninguna sorpresa que cada visita de la formación vienesa despierte la mayor y bien justificada expectación, por mucho que, a lo largo de su historia en nuestro país, haya habido algún fiasco tan sonado (el famoso y abroncado Bolero de Ravel en Madrid bajo la batuta de Lorin Maazel, en enero de 1998) como aislado, porque en las visitas de la Wiener a España se cuentan por grandes éxitos frente a ese solitario, aunque evidente, lunar. No la veíamos por estos lares madrileños desde 2016, aunque en Granada han podido disfrutar recientemente de su presencia, este mismo verano.
La visita que ha iniciado la presente temporada de Ibermúsica es, a la vez, la primera etapa de una gira que, con el mismo programa, llevará a la orquesta vienesa a Zaragoza, Barcelona, París y Saarbrücken en los próximos días, y se produce justo después de que, también con ese programa, la formación abriera su temporada de abono en Viena el domingo 29 de septiembre. El director responsable de todos estos conciertos es el milanés Daniele Gatti (1961), que por cierto volverá en el cierre del ciclo de Ibermúsica, en esa ocasión al frente de la Staatskapelle de Dresde (cuya titularidad estrenó recientemente, relevando a Christian Thielemann) para ofrecer el ciclo íntegro de las Sinfonías de Schumann. La última presencia de Gatti en el ciclo de Ibermúsica fue, justamente, con la misma Filarmónica de Viena, pero hace ya la friolera de 12 años.
En el programa, dos partituras rusas, de Stravinsky y Shostakovich, en lo que parecen días intensos dedicados a la música de ese país, porque la Nacional pone en sus atriles el monumental Iván El Terrible de Prokofiev, este fin de semana, y el siempre fascinante Currentzis rinde otro recuerdo a Shostakovich, con su Quinta Sinfonía, el próximo martes.
Compuesto en la segunda mitad de 1927, este Apollon Musagète de Stravinsky es un ballet breve sobre una trama basada en Apolo, líder de las musas, y en tres de ellas: Calíope (poesía), Polimnia (mímica) y Terpsícore (danza). Pieza que abunda en el estilo neoclásico cultivado por Stravinsky en aquella época, y en ese sentido heredera de la anterior pieza del mismo autor, Pulcinella. Este Apolo está escrito para una plantilla de 34 instrumentistas de cuerda (8/8/6/8/4) y su música que se desarrolla en un clima muy uniforme (uno siente cierta malévola tentación de decir que incluso demasiado uniforme) de tierno lirismo que apenas se agita algo en la animada Variación de Polimnia, y tiene una gracilidad no exenta de encanto en la dedicada a Terpsícore. Música, pues, que transmite una tranquila ensoñación pero que no despierta el vibrante entusiasmo de los mejores ballets del compositor ruso, ni presenta la riqueza instrumental y de contrastes de la mencionada Pulcinella.
Bastante más frecuentada es la sinfonía que pudo escucharse de Dmitri Shostakovich, de quien iniciamos así lo que será un recuerdo continuado que culminará cuando en agosto de 2025 se cumplan cincuenta años de su muerte. Hablamos de la que quizá es una de sus más icónicas partituras del ciclo, la Décima, escuchada por última vez en Ibermúsica hace 5 años, entonces de la mano de Vladimir Ashkenazy. Sobre los múltiples dimes y diretes de las sinfonías de Shostakovich se han escrito ríos de tinta, y los que quedan. El gremio de los musicólogos se ha puesto casi unánimemente de parte de las tesis de su colega Laurel Fay denunciando la falsedad del famoso libro de Volkov, Testimonio y, por ende, de todo lo que en él se contiene. Curiosamente, prescindiendo de todas (y son bastantes) las declaraciones de figuras muy relevantes y cercanas al compositor, desde Rostropovich a Richter pasando por Sanderling o Jansons y unos cuantos más, que apuntan a que esta sinfonía contiene, en efecto, una dura declaración contra Stalin, fallecido unos meses antes del estreno de la obra. El que suscribe, desde luego, considera que la música de Shostakovich puede ser comprendida en plenitud solo teniendo en cuenta las singulares circunstancias que rodearon su génesis y la propia vida del compositor, muy especialmente durante los años del terror estalinista.
Es interesante, en este sentido, repasar las extensas notas elaboradas sobre esta sinfonía por el director de orquesta Mark Wigglesworth, reputado especialista en este repertorio (y autor, por cierto, de una excelente interpretación de la ópera La Nariz, del compositor ruso, en el Teatro Real, hace no muchos meses). Los interesados pueden leer dicho artículo en este enlace.
Shostakovich nos regala un comienzo oscuro, inquietante, profundamente triste y tenebroso en el moderato inicial, el movimiento más denso y largo de la sinfonía. Música que adquiere poco a poco un carácter de amarga danza, y que crece hasta adquirir una intensidad desgarrada, que atemoriza y estremece a un tiempo. Este largo movimiento resulta espeluznante, emocionalmente devastador. Destaca con acierto Wigglesworth lo brutal del segundo tiempo, un allegro que empieza en fortísimo y en el que hay… ¡hasta cincuenta crescendi con solo dos diminuendi! No es tanto, en efecto, un retrato del cruel tirano como tal, sino una expresión febril, furibunda, de la rabia, la indignación de que un salvaje de tal magnitud hubiera llegado a existir. Un frenesí enloquecido, inclemente, angustioso, que no da respiro alguno. De una intensidad tremenda, agotadora.
El tercer movimiento trae algo de serenidad, también de danza, con el famoso acrónimo del compositor (Re-mi bemol-do-si, traducción a notas de sus iniciales D-Es-C-H en la notación germana). Pero la danza es otra vez macabra, socarronamente siniestra, aunque encuentra remanso en la llamada de la trompa sobre un motivo que ilustra el nombre de una alumna de la que por entonces estaba prendado, Elmira Nazirova (las notas Mi-La-Mi-Re-La). Remanso pasajero, porque sigue una fase cada vez más enfebrecida, antes del final, casi desvanecido en un clima en el que de nuevo domina una lóbrega angustia. Algo que permanece en un movimiento final que se inicia desolado. Wigglesworth vuelve a recordarnos, con acierto, otra cosa que decía Shostakovich: “Es muy difícil correr libremente cuando estás constantemente mirando por encima de tu hombro hacia atrás”. Y aunque el allegro que sigue (y que recupera también el acrónimo del autor) crece y crece en intensidad, hasta un rotundo y arrebatado final, hay un clima insistentemente opresivo que no cesa nunca, por mucho que una superficie presuntamente juguetona trate de esconderlo. Quizá aquí procede recordar a Alex Ross: “la urgencia de Shostakovich por desafiar a la autoridad siempre estuvo modulada por su instinto de supervivencia”.
Daniele Gatti es músico de sólido criterio, batuta de espíritu fogoso y gestualidad en la misma línea, solvente gestor de planos sonoros y dinámicas, aunque parece más atinado en el manejo de los altos voltajes que especialmente inspirado o sugerente en el dibujo fino de sutiles recovecos expresivos. Extrajo, sin embargo, buen partido de la partitura stravinskiana, con un acercamiento de cuidados matices y apropiada levedad sonora en muchos momentos. Brilló la magnífica cuerda vienesa, no tanto por el poderío que no demanda esta música, sino justamente por la mencionada ligereza y la cristalina, precisa articulación (el allegro del número inicial, el Nacimiento de Apolo, fue un buen ejemplo de ello).
Brilló la concertino, la búlgara Albena Danailova, en el comienzo del segundo número (Variación de Apolo), iniciando una prestación que mantuvo un nivel sobresaliente a lo largo de toda la velada. Destacaron también el ayuda de concertino, el solista de chelos y el de viola. Espléndida la sonoridad de toda la cuerda en el penúltimo número (Coda) y apropiadamente evanescente el final. La obra no es, ya se dijo, de las que levanta al público del asiento, y la acogida fue tan correcta como un tanto ayuna de especial entusiasmo.
Otro gallo cantó, como no podía ser de otra manera, con esa partitura demoledora que es la descrita Décima Sinfonía de Shostakovich. Ya el comienzo de la cuerda grave en el Moderato inicial, quizá un punto ligero en cuanto a tempo desde el podio, puso los pelos como escarpias. Con el crecimiento en intensidad, el primer tutti mostró lo apabullante que puede resultar esta orquesta, en la que se oye todo, y todo con un poderío (¡qué metales!) realmente arrollador. Se lucieron en este largo movimiento, como en realidad en toda la obra, todos los solistas de madera: flautas, oboes, fagots, clarinetes. Todos ellos un auténtico lujo. Hasta el flautín fue capaz de adelgazar su nota final hasta límites que, en ese instrumento, son francamente complicados de conseguir. Tremendo el clímax alcanzado en este movimiento.
Si la orquesta había deslumbrado ya en el primer movimiento, lo hizo aún más en el segundo, el furioso Allegro antes descrito, llevado por Gatti y la Filarmónica Vienesa de manera fulgurante, un auténtico y demoledor tour de force. De los que te deja sin respiración. El Allegretto subsiguiente, ya se dijo, es macabro, socarronamente siniestro. Y aquí es donde quien esto firma echó de menos algo de fina disección por parte de Gatti, al que quizá le falto una articulación más incisiva del dibujo insistente de la cuerda, portador de ese aliento tenebroso mencionado, pero que en esta ocasión no llegó en toda su extensión. Brillaron otra vez todos los solistas, aunque el trompa evidenció un par de levísimos roces y algún signo de inseguridad en la llamada antes descrita sobre el motivo de Elmira, cuya reiteración quedó, sin embargo, siempre admirablemente matizada. El Andante inicial del cuarto movimiento recuperó, de nuevo con una cuerda grave espeluznante, lo más heladoramente aterrador de esta música. Y otra vez se lucieron los solistas de madera, con un precioso intercambio entre fagot, oboe y flauta sobre el triste motivo del inicio. Intenso el allegro subsiguiente, con un bien conseguido e impactante clímax sobre las notas Re-Mi bemol-Do-Si, el acrónimo antes citado del compositor. Trepidante, arrolladora y brillantísima coda. Una interpretación más que correcta por parte de Gatti, pero, sobre todo, una demoledora demostración de la magnífica categoría de esta orquesta excepcional.
El éxito fue, como cabía esperar, grandísimo. Gatti regaló una versión entusiasta, estupendamente tocada, aunque de trazo un tanto grueso, de la quinta Danza húngara de Brahms. Un estupendo concierto, en suma, para abrir, de la mejor manera, una temporada de Ibermúsica que se antoja del mayor interés.
Rafael Ortega Basagoiti
(fotos: Rafa Martín/Ibermúsica)