MADRID / Un gran Vaughan Williams por Mark Padmore

Madrid. Auditorio Nacional de Música. 21-04-2023. Liceo de Cámara XXI – CNDM. Cuarteto Elias, Mark Padmore (tenor), Pavel Kolesnikov (piano). Obras de Haydn, Fauré y Vaughan Williams
El concierto ofrecido el pasado viernes 21 de abril por el Liceo de Cámara XXI en el Auditorio Nacional tenía como protagonistas indiscutibles dos obras señeras del repertorio de la canción lírica acompañada por cuarteto de cuerdas y piano. El gran tenor Mark Padmore fue el catalizador en torno al cual se reunieron el Cuarteto Elias y el pianista Pavel Kolesnikov. Pero antes de atacar lo que fue el núcleo del programa, la formación británica decidió muy sabiamente comenzar con el Cuarteto op. 54 nº 1 de Haydn, compositor que siempre resulta una prueba para los intérpretes, porque a la dificultad de encontrar ese ajuste perfecto del estilo clásico, se añade la de ser capaz de encajar con mesura pero también suficiente claridad esas particularidades que rompen con la estructura preestablecida y provocan sorpresas de toda índole, tanto formales, de fraseo como armónicas. A veces es una sola nota de paso la que provoca “sin quererlo” casi un cataclismo (véase ese si bemol del primer violín chocando contra el tetracordo formado por el fa de la viola y el si natural y en ese momento sensible del acorde que toca el segundo violín. Ahí queda eso y perdonen el detalle erudito pero es que el atrevimiento disimulado del vienés no tiene precio).
Compuesto en 1788, como el resto de ese mismo opus y los del opus 55 en mitad de ese glorioso periodo de veinticinco años dedicados a la escritura de obras para cuarteto de cuerdas, fueron dedicados al violinista Johann Tost, quien ese mismo año partió hacia París, donde se encargó de su publicación. Los Elias (sí, como sospechan llevan ese nombre en homenaje al oratorio de Mendelssohn) nos ofrecieron una lectura muy limpia y eficaz de esta entusiasta obra, a la que imprimieron una vitalidad elegante y equilibrada tanto en el juego entre sus componentes como en la elección de tempi. Privilegiaron la claridad discursiva, la pureza de líneas y la franqueza interpretativa frente a cualquier originalidad extemporánea, lo cual es muy de agradecer. Cabe destacar el estupendo uso del silencio: no sólo no le tienen ningún miedo sino que lo dejan vibrar lo suficiente para que haya sorpresa pero sin excesos teatrales.
Seguidamente se unieron Mark Padmore y Pavel Kolesnikov para la interpretación de esa cumbre del género de la mélodie-lied que es La Bonne Chanson, de Gabriel Fauré. La evolución del estilo de Fauré es un continuo en el que no es fácil encontrar periodos claramente definidos o incluso medianamente diferenciados. El francés ahondó más bien en una forma de hacer muy centrada en unas melodías de enorme finura y belleza sustentadas o imbricadas en unas armonías que no rehuían (muy al contrario) resoluciones inusuales, utilización de grados inhabituales y mezcla de modalidad con tonalidad, de forma que su armonías se fueron estirando cada vez más, a la par que su discurso se fue estilizando y despojando de cualquier adorno excesivo.
La bonne chanson marca, si así se puede decir tras lo que acabamos de afirmar, un escalón hacia una mayor madurez creativa en la producción de Fauré, sin duda empujado por la belleza y calidad de los poemas de Verlaine. Compuestas entre 1892 y 1894 y arregladas para este conjunto instrumental en 1898, están dedicadas a la cantante Emma Bardac, con quien entonces mantenía una relación. No entraremos en la complicada vida sentimental de Fauré (quién lo diría al escuchar su música), pero el caso es que la Bardac lo abandonó por Debussy, así que la felicidad y alegría que se trasluce en esta bellísima obra no le duró mucho al bueno de Gabriel.
Mark Padmore mantiene aún ese bello color de voz tan característico y presentó una versión muy pensada y personal, pero a gusto de quien escribe, un poco demasiado dramática para el estilo de la obra. Lo que le va magníficamente al repertorio inglés que abordó después (y soy consciente de que me adelanto), sin embargo no es lo que más conviene quizá ni al idioma francés ni a Fauré. Padmore imprimió un carácter muy intenso, cambiando de color y de intención prácticamente en cada sílaba y eso es difícil que case perfectamente con la lírica francesa, muy basada en un idioma que ha de fluir sin grandes rupturas ni acentos. Debido a ello, la línea de canto adoleció por momentos de falta de continuidad, resultó un tanto abrupta en ocasiones y falta del legato necesario. Esas frases casi flotantes de Fauré aparecieron en algunos momentos en que Padmore utiliza un registro casi destimbrado de efecto muy hermoso, pero que no siempre habría sido deseable. Quizá los mejores momentos estuvieron en J’allais par de chemins perfides y en Avant que tu en t’en ailles, que exigen más intensidad y articulación en el fraseo. Fantásticos tanto el Cuarteto Elias como el pianista, que hicieron un trabajo de encaje de bolillos en cuanto al equilibrio y el acompañamiento logrando la intensidad y la expresión justas.
La segunda parte, consagrada por entero a Ralph Vaughan Williams fue francamente estupenda. Ahí sí que Padmore se encuentra como pez en el agua y su forma de emitir conviene a la perfección. Comenzó por Tres poemas de Walt Whitman, autor por el que sentía especial inclinación y que fueron publicadas en 1925. Si Padmore ofreció una lectura evocadora y llena de matices de estas tres canciones –apacible, solemne y enormemente jovial respectivamente– queremos destacar aquí la fantástica labor del pianista Pavel Kolesnikov, que dio una lección de control de la sonoridad en esa escritura llena de paralelismos y en muchas ocasiones con registros muy alejados en ambas manos, con los consiguientes problemas de equilibrio entre los planos sonoros. Un inteligente uso del pedal permitió que el ostinato de la tercera, Joy, shipmate, joy! se percibiera siempre con claridad pero sin sequedad.
El concierto se cerró con el ciclo On Wenlock Edge sobre poemas de Alfred Edward Housman. Parece que alguna de las canciones fue escrita en 1906, antes de los tres meses que Vaughan Williams pasó en París para estudiar con Ravel. Sin embargo, la influencia del francés fue definitiva para que en 1909 completara el ciclo y para que la versión original con piano se convirtiera en la actualmente conocida para cuarteto de cuerda y piano. Hay que decir que el influjo raveliano se trasluce sin ningún género de dudas en la forma de utilizar el cuarteto de cuerda y el piano, en los juegos de texturas y timbres y en la forma de provocar contrastes repentinos y casi violentos, crear determinados ambientes o evocar sonidos de la naturaleza o de las campanas. La unión de ese acompañamiento de corte impresionista y la melodía cantada, muy apegada al folclore, resulta francamente seductora.
El Cuarteto Elias encontró en cada canción el color y el tejido sonoro adecuado y Kolesnikov se unió con su buen gusto y su pulcritud ya demostradas en las obras anteriores. Padmore ya no tiene la frescura vocal de su grabación de 2007, pero a cambio imprime una gran intensidad dramática a este ciclo que trata de infidelidades, muerte y fantasmas que transitan entre ambos mundos como si no supieran en cuál quedarse. Desde la resistencia milenaria del romano, pasando por el amigo que traiciona en lo amoroso a su amigo difunto en una suerte de drama rural o por la melancolía de los espectros, hasta terminar con la nostalgia de quien ve avanzar inexorablemente el tiempo sobre sus espaldas, Padmore encontró la expresión justa a partir de una paleta inmensa de articulaciones y de formas de emitir la voz, sin miedo a forzar el vibrato casi hasta su límite o, por el contrario, frenarlo en una emisión completamente recta y prácticamente destimbrada para conseguir toda una serie de efectos que transmitieran tímbricamente el significado profundo de los poemas. Sin duda, una gran versión de un ciclo y un autor que merecerían ser más programados por parte de los cantantes.
Ana García Urcola
(fotos: Elvira Megías)