MADRID / Un ‘Dido y Eneas’ pasado por agua
Madrid. Teatros del Canal (Sala roja). 17-I-2023. Purcell: Dido y Eneas. Lea Desandre, Renato Dolcini, Ana Vieira Leite, Maud Gnidzaz, Virginie Thomas, Jacob Lawrence. Coro y orquestra de Les Arts Florissants. Compagnie Blanca Li. Director musical: William Christie. Directora de escena y coreógrafa: Blanca Li.
Aunque han sido los Teatros del Canal los que han acogido este nuevo —y atípico— Dido y Eneas de Henry Purcell, se trata en realidad de una coproducción con el Teatro Real, que parece que le ha cogido gusto a eso de fusionar ópera barroca y danza contemporánea, pues solo ha transcurrido poco más de un mes desde aquel Orfeo monteverdiano —que esta vez sí tuvo lugar en el coliseo de la Plaza de Isabel II— que pasó con más pena que gloria por culpa del montaje escénico. Si les soy sincero, no sé a quién va dirigido este tipo de propuestas, si a los amantes de la música barroca o a los amantes de la danza de nuestros días. Yo, lo reconozco, cada vez que contemplo algo así recuerdo de manera indefectible una escena de la fordiana El hombre tranquilo, cuando al casamentero Michaleen Oge Flynn (encarnado por el irrepetible Barry Fitzgerald) se le ofrece un trago de whisky y se le pregunta si quiere añadirle agua. Indignado, Flynn responde: “When I drink whiskey, I drink whiskey; and when I drink water, I drink water“. Pues eso, ya me entienden.
Tanto el montaje escénico como la coreografía se deben a Blanca Li, que además es la directora de los Teatros del Canal y que, por supuesto, pone a disposición de este Dido y Eneas su propia compañía de danza. Entiende Li que, como el argumento de la obra está basada en la historia de amor entre Dido, reina de Cartago, y Eneas, caudillo troyano, quien junto a sus huestes ha sido víctima de un naufragio, todo tiene que girar en torno al agua. Bailarines, coro y cantantes (menos los tres protagonistas… luego lo explicaremos) pululan sin cesar por un escenario encharcado (vamos, lo ideal para usar instrumentos que montan cuerdas de tripa, a las que, como es bien sabido, no les afecta para nada la humedad), mientras la orquesta, arrinconada en un lado del escenario, desgrana las notas de esta obra maestra purcelliana. Carece de sentido, por otro lado, comenzar con un largo preámbulo musical ajeno a Dido y Eneas, aunque supongo que ello tiene por objeto ampliar la duración del espectáculo (la ópera de Purcell en sí apenas llega a la hora).
La propuesta de Li, que no está exenta de originalidad, acaba saturando, especialmente por culpa de los interminables piscinazos de los bailarines sobre el húmedo escenario (lo siento, no lo puedo evitar: esos piscinazos me recordaron a los mejores momentos del Barça de Guardiola, con Busquets, Neymar y Dani Alves cayendo desmayados sobre el césped al sentir el más mínimo roce con el rival). Y, lo que es peor, distrae de lo que es el meollo: la música. A los tres personajes principales (Dido, Eneas y Belinda) se les obliga a cantar todo el rato subidos en enormes pedestales que les confieren apariencia de estatuas. Supongo que Li sabrá lo que quiere transmitir con ello, pero, desde luego, a Lea Desandre (Dido), Renato Dolcini (Eneas/Hechicera) y Ana Vieira Leite (Belinda) no creo que les haga mucha gracia tener que desarrollar sus partes de canto en esas incómodas condiciones.
Musicalmente el resultado es, por fortuna, mucho mejor. Los mencionados Desandre, Dolcini y Vieira Leite bordan sus roles, evidenciando una vez más que se trata de tres de los mejores cantantes especializados en repertorio barroco que han surgido en los últimos años. Los comprimarios rayan también a gran altura, sobre todo Jacob Lawrence en el rol de Marinero. El coro está igualmente espléndido. Y la orquesta, pues… ¡qué decir de Les Arts Florissants! Que está insuperable, claro, aunque su sonido a veces queda un tanto difuminado en un escenario tan grande como es la Sala roja de los Teatros del Canal, muy distinta a la londinense escuela de muchachas de Josias Priest, de Chelsea, donde tuvo lugar la primera representación de esta ópera, en 1688. A veces parecemos olvidar que los compositores de antaño trabajaban con lo que tenían a mano, sí, pero también en función del espacio donde iba a sonar su música. Pese al inconveniente del escaso volumen sonoro, la orquesta, con sus dos descomunales violinistas al frente (Emmanuel Resche-Caserta y Agusta McKay Lodge), fue un lujazo.
Eduardo Torrico
(Fotos: Pablo Lorente | Teatros del Canal)