MADRID / Triunfal retorno a Madrid de Hélène Grimaud
Madrid. Auditorio Nacional. 30-V-2024. Ibermúsica 23-24. Hélène Grimaud, piano. Obras de Brahms, Beethoven y Bach-Busoni.
Volvía a Madrid la francesa Hélène Grimaud (Aix-en-Provence, 1969), después de doce años de ausencia en nuestros escenarios, según informó Ibermúsica en la presentación del concierto. Regresaba para un programa centrado en las famosas tres “B”: Beethoven, Brahms y Bach. A decir verdad, había una cuarta “B”, la de Busoni, que casi tenía más peso que la del propio Bach, porque su arreglo para piano de la famosísima Chacona de la Partita nº 2 para violín del Cantor va bastante más allá de lo que se suele considerar una simple transcripción.
De Beethoven nos traía Grimaud la primera de las sonatas que componen el trío final del ciclo beethoveniano, que hace poco ofrecía Elisabeth Leonskaja en este mismo escenario. La Op 109 se antoja un remanso libérrimo y hasta casi intimista, por comparación con la sonata que le precede en la serie, la colosal Hammerklavier. Beethoven exprime hasta lo inverosímil la concisión en los dos primeros tiempos, que parecen casi fusionados, para adentrarse en el último, verdadero centro de gravedad de la obra, que se vuelve cada vez más emotivo e interrogador, y que en su variación final emplea con generosidad esos larguísimos y tensos trinos que ya han aparecido antes en la mencionada Hammerklavier y lo harán de nuevo en la op 111 que cierra la serie.
Obra que requiere una especial madurez por parte del intérprete, porque el discurso, que maneja continuas transiciones de carácter, requiere libertad, expresividad, especial fluidez y (sobre todo en el primer tiempo) no pocas dosis de fantasía. Naturalmente hay que ser un pianista de primera, porque la obra se las trae, y esa última variación del tercer movimiento está erizada de problemas. Pero Grimaud, eso ya lo ha demostrado desde hace tiempo, siempre fue una pianista de enorme garantía técnica, con lo cual no cabía esperar sorpresas por ese lado. Pero la evolución de la francesa ha sido en los últimos años más que apreciable. La pianista de impoluta ejecución y cuidada elegancia, a veces un punto distante, ha devenido –conservando la excelencia técnica y la impecable ejecución– una intérprete de exquisita y muy rica madurez.
Desde los primeros compases del Vivace ma non troppo inicial se hizo evidente que la expresión no quedaba en la literalidad del respeto a la indicación p dolce, sino que se adentraría, con ancha dinámica, manejada con habilidad y sutileza, en los múltiples recovecos, inflexiones y contrastes planteados por Beethoven en una obra que, en muchos momentos, nos lleva, casi sin darnos cuenta, de la fantasía a la más profunda emoción. No rehuyó Grimaud la energía contundente en el Prestissimo, con una rotunda mano izquierda, y consiguió traernos con plenitud la inefable belleza del movimiento final, en el que reside, como antes apunté, la mayor enjundia emocional de la sonata. Lo inició con una genuina mezza voce, como demanda la partitura, y ahondó aún más en la emoción con la repetición del tema en un pp no prescrito, pero sí perfectamente lógico. Un Beethoven que nos habló de doliente intimidad (variación 1, cada nota recreada con exquisita sensibilidad), pero también con rotunda energía (variación 3) o admirable, interrogadora serenidad (variación 6).
En los veranos que pasó en Bad-Ischl en 1892-93 escribió Brahms, entre otras cosas, las dos series que ofreció Grimaud: las 7 Fantasías, Op. 116 y los 3 Intermezzi Op. 117. Piezas todas escritas en esquema ternario que tienen en común un carácter de notable intimidad, cuando no de una tristeza conmovedora. Baste recordar que el mismo Brahms se refirió a los op 117 como “canciones de cuna de mis dolores”. En estas diez obras hay tres (primera, tercera y última) que en la op 116 llevan el título de Capriccio y que son excepción, expresando un carácter claramente más extrovertido y apasionado. El resto pertenece a lo mejor de una escritura brahmsiana que, sin renunciar a su carácter vertical (diríase que la melodía de Brahms vivía en realidad en acordes), se refugiaba en esa intimidad, siempre profundamente emocionante.
Grimaud se sumergió primero en los op 117 tras la sonata beethoveniana. Decisión acertada, porque si Beethoven culminaba con una serena e interrogadora atmósfera, el primer Intermezzo se abre con un canto de honda melancolía, que por si fuera poco el compositor de Hamburgo hace más patente con los tristes versos de la canción de cuna escocesa en el encabezamiento. Grimaud se acercó a la música de estas bellezas con intención de cuidar justamente ese carácter intimista, doliente y sereno a la vez. Lo consiguió, qué duda cabe, delineando el canto con un fraseo fluido, de fino y sutil rubato, al servicio de una expresividad sentida y natural, y con cristalina claridad en la diferenciación de las voces, algo primordial en estas obras, porque en ellas recurre Brahms, con profusión, a descansar el dibujo melódico en la voz intermedia, la más difícil de destacar. Hubo muchos momentos de gran belleza en esta sobresaliente interpretación, siendo tal vez especialmente destacables, dentro del magnífico nivel, las secciones centrales del segundo y tercer Intermezzo.
Seguimos con Brahms tras el descanso, pero como ya se apuntó, las siete piezas (los títulos le importaban más bien poco a Brahms) que componen la op 116 introducen algunas ocasiones para el contraste temperamental. Y también eso lo captó admirablemente Grimaud, que se lanzó con irresistible bravura a por el primer Capriccio, un Presto energico que no dejaba lugar a dudas sobre su apasionado carácter. Bravura que se reiteró en las otras dos piezas (tercera y séptima) de la serie que comparten trepidación con la comentada, y que llegaron con un nervio vibrante difícil de resistir, pero sin perder nunca de vista la hondura de expresión, como quedó bien patente en la segunda mitad de la primera sección del Capriccio que cerraba la serie. En medio, cuatro piezas más decididamente introspectivas, dibujadas con una expresividad siempre refinada y elegante pero que llegó con una intensidad realmente conmovedora. Sobreponiéndose a algunos móviles criminales (perpetrar este atentado sobre páginas tan hermosas y que hablan, o más bien susurran, al corazón, debería ser objeto de prisión mayor), Grimaud puso la sutileza de sus más finos matices para hacernos llegar con toda su carga emotiva esta música crepuscular de inalcanzable belleza.
Y profundamente emocionante es también esa partitura tremenda que es la Chacona con la que Bach cierra su segunda Partita para violín. Más allá de las curiosidades formales (de las que hay toda una colección) o de si Helga Thoene tiene o no razón en su teoría de que la obra es un tombeau por la muerte de Maria Barbara, la primera esposa de Bach, lo que es indiscutible es que la música sobrecoge por su doliente lamento, uno que crece en intensidad dramática, sin aparente freno, durante su prolongado curso. No es de extrañar, en absoluto, que haya despertado la fascinación para llevarla a otros instrumentos, con el de teclado a la cabeza. Quien esto firma hubiera agradecido a Grimaud que, prolongando la incursión brahmsiana, nos hubiera brindado el endiablado arreglo que el compositor de Hamburgo realizó de esta obra para ser ejecutado con la mano izquierda, que en su día pudimos escuchar a Krystian Zimerman en una interpretación que tardaremos en olvidar. Hay, naturalmente, otras transcripciones (por ejemplo, las de Lars Ulrik Mortensen o el mismísimo Gustav Leonhardt, que se negaba a enseñarla incluso a sus alumnos, pero que fue publicada, junto a otras muchas suyas, tras su muerte), más cercanas al estilo original. No es el caso, claro está, de la que Grimaud interpretó de Ferruccio Busoni, que no solo es decididamente pianística, sino indiscutiblemente romántica. Y que, como se apuntó antes, va mucho más allá del mero arreglo o transcripción, para acercarse a lo que podría considerarse una “fantasía sobre…” Partitura de endiablado virtuosismo, espectacular, y favorita de muchos pianistas, entre ellos de nuestra inolvidable compatriota, Alicia de Larrocha.
Esta “fantasía de Busoni”, si los lectores me permiten la libertad en titularla así, sobre la Chacona de Bach puede gustar más o menos. Pero lo que no creo que admite mucha discusión es que la interpretación de Grimaud, que la atacó (otra decisión acertada) en inmediata conexión con el último acorde del Capriccio final de la op 116 de Brahms, fue, sencillamente, apabullante. Siguió escrupulosamente las indicaciones de Busoni, incluidas las que adquieren tintes casi orquestales (como, por ejemplo, “quasi tromboni”), y ofreció una lección contundente de intensidad, brillantez, virtuosismo del mejor y expresión profundamente apasionada y dramática. Ni un instante de respiro para una lectura realmente formidable en la ejecución y en el carácter. Nada extraña que el éxito fuera enorme, merecidísimo. La pianista francesa, siempre cercana y entrañable, regaló dos propinas diferentes en el carácter, pero que se movieron en cotas de belleza y excelencia parecidas a lo escuchado en el recital: la intimista Bagatela nº 2 de Valentin Silvestrov y el Etude Tableau op 33 nº 2 de Rachmaninov. Bien puede hablarse de un retorno por todo lo alto de Grimaud que, según pudimos saber después, había estado bastante indispuesta por la mañana. Cualquiera lo diría. Un magnífico concierto, tras el que solo cabe decir que confiamos no tener que esperar doce años más para volver a verla por estos pagos.
Rafael Ortega Basagoiti
(fotos: Rafa Martín / Ibermúsica)