MADRID / ‘Tres sombreros de copa’ o un esperpento cordial
Madrid. Teatro de la Zarzuela. 13-XI-2019. R. Llorca / M. Mihura. Tres sombreros de copa. Jorge Rodríguez-Norton, Rocío Pérez, Emilio Sánchez, Gerardo Bullón, Enrique Viana, Irene Palazón, Anna Gomà, Boré Buika, Marco Covela, Felipe de Andrés, Mon Ceballos, Chumo Mata. Coro del Teatro de la Zarzuela. Orquesta de la Comunidad de Madrid. Dirección musical: Diego Martín-Etxebarria. Dirección escénica: José Luis Arellano.
Escritor, hijo de actores, dibujante y colaborador en revistas de humor, Miguel Mihura había escrito en 1932, durante una dolencia ósea que le obligó a una larga convalecencia en el chalet familiar del barrio de Chamartín, una comedia titulada Tres sombreros de copa, que al parecer nadie entendió (de hecho, no se estrenó hasta 1952). El humor de Mihura nacía -y en eso se parecía al de Jardiel Poncela- como un rechazo del tópico o del lugar común. Al autor le gustaba reírse de las cosas, mostrar su ambigüedad, sin desdeñar cierto patetismo emocional sin caer nunca en el ternurismo, y donde lo inverosímil conserva siempre una clara significación humana y real.
Tres sombreros de copa forjó, por otra parte, la imagen de un autor interesado por las realidades sociales y su evolución –un humorismo comprometido-. La libertad de Dionisio y Paula, sus personajes protagonistas, finalmente aniquilada por una serie de tabús, de cursilerías, de miedos y de resignaciones, es una libertad de la que todos participamos, pero la rutina ha vencido a la vida. El propio Mihura reconoció que se trata de “la comedia donde más tontamente se malogra, para toda la vida, una estupenda felicidad”.
La obra respeta las unidades clásicas: una única acción, un mismo escenario y un tiempo reducido. No tiene la fuerza grotesca del esperpento de Valle, pero se acerca mucho. Sin embargo, en el desarrollo de la acción hay un tratamiento realista en el que se van introduciendo elementos humorísticos, que deben más al irracionalismo de los años veinte que al teatro del absurdo que cultivan Ionesco, Adamov y Beckett. Aunque revela una concepción pesimista y desencantada de la vida, Tres sombreros de copa carece de la angustia existencial y metafísica, así como del nihilismo del teatro de estos autores.
El Teatro de la Zarzuela, en su política de apoyo a la creación lírica de autores contemporáneos, vuelve a ser escenario de un nuevo estreno –en Europa en este caso- en una nueva producción, de la adaptación de Tres sombreros de copa, que el compositor alicantino Ricardo Llorca estrenó en la temporada 2017/18 en Sao Paulo, por encargo de The New York Opera Society. La música de Llorca bebe de varias fuentes y referencias, conviviendo lo disonante y atonal con una orientación global más tradicional, en la que sin duda es una partitura de buen oficio donde se impone la conciencia intuitiva sobre la reflexiva. Al cambiar determinados aspectos del texto de Mihura -como la transformación de una compañía de varietés en una compañía italiana de circo- Llorca recurre al folclorismo musical del sur de Italia (Apulia) así como al mundo del circo, introduciendo al mismo tiempo tarantelle y ninna nanne (canciones de cuna) muy bien ejecutadas por el elenco, que tuvo momentos de gran brillantez, como la conga colectiva o la presentación de Madame Olga, la mujer barbuda, interpretación que asume con gran destreza el tenor Enrique Viana.
Complementa con nota alta la partitura de Llorca la dirección escénica de José Luis Arellano, asistido por la hábil escenografía de Sánchez Cuerda con un decorado giratorio, un inspirado vestuario de Jesús Ruiz y la adecuada iluminación de Gómez-Cornejo.
La soprano Rocío Pérez (Paula) resultó impecable en dicción e interpretación, mientras que Jorge Rodríguez-Norton (Dionisio) respondió fielmente al carácter simple y escasamente heroico que su papel requiere. Excelentes también las interpretaciones de Emilio Sánchez (Don Rosario) y Gerardo Bullón (Don Sacramento), nombres más propios de mujeres, que parecen más bien simbólicos.
La Orquesta de la Comunidad de Madrid se mostró competente, bien concertada bajo el mando de Diego Martín-Etxebarría que trabajó muy bien la partitura, logrando el pianísimo adecuado que actúa subyacente en diversos momentos de la escena a modo de música incidental y que establece diálogo con el texto y un acordeón muy presente en toda la obra. Añadir, que la música de Llorca y la dirección escénica de Arellano aportan un sentimiento más melancólico.
A pesar de todo, quien firma estas líneas salió de la función con la sensación de que faltaba algo, quizá algo más de vuelo lírico. En todo caso, el público aplaudió con agrado esta nueva apuesta.
Manuel García Franco