MADRID, TEATRO REAL / Ingenio mozartiano para la sonrisa crítica
Madrid. Teatro Real. 22-IV-2022. Mozart: Las bodas de Fígaro K 492. André Schuen (El conde de Almaviva), María José Moreno (La condesa de Almaviva), Julie Fuchs (Susanna), Vito Priante (Figaro), Rachael Wilson (Cherubino), Monica Bacelli (Marcellina), Fernando Radó (Bartolo), Christophe Montagne (Basilio), Moisés Marín (Don Curzio), Alexandra Flood (Barbarina), Leonardo Galeazzi (Antonio). Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Dirección musical: Ivor Bolton. Dirección de escena: Claus Guth. Bernard Robertson, fortepiano. Bajo continuo (violonchelo): Simone Veis.
En el programa de mano de la producción de Las Bodas de Figaro mozartianas que acaba de estrenar el Real, nos recuerdan Matabosch, Téllez y Benjamín G. Rosado lo que en ellas hay de crítica social, evidente en muchos diálogos y en cómo queda retratado el aristócrata principal. En esta primera de las colaboraciones de Mozart con Lorenzo Da Ponte la comicidad del enrevesado enredo amoroso disimula el trasfondo de esa crítica social muy propia de los tiempos inmediatamente previos a la revolución francesa. Al fin y al cabo, el humor siempre ha sido uno de los mejores y más ingeniosos recursos contra la censura, una forma a la vez divertida y habilidosa de verter la crítica provocando sonrisas y desarmando cóleras.
La producción que nos llegó ayer de Claus Guth (en lugar de la anunciada de Lotte de Beer) fue estrenada en el Festival de Salzburgo del año 2006, en el que se cumplían 250 años del nacimiento del genio de esa ciudad. Matabosch describe la escena con precisión: “un espacio tan crepuscular como los privilegios que algunos están a punto de perder. Un austero espacio escénico decadente, opresivo e inhóspito, en el que subyace una especie de tensión erótica, que remite al teatro de Ibsen y de Strindberg, pero también a una gigantesca casa de muñecas que alguien va a manipular desde fuera.”
En efecto, la escena es un enorme descansillo de un palacio viejuno, que parece casi abandonado. Solo cambia cuando en algún momento un telón que simula una de las paredes recorta el espacio escénico. Pero el escenario es frío, desnudo, ni un solo mueble presente. La austeridad decoradora de los tiempos que corren, al servicio de una interpretación psicológica del asunto que puede aceptarse como plausible pero que tiene finalmente que recurrir a algún ingrediente adicional porque… no se puede olvidar que la situación y el propio texto tienen indudables y abundantes momentos de comicidad. Bien está recordar que la ópera tiene patentes connotaciones para la reflexión e innegables resonancias críticas, pero no conviene olvidar el lado sonriente del asunto.
En este sentido, la producción tiene detalles de interés y otros que responden a lo que, parafraseando lo que dirían algunos aficionados al fútbol (cuando encuentran decisiones inexplicables de los entrenadores y dicen aquello de “le ha dado un ataque de entrenador”), parecen responder a un “ataque de director de escena” y requieren algún tipo de exégesis adicional, a menudo traída por los pies.
Entre los primeros destacaría la divertida recreación gráfica, en el final del segundo acto, del pandemónium amoroso con los nombres de los protagonistas y flechas que indican sus relaciones, se borran, vuelven a dibujarse hasta recrear el caos de relaciones de forma graciosa y sonriente, muy acorde con el texto. También está bien resuelto el movimiento escénico del momento en que se descubre que Figaro resulta ser hijo de Marcellina, y se antoja igualmente plausible la coreografía elaborada para el fandango del tercer acto.
La figura (muda pero con habilidades casi circenses) de ese colegial trasunto de un Cupido (Uli Kirsch, con alitas incluidas) que pareciera manejar todos los hilos, no hace daño pero tampoco parece que aporte nada espacial. Más en el saco de “ataque de director de escena” están los cuervos muertos que aparecen en ventana y escena (alguno retirado por los protagonistas con gesto de evidente repulsión). Matabosch lo intenta explicar también: “…como en el poema de Edgar Allan Poe, son una metáfora del retraimiento y la tristeza de quienes luchan contra sus propios instintos y pulsiones afectivas y eróticas”, pero la cosa parece cogida de aquella manera. En el mismo saco cabe apuntar el trasunto de Fígaro colgado boca abajo, como San Pedro, otro detalle perfectamente prescindible. Más detalles tontos pero inexplicables y que tampoco aportan: el tejemaneje de la condesa con su abrigo en el segundo acto, que se quita y tira al suelo varias veces, sin que se sepa muy bien por qué.
Con todo, hay en esta propuesta de gris y fría decoración una idea psicológica plausible de centrar el núcleo sobre la fuerza de los impulsos de deseo, la fragilidad de los amoríos, y hasta la humillación que genera la pública evidencia de las propias debilidades. El énfasis en esas debilidades, resaltando escénicamente las dudas justo tras la boda, parece acertado en ese contexto. Aunque no siempre combina bien con el lado cómico de la cuestión, la cosa tiene su interés, ataques de director de escena aparte.
Las bodas requieren un reparto sólido, porque Mozart no admite prestaciones mediocres. Ayer, por fortuna lo tuvo. El Fígaro de Vito Priante es vocalmente impecable, aunque probablemente su papel es de los que más se “enfría” en esta idea escénica. Con todo, la suya es una voz de considerable belleza y el italiano la maneja con gusto y sensibilidad. Sobresaliente Schuen, que parece manejarse con soltura en su retrato del Conde confuso, irritado, lascivo, engañado y al fin, humillado. También impecable en la parte vocal, con una más que notable (y esforzada, porque el movimiento escénico le obligaba a moverse de forma incómoda con Kirsch) interpretación de Vedrò mentr’io sospiro al principio del tercer acto.
Espléndida en lo vocal y en lo escénico María José Moreno. Preciosa la voz y preciosas, refinadas y con sensibilidad sus interpretaciones de sus dos grandes arias Porgi amor y Dove sono. En esta última se hubiera beneficiado si desde el foso le hubieran permitido respirar mejor. La voz de Julie Fuchs es también muy hermosa, aunque más ligera y de menos presencia. Pero su inteligencia teatral es muy grande, y con su buen gusto cantando, logra componer una Susanna encantadora, seductora cuando debe y graciosa cuando procede. Tiene más peso y un color adecuadamente algo más oscuro la voz de Rachael Wilson, autora de un Cherubino más plausible que cautivador. El carácter travieso (y aquí notoriamente lascivo) del personaje daba, creo, para más. Tampoco ayudó a la estadounidense algún tempo impuesto desde el foso, con poco sitio para la respiración, como en el famoso Voi che sapete.
Muy notable la Marcellina de Monica Bacelli, excelente en lo teatral y en un canto muy bien dibujado, aunque la voz tenga un timbre menos atractivo que el de sus colegas. Pasable aunque algo forzado el Bartolo de Fernando Radó, apenas audible en el rápido canto sillabato de su aria La vendetta. El personaje de Basilio resulta bastante repelente en sí, y Montagne no hizo por quitarnos tal idea, pero su canto tiene poco que reprochar. Apropiadamente risible el Don Curzio de Marín y correctos la Barbarina de Flood y el Antonio de Galeazzi.
Las breves intervenciones del coro quedaron bien resueltas, aunque persiste cierta tendencia a terminar algo por detrás de la música que sale desde el foso. La orquesta, armada con algunos instrumentos de época (trompetas, trompas, flautas) y con concertino especialista invitado (Frank Stadler) sonó en general francamente bien, con apenas algún pequeño desajuste que seguramente quedará pulido en representaciones venideras. Bolton, cuyos Mozart anteriores han sido, en opinión de quien esto firma, sobrevalorados, se produjo con su habitual nervio, pero pareció con alguna salvedad (antes mencionada) más contenido en sus veloces ímpetus que en otras ocasiones, y también algo menos tosco. Más, por decirlo así, en la línea de su último Don Giovanni que en la de los anteriores Lucio Silla, Idomeneo o Flauta mágica. Pese a ello, no ayuda al empaste ni a los ajustes foso-escena un gesto permanentemente deslavazado y a menudo, de tan nervioso, evidentemente confuso. La suya fue una dirección con nervio sí, pero en esta misma producción Harnoncourt demostró hace años que se puede ser incisivo (con tempi, por cierto, más moderados y dejando siempre respirar bien a los cantantes) y extraer mil y un detalles de matiz y articulación que aquí no llegaron. En su haber hay que apuntar la libertad, manejada con discreción, a los cantantes para adornar algún da capo en sus arias, lo que hicieron con general elegancia y buen gusto.Impecable realización de recitativos y continuo por parte de Robertson y Veis.
La música de Mozart, la brillante fusión de su ingenio con el de Da Ponte produjeron esta maravilla de ópera que, si se hace mínimamente bien, no hay que perderse. En esta ocasión, una puesta en escena más plausible que brillante, un estupendo elenco vocal, una prestación orquestal notable y una correcta dirección musical compusieron una velada en la que ese ingenio del genio mozartiano para lanzar dardos con sonrisa pudo disfrutarse mucho y bien.
Rafael Ortega Basagoiti