MADRID / Strauss por Fischer, Nylund y la Sinfónica de la Radio de Baviera: una maravilla
Madrid. Teatro Real. 27-XI-2022. Concierto extraordinario de Ibermúsica. Camilla Nylund, soprano. Orquesta Sinfónica de la Radio de Baviera. Director: Iván Fischer. Obras de Richard Strauss.
Ibermúsica volvió por una noche al Teatro Real, marco que, como ha señalado su fundador, Alfonso Aijón, ha conocido tantos eventos musicales memorables organizados por esta empresa. Lo hizo con una de esas apuestas aderezadas con unos ingredientes que no pueden fallar: un programa precioso, una orquesta de excepción, un director de los mejores del planeta y una soprano estupenda. La apuesta salió tal como se esperaba: redonda.
El programa era un monográfico dedicado a Richard Strauss, con dos de sus mejores poemas sinfónicos, Don Juan y Así habló Zaratustra, ambas obras escritas cuando el bávaro contaba entre 24 y 32 años, y con esa maravilla crepuscular que son las Cuatro últimas canciones, escritas apenas un año antes de su muerte, en 1949. Programa que mostraba en todo su esplendor no sólo el descomunal talento orquestal del compositor y su extraordinario genio para la narrativa sinfónica, sino también, en el caso de las canciones, la exquisita capacidad para el retrato más refinado y sereno de un lirismo crepuscular, de una belleza quintaesenciada y alejada del grandioso aparato instrumental desplegado en los dos poemas sinfónicos citados.
Entre las orquestas del ámbito de la radiodifusión, muchas de ellas nacidas poco después de la II Guerra Mundial, al rebufo del crecimiento de la radio (y luego la televisión) como grandes medios de comunicación, las hay, como en el resto de las formaciones sinfónicas, de todo género y condición, desde las mediocres hasta las excelentes. Pero si alguna se sitúa de manera manifiesta en una liga diferente, desde hace décadas, esa es la que justamente nos visita estos días de la mano de Ibermúsica: la Sinfónica de la Radio de Baviera. La formación bávara es, caben pocas dudas de ello, uno de los mejores conjuntos del planeta, y por su podio han desfilado buena parte de los directores más celebrados del siglo XX, desde su fundador, Eugen Jochum (un enorme maestro) hasta su más reciente titular, Simon Rattle, sucesor del llorado Mariss Jansons, prematuramente fallecido a finales de 2019, pasando por una nómina en la que se encuentran Erich y Carlos Kleiber, Otto Klemperer, Leonard Bernstein, Sir Georg Solti, Carlo Maria Giulini, Riccardo Muti, Bernard Haitink o Kurt Sanderling. También Zubin Mehta, que era el director originalmente pensado para esta cita y cuya participación tuvo que ser cancelada por la precaria salud del veterano director indio. Una nómina que no está al alcance de cualquier orquesta.
Extraordinario también es el maestro húngaro Iván Fischer (Budapest, 1951), de formación completísima (además de Swarowski y Ferrara, también fue asistente y discípulo de Harnoncourt) y que ha llevado a la Orquesta del Festival de Budapest, que él mismo fundó en 1983, a los más altos peldaños del escalafón sinfónico. Creo que caben también pocas dudas de que la suya es una de las batutas más atractivas del panorama actual.
Y casi otro tanto puede decirse de la finesa Camilla Nylund (Vaasa, 1968), una soprano de fuste, que a estas alturas presenta un brillante curriculum de papeles lírico-dramáticos donde Richard Strauss y Wagner tienen un protagonismo especial: desde la mariscala en El caballero de la rosa del primero, hasta Elisabeth o Sieglinde en Tannhäuser o La Valquiria del segundo.
Deslumbró de entrada la brillantez orquestal en el apasionado y rotundo comienzo del Don Juan (ese pasaje temible de los violines que tantos sudores causa en las audiciones para las orquestas). Fischer, con un gesto diáfano, de enorme y nítida expresividad, pero sin teatralidad innecesaria, gobernó una interpretación plena de brío y de pasión, de intensidad dramática, con el apasionado motivo principal asignado a las cuerdas cantado con admirable exaltación. La bellísima y redonda sonoridad de la orquesta, desde una cuerda magnífica hasta los metales poderosos, pero nunca estridentes, pasando por una madera admirable, hizo el resto. Extraordinario igualmente el desvanecido final.
Nylund evidenció una voz de caudal sobrado, emisión segurísima y matices exquisitos. Puede, porque eso va en gustos, que muchos prefieran para estas cuatro maravillas de la más refinada melancolía crepuscular, un color más lírico, que recuerde la inefable dulzura que Schwarzkopf o Popp podían traer a estos pentagramas. Otros se inclinarán por un timbre más cercano a Wagner, como en su día pudo ser quien la estrenó (Flagstad) hasta la inolvidable Jessye Norman o, en los nuestros, la impresionante noruega Lise Davidsen. Pero sea cual sea la tendencia preferida, es innegable que Nylund dibujó ayer una interpretación sobresaliente de esta música magistral, porque la suya estuvo cargada de lo que justamente abunda en esas cuatro canciones: emoción. Mencionemos, a guisa solo de ejemplos, el exquisito final de la segunda (Septiembre), con un solista de trompa formidable dibujando un inalcanzable pianissimo, la maravillosa evanescencia de la tercera (Al ir a dormir), aderezada con exquisitos reguladores y con la participación (una más en una tarde que abundó en ellas) estelar del concertino de la orquesta bávara, y la inefable serenidad de la última (En el atardecer).
Señala oportunamente Rafael Fernández de Larrinoa en sus excelentes notas la mención que hace Strauss, justo al final de esa última canción, de la palabra ‘muerte’, con una cita, bien perceptible, a su propio poema sinfónico, escrito muchos años antes, Muerte y transfiguración. Un final que se apaga con solemne serenidad, realmente espeluznante en la interpretación escuchada ayer.
La segunda parte traía otro de los poemas sinfónicos más conocidos de Strauss, entre otras cosas porque el comienzo (El amanecer del sol), realmente impactante, alcanzó celebridad mundial al ser utilizado en la película de Kubrick 2001, una odisea en el espacio. Volvió Fischer a demostrar su formidable categoría con una interpretación construida con sabiduría y solidez, graduados los clímax de manera sobresaliente (el apabullante del propio comienzo, el tremendo generado en la mitad del episodio titulado El convaleciente, seguido de una pausa magistral y prolongada, que hizo contener la respiración al público, igual que alguna otra durante y al final de la obra), y dibujada, en fin, la compleja estructura (maravillosa la construcción del contrapunto en el fugado de De la ciencia) con una inteligencia y solidez impecables.
Interpretación de emocionante intensidad dramática y esplendorosa, apabullante sonoridad, con una absoluta claridad y admirable equilibrio de texturas y planos, sin que nada sobresaliera más que lo justo. Lástima que la falta (lógico, porque el Real ahora es un teatro de ópera y no un auditorio sinfónico) de un órgano de tubos nos hurtara esa parte de la grandiosidad sonora (el órgano electrónico, por bueno que sea, no es lo mismo). Pero daba igual. Lo que escuchamos fue un Strauss de contagiosa y bellísima intensidad. La orquesta brilló en todas y cada una de sus familias, con solistas sensacionales, desde el concertino (con labor intensiva toda la tarde) hasta el trompa, todos los de madera (incluido un flautín excepcional capaz de unos pianissimi nada habituales). En suma, una maravilla. La apuesta no podía salir mal. Y salió, en verdad, redonda.
Rafael Ortega Basagoiti
(Foto: Astrid Ackermann / Bayerischen Rundfunks)