MADRID / Sobresaliente James Ehnes con la Sinfónica de Dallas y Fabio Luisi
Madrid. Auditorio Nacional. 4-VI-2024. Ibermúsica 23-24. Dallas Symphony Orchestra. Director: Fabio Luisi. Solista: James Ehnes, violín. Obras de Mendelssohn y Chaikovski.
Han pasado casi cuarenta años desde que la Sinfónica de Dallas actuara por última vez para Ibermúsica, en 1985, bajo la dirección de su entonces titular, el mexicano Eduardo Mata (1942-1995), que fallecería trágicamente diez años después pilotando su propia avioneta. El de Mata fue el mandato más largo (1977-1993) al frente de la orquesta, más que centenaria, que ha conocido también titulares ilustres, pero de recorrido más breve, como Antal Dorati (1945-48) o Sir Georg Solti (1961-62). No está la orquesta tejana entre las más grandes estadounidenses (Nueva York, Filadelfia, Boston, Chicago y Cleveland), pero sí se la puede situar entre las siguientes a las conocidas como “big five”.
El italiano Fabio Luisi (Génova, 1959), batuta conocedora e intensa, es su titular desde 2020. Con él se ha producido el feliz retorno de la orquesta al ciclo de Ibermúsica, cuya temporada 23-24 clausura. Hacía también años que el propio Luisi no actuaba en el ciclo (su última participación fue en 2008). El primero de los dos programas ofrecidos en Madrid, que se comenta en esta reseña, no necesita presentación alguna: el famoso y bellísimo Concierto para violín y orquesta op 64 de Félix Mendelssohn y la Sinfonía nº 6 “Patética” de Chaikovski. Obras favoritas del público, que no se cansa de escucharlas, con buena razón.
El concierto de Mendelssohn nos gana desde el principio, cuando el violín ataca inmediatamente una melodía de emocionante belleza. Despliega luego, a lo largo y ancho de la obra, una música que combina la intensidad emotiva con una elegancia y refinamiento sublimes, ofreciendo excelente ocasión para el lucimiento del solista, pero sin pirotecnia artificial o vacua. Genuino romanticismo que emociona, y transpira, como en el chispeante movimiento final, contagiosa alegría.
El solista de la ocasión era el violinista canadiense James Ehnes (Brandon, 1976) que, con su Stradivarius “Marsick” de 1715, se presentaba por vez primera con Ibermúsica, aunque le hemos visto y admirado en otras ocasiones por estos lares. Sin ir más lejos, con la Orquesta Nacional (la más reciente, con el Concierto de Brahms, hace tres años, si no me falla la memoria). Desde el precitado motivo inicial lució Ehnes un sonido de gran belleza, lleno, con envidiable presencia, ancha dinámica, exquisita afinación y con un vibrato que, aunque de generoso recorrido, nunca distorsionaba ni afeaba la entonación. Envidiable su mano izquierda en cuanto a la articulación, y también la derecha, que gobernó un arco siempre ágil y preciso. Ambas cualidades presentes de forma especial en los movimientos extremos, con una brillantísima cadencia del primer movimiento y un fulgurante tramo último del mismo, y con un vibrante, jubiloso cierre del allegro molto vivace final. En medio, el canadiense sacó lo mejor de su elegancia cantable en el delicioso andante central, con una impecable lectura del pasaje con dobles cuerdas. Luisi, siempre sin batuta, ofreció un acompañamiento con nervio, pero cuidado en el ajuste y equilibrio con el solista.
El éxito, como cabía esperar dada la estupenda interpretación de Ehnes, fue muy grande. Y llegaron dos propinas, a falta de una. La primera, una pieza siempre espectacular, una de las favoritas entre las de su autor: la tercera Sonata de Ysaÿe, interpretada por Ehnes con tanta intensidad y brillantez ejecutora como sensibilidad y riqueza en la expresión. Como también era de esperar, el entusiasmo fue a más, y llegó el segundo regalo en forma de una lectura de tinte tradicional, pero muy expresiva y hermosa, del Largo de la Sonata nº 3 para violín solo de J.S. Bach.
Más allá de las cuestiones más o menos novelescas (que hoy parecen ya definitivamente infundadas) sobre si hay o no una fúnebre premonición en la Patética de Chaikovski, desatadas sobre todo por el fallecimiento del compositor apenas nueve días tras su estreno, es indiscutible que la obra sobrecoge desde el ominoso adagio inicial. Y ese estremecimiento alcanza el tenebroso desvanecimiento final, aunque en medio también haya lugar para la nostálgica elegancia del segundo tiempo o la vibrante y apasionada trepidación del tercero. Chaikovski, fiel a su costumbre, no pone las cosas fáciles ni a director ni a orquesta. Además de las dificultades de ejecución que su música tiene siempre, la inundación de indicaciones de matiz y tempo (a veces hasta tres cambios de tempo en apenas media docena de compases) obliga a maestro y agrupación a una flexibilidad suficiente sin que ello descuadre el ajuste del conjunto.
Luisi afrontó la tarea con la intensidad y claridad (también gestual) que le caracterizan, con tempi nada caídos, y con el centro de gravedad, como quedó después en evidencia, en el adagio lamentoso final. El inicio de la sinfonía tuvo un adecuado carácter lúgubre, pero la tensión, el misterio, hubieran necesitado más sutileza en el pp inicial del fagot, y más profundidad y resonancia en la sección grave de la orquesta. Se trató bien el segundo motivo de este movimiento por la cuerda, que evidenció en toda la velada un ajuste plausible y una sonoridad atractiva, aunque no de gran presencia (teniendo en cuenta el nutrido contingente empleado). Luisi manejó con plausible flexibilidad las continuas inflexiones de tempo antes aludidas, aunque en ocasiones los extremos pudieron haber sido articulados con más fluidez. Lucieron su clase los solistas de clarinete (espléndido el ppppp de este justo antes del allegro vivo), flauta y fagot. Luisi sacó el mejor partido de la cuerda en el intenso clímax de esta sección justo antes de la indicación andante come prima, cuando Chaikovski pide, muy explícitamente largamente ff – forte possibile. En el tramo final, el pp de trombones y tuba pudo ser más sutil.
Elegante, con gracia, el delicioso vals (que pese al compás de 5/4 no deja de serlo) del segundo movimiento, bien delineado por la cuerda. El Allegro molto vivace llegó con un tempo vivo, pero no arrebatado. Ejecutado con plausible energía y, cuando procedió, con indudable marcialidad. Dejó la sensación de que los metales de la orquesta, redondos y poderosos, quedaban por encima de una cuerda que, muy esforzada, no lograba que su presencia alcanzara la dimensión suficiente. Como ha sucedido tantas veces (y más ahora, que parece que está de moda estimular tal práctica) hubo un buen aluvión de aplausos tras su arrolladora conclusión.
El adagio lamentoso, como antes se apuntó, trajo lo mejor de la lectura de Luisi. Discurso bien matizado, cuidando las numerosas indicaciones de matiz de Chaikovski (¡qué significativas algunas de ellas, como la de con lentezza e devozione justo al principio del pasaje marcado andante!) y alcanzando una buena intensidad dramática. Plausible final de la obra, en el que trombones y tuba parecieron más finos en el matiz. Se echó de menos en el mismo, no obstante, esa sensación de abandono y desvanecimiento, ese apagamiento progresivo que marca la medida última del estremecimiento. Con todo, consiguió el maestro italiano, reteniendo sus manos en el último gesto, contener al público, evitando así el importuno aplauso del impaciente de turno, tantas veces rompedor de momentos, como ese ominoso final, en que la emoción necesita la contención interior antes que la explosión entusiasta.
La Sinfónica de Dallas se reveló como una agrupación esforzada, bien cohesionada y con un nivel medio notable en todas sus secciones, aunque los vientos, especialmente los metales, parecen de mayor presencia y brillantez que una cuerda algo corta en ese sentido, y en la que se echa de menos una mayor profundidad de la sección grave.
El éxito, en todo caso, fue muy grande, y después de varias salidas, Luisi accedió al regalo, en un clima bien distinto: la festiva, rutilante Obertura de la ópera Russlan y Ludmila, de Glinka, una página llena de virtuosismo y agilidad que el público siempre recibe con alborozo. No fue anoche la excepción. Un bienvenido retorno, el de esta notable orquesta estadounidense. Y un éxito grande y merecido de Ehnes.
Rafael Ortega Basagoiti
(fotos: Rafa Martín / Ibermúsica)