MADRID / Singular personalidad de Radulovic y brillante sonido de la Filarmónica de Múnich

Madrid. Auditorio Nacional (Sala sinfónica). Ibermúsica 22/23. 26-I-2023. Nemanja Radulovic, violín. Orquesta Filarmónica de Múnich. Director: Krzysztof Urbański. Nemanja Radulovic, violín. Obras de Chaikovski y Musorgski.
El segundo concierto de los filarmónicos muniqueses traía dos obras bien conocidas del gran repertorio, y un nuevo debut en Ibermúsica, el del violinista serbio nacionalizado francés Nemanja Radulovic (Nis, 1985), que se añadía al del director, Urbánski, que lo había hecho en el día anterior.
En la primera parte, el Concierto para violín y orquesta op. 35 de Chaikovski, obra que en sus inicios no gozó de gran predicamento pero que hoy se encuentra entre los preferidos del repertorio, con todo fundamento, porque es una partitura en la que brillan todos, y son muchos, los talentos de su autor. Chaikovski vive de bellas melodías, imaginativas modulaciones y armonías, variado colorido y guiños rítmicos de contagioso impulso (la danza, de una u otra manera, aparece continuamente en su música), elementos todos ellos con los que consigue una expresividad rica y variada, abierta a encendidas pasiones y efusivos lirismos. Música que, sin duda, no se entiende sin un adecuado juego de inflexiones de dinámica y tempo, pero en la que existe el doble riesgo de la excesiva rigidez si no se practica con la flexibilidad apropiada, o el exagerado amaneramiento si el juego de inflexiones alcanza dimensiones de festín.
Quien haya escuchado, en vivo o en grabación, a Radulovic, habrá podido comprobar inmediatamente que no se trata de un violinista comme il faut. Virtuoso de primera, su grabación de este concierto (DG, 2017, con la Borusan Istanbul Philharmonic dirigida por Sascha Goetzel) anunciaba en buena medida lo escuchado ayer. El serbio-francés lleva el juego agógico y dinámico al extremo: aceleraciones tremendas y repentinas, frenazos en seco, pausas que, más que respiraciones lógicas, son prolongadas en lo que parece una búsqueda de una tensión inesperada, y dinámicas con pianissimi apenas audibles, que no encuentran el extremo opuesto porque el sonido, por lo demás cálido y lleno (cuando así lo pretende), no abruma por la potencia.
Se dirá que su idea tiene mucha personalidad. Y se dirá con razón, qué duda cabe. Otra cuestión es si tiene tanta personalidad que la de Chaikovski queda un tanto diluida. Quien esto firma así lo cree. Su discurso pareció un tanto artificial, falto de fluidez. Imprevisible, sin duda, pero llevando el precitado juego de inflexiones tan lejos que finalmente el hilo quedaba un tanto, valga la expresión, deshilachado. Más aún, algunas aceleraciones se llevaban a tal extremo que se lesionaba la claridad de articulación (y en alguna ocasión la belleza de sonido), y ello pese a una mecánica de mano izquierda y de arco realmente excepcionales. Entre los excesos cabe también contar algunos golpes de arco de intencionada, aunque excesiva rudeza, especialmente en algún momento del final del tercer movimiento.
Dicho lo anterior, quienes estén abiertos a concepciones extremas como la de Radulovic, apreciarían sin duda la intensidad de su concepto, que es cualquier cosa menos aburrido. Otra cuestión es que, para más de uno, pueda en todo ello asomar la sombra de un show a lo Malikian, ya me entienden.
Urbánski y los filarmónicos muniqueses acompañaron con flexibilidad y buen entendimiento la singular interpretación del solista, y ciertamente no era tarea fácil conseguirlo. El trepidante final de la obra (ya el tempo de partida del Allegro vivacissimo fue muy vivo, así que imaginen lo que fue la coda, en la que Chaikovski pide acelerar) fue buena antesala para un gran éxito. No puede extrañar que la propina prolongara el espectáculo. La pirotecnia de Paganini se vio acrecentada en el regalo ofrecido: un arreglo-fusión que el también serbio Aleksandar Sedlar hizo de los caprichos 5 y 24 de Paganini en la que Radulovic lució todos los recursos que posee, que son muchísimos.
La segunda parte traía los Cuadros de Musorgski, en la fantástica y colorida (probablemente más colorida de lo que Musorgski hubiera querido, de haberla realizado él, por lo que sabemos de su propio quehacer sobre la cuestión en otras de sus páginas sinfónicas) orquestación de Ravel. Partitura de la que el inolvidable Celibidache, tantos años titular de esta orquesta, hacía una recreación realmente excepcional, mágica, grandiosa, de una riqueza extraordinaria de expresión y colorido, y de una grandeza inalcanzable en un final estirado hasta conseguir una solemnidad casi imposible.
Urbánski ofreció una concepción con tendencia a tempi ligeros, bien construida, y cimentada en la extraordinaria calidad instrumental de la Filarmónica de Múnich, que confirmó su magnífico nivel. Con esos mimbres, la interpretación no discurrirá mal salvo que el trabajo del director sea realmente flojo, y no fue el caso.
Pero es cierto que, tras el irreprochable Paseo inicial, se echó en falta esa mezcla de misterio y travesura que transmite Gnomos, y que El viejo castillo, con un andante tendiendo a lo ligero, pareció menos oscuro y melancólico de lo que es, pese a las excelentes intervenciones de los solistas de saxo y fagot, y pese al muy conseguido pp en el tramo final. Mejor, adecuadamente desenfadado y ligero, con estupenda contribución de la madera, Tullerías.
Pareció también más ligero que lo que demanda la indicación, especialmente en la segunda parte de la misma (Sempre moderato, pesante), Bydlo, cuadro en el que se lució el tuba. El gran arco dinámico que juega con el acercamiento y alejamiento del carro de bueyes pareció trazado de forma un tanto gruesa. La madera reiteró su excelencia en el Baile de polluelos, dicho con sonriente y alegre desenfado. Podría haber tenido algo más de severidad el andante dibujado en Samuel Goldenberg y Schmuyle, en el que se lució el solista de trompeta, impecable. Fue Limoges, junto a los citados Tullerías y El baile de los polluelos, de los mejores cuadros de la interpretación, vivo, ágil y con una cuerda espléndida.
En cambio, el binomio Catacumbas-Cum mortuis in lingua mortua pudo, especialmente con unos metales como los muniqueses, haber tenido más anchura, contraste y el carácter ominoso que la música demanda. El maestro polaco llevó la indicación Allegro con brio, feroce, del penúltimo número (La cabaña sobre patas de gallina) casi al extremo de lo posible, y aunque la orquesta respondió de maravilla, se echaron de menos algunos acentos que figuran en el original pianístico y se suelen incluir, creo que acertadamente (aunque no parezcan prescritos por Ravel), en la interpretación sinfónica. Hubo, en otras palabras, más brío que furia. Pero, además de algunos de los números citados (Bydlo, El viejo castillo, Catacumbas…), si en algún sitio echamos de menos a Celibidache de una manera muy especial, fue en la Gran puerta de Kiev. Urbanski la condujo con brillante resultado de sonoridad y plausible grandeza, pero de nuevo puso el énfasis en la primera parte de la indicación Allegro alla breve, maestoso, con grandezza. El carácter grandioso, que crece progresivamente, y de manera más clara cuando Musorgski prescribe Meno mosso, sempre maestoso, y luego en la colosal conclusión, cuando demanda un éxtasis final en el Poco a poco rallentando, quedó plausiblemente traducido aunque, para quien esto firma, y teniendo en cuenta los mimbres orquestales disponibles, pudo haber alcanzado otra dimensión.
Interpretación, en todo caso, de notable brillantez sonora del maestro polaco, que en lo gestual navegó ayer con bastante más tendencia al amaneramiento que el día anterior, y éxito grandísimo para él y para la magnífica orquesta muniquesa.
Rafael Ortega Basagoiti
(Foto: Rafa Martin / Ibermúsica)
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