MADRID / Siegfried Thunberg y el ecoanillo maldito
Madrid. Teatro Real. 13-II-2021. Wagner, Siegfried. Andreas Schager (Siegfried), Andreas Conrad (Mime), Tomasz Konieczny (Viandante), Martin Winkler (Alberich), Jongmin Park (Fafner), Okka von der Damerau (Erda), Ricarda Merbeth (Brünnhilde), Leonor Bonilla (voz del Pájaro del Bosque). Dirección de escena: Robert Carsen. Escenógrafo y figurinista: Patrick Kinmonth. Responsable de la reposición: Eike Ecker. Orquesta titular del Teatro Real. Dirección musical: Pablo Heras-Casado.
Inasequible al desaliento, el Teatro Real se mantiene firme en su papel de baluarte de la ópera y oasis en medio del desierto, y mantiene abiertas sus puertas cuando todos los grandes teatros llevan casi un año cerrados. Y, no solo eso, se atreve a poner en pie Sigfrido sin reducir la plantilla orquestal –o eso se nos dice–, recurriendo a soluciones imaginativas, como es colocar a parte de los efectivos en palcos de platea, para que los músicos puedan distribuirse en el foso manteniendo una prudente distancia entre ellos. Una solución subóptima, que afecta gravemente a la imagen acústica. Desde mi butaca de platea, cuando tocaban las seis arpas que tenía justo al lado, sólo oía a estas. Me cuentan que, justo enfrente, sólo oían a los trombones, colocados en los palcos pares, y que en las localidades de paraíso apenas se oían las arpas. Ignoro si desde alguna localidad se oirá como debería.
Los días previos al estreno leí y oí varios comentarios sobre la puesta en escena de este Anillo y su eje central, la ecología y la destrucción del medio ambiente por la acción depredadora del hombre. Después de oír en Radio Nacional al director musical, Pablo Heras-Casado, hablar del cambio climático y de la plena actualidad de la propuesta escénica de Robert Carsen, con referencias a las recientes nevadas caídas en España debidas a la borrasca Filomena, me esperaba lo peor de este Sigfrido. No sé, ver aparecer al protagonista con coletas, travestido en una Greta Thunberg wälsunga. Pero no, lo que vi fue una entrega más de una propuesta fallida, carente de ideas, visualmente pobre –los grandes momentos no están bien resueltos, hay una cierta pereza artística a la hora de abordarlos–, autorreferencial –hay elementos en la escena que se repiten de jornada en jornada, como un Leitmotiv más–, que al menos no ofende. La cueva de Mime podría ser una chabola de la Cañada Real; el bosque son unos postes que quieren ser árboles desmochados en un terreno yermo; la roca de la Valquiria es un salón del Valhalla, como en la jornada previa, y el fuego mágico es pobretón; en fin, el dragón Fafner es la pala doble de una excavadora gigante, quizá el único detalle simpático –en su ingenuidad y espectacularidad– de la producción y la conexión profunda con el rollo ecológico junto a la primera escena de El oro del Rin (lo del Pájaro del Bosque muerto es una ocurrencia que crea más problemas que los que resuelve, bordeando el ridículo). Un trasfondo, el ecológico, que poco tiene que ver con la obra y al que, al menos de momento, tampoco se saca partido. La última escena tiene lugar en un escenario prácticamente vacío, salpicado de lo que parecen restos de héroes que fracasaron en su intento de atravesar el fuego y despertar a Brunilda. Los personajes son reconocibles, pero hacer que Erda pase la fregona en casa de Wotan, o convertir a Alberich en un vagabundo beodo son licencias que antes parecen obra de la perversión o la inanidad de los responsables escénicos que de una dramaturgia inteligente y respetuosa con la obra.
La orquesta, dirigida por Pablo Heras-Casado, sonó bien conjuntada y mostró calidad en todas sus secciones (el solo fuera de escena de Jorge Monte de Fez, la trompa de Sigfrido, fue espléndido; en el foso las trompas sonaron algo emborronadas y viscosas). Aparte los desequilibrios antes mencionados a causa de la colocación de los instrumentos, los violines carecieron de la presencia debida, lo que se notó sobremanera en el interludio que precede a la última escena, donde, además, la sensualidad y el misterio brillaron por su ausencia. Hubo momentos de excelente factura, junto a otros romos, faltos de intensidad y pulso teatral, y detalles que delatan la escasa familiaridad del director granadino con el lenguaje wagneriano. Heras-Casado nunca subraya los Leitmotive, con lo que pierden parte de su función –están ahí para algo–, crucial en algunos instantes. ¿Se imaginan a Hamlet comenzar su célebre y esperado monólogo diciendo “To be or not to be” sin énfasis alguno, como si leyera la guía telefónica? En ocasiones las progresiones dinámicas no llevaban aparejada tensión alguna, sólo decibelios, como por ejemplo en el Preludio del primer acto. Hubo inexactitudes rítmicas, como en la entrada de Sigfrido en la primera escena, lo que confundió unos instantes a Andreas Schager. También en el complejo Preludio del tercer acto, que asimismo adoleció de falta de claridad. Los distintos ritmos y motivos superpuestos parecían estar en una confusa melé musical.
Por encima de todo, y aparte su singularidad en el actual panorama, lo que convierte a este Sigfrido en algo digno de verse es el reparto vocal, homogéneo, de un nivel muy alto, difícil de reunir. El incombustible Andreas Schager, deslumbrante en el rol titular, fue el merecido triunfador en el estreno. La voz es voluminosa, timbrada, el agudo percutiente. Cuesta recordarlo como el tenor que cantó Rienzi en este teatro en 2012. A diferencia de tantos Sigfridos vociferantes, mermados, y monocordes, Schager es variado, frasea con gusto, y además da bien en escena. Es el mejor cantante que ha encarnado el papel en décadas. Su Canción de la forja fue modélica, y aún tuvo fuelle en el dúo final para medirse favorablemente con su Brunilda, la experimentada wagneriana Ricarda Merbeth, ya en declive, superior en su prestación a la del año pasado en La valquiria, mas ligeramente calante y falta de brillo. Tomasz Konieczny no es un cantante precisamente fino. Posee una voz grande, tonante, rocosa, de emisión estrangulada. El material es poco dúctil, pero el baqueteado cantante polaco, Wotan fijo en Viena, conoce bien el papel y perfiló un convincente Viandante. Dos cantantes excelentes y experimentados, ambos actores sobrios y eficaces, Andreas Conrad y Martin Winkler, dieron vida respectivamente a un Mime untuoso, menos histriónico de lo habitual, y a un Alberich inquietante y neurótico, quizá el personaje mejor delineado de este Sigfrido. A pesar de contar con medios no ideales para su breve parte, por falta de relieve en el registro grave, Okka von der Damerau logró con su voz dotar de la requerida dignidad a Erda, personaje maltratado por la dirección de escena. Fue la suya una de las mejores escenas de la noche, y una muestra de la clase y versatilidad de la mezzo hamburguesa, grotesca Ježibaba en la reciente Rusalka. Jongmin Park fue un Fafner correcto, algo falto de volumen. Leonor Bonilla ha pasado en unas semanas de ser Carolina en Luisa Fernanda a Pájaro del bosque en Sigfrido. Dar vida a lo que en (esta) escena es un pájaro muerto no es tarea fácil. La voz es grata y fresca, pero la dicción es francamente mejorable, y no pareció sentirse cómoda en su breve cometido. Le faltó variedad en el fraseo para transmitir esa mezcla de dulzura e ingenuidad con que guía al héroe.
Finalizada la función, cerca de las 21:20, el numeroso público asistente –se cumplieron no obstante los protocolos y las medidas sanitarias vigentes– aún tuvo tiempo de prodigar calurosas ovaciones, especialmente sonoras las dedicadas a Schager, Konieczny, orquesta y director, y un abucheo al equipo escénico por parte de un sector del público, castigo a mi juicio excesivo, antes de abandonar el teatro –ordenadamente– de estampida. Las calles se llenaron de cenicientas que se apresuraban para refugiarse en sus casas antes de las 22 h y cumplir así con el toque de queda.
Miguel Ángel González Barrio
(Foto: Javier del Real)