MADRID / Sensaciones encontradas en la velada wagneriana del Teatro Real
Madrid. Teatro Real. 26-V-2024. Ciclo Voces del Real. Nina Stemme (soprano), Gustavo Gimeno (dirección de orquesta), José Luis Basso (director de coro). Orquesta y Coro Titulares del Teatro Real. Obras de Wagner.
El ciclo Voces del Real de la presente temporada se cerró el pasado domingo día 26 de mayo con un concierto íntegramente dedicado a Wagner que corrió a cargo de la Orquesta y Coro titulares bajo la batuta de Gustavo Gimeno y con Nina Stemme como solista invitada. La expectación era importante no sólo por contar con una de las más grandes wagnerianas de los últimos decenios, sino también por ver de nuevo frente a su próxima orquesta a quien asumirá la dirección artística del Real en 2025. Respecto a este segundo aspecto diré que quien suscribe esperaba mucho de Gimeno, porque me había impactado muy positivamente tanto en su prestación en este mismo teatro dirigiendo El ángel de fuego de Prokofiev en 2022, como en otras ocasiones que le había visto con la Sinfónica de Luxemburgo, de la que es el actual titular. Sin embargo, esta vez mi sensación ha sido un tanto agridulce.
No cabe duda de que empezar un concierto con el Preludio de Tristán e Isolda, una de las obras más conocidas, amadas, deseadas y esperadas tanto por aficionados como por profesionales músicos, es realmente arriesgado porque la tensión musical en ese comienzo es máxima y supongo que uno debe asumir que le van a juzgar haga lo que haga: por el tempo, por las dinámicas, por los silencios… Pero una vez sabido esto, creo que también hay que poner todos los medios para que los aspectos técnicos se ejecuten de forma absolutamente irreprochable y no haya ningún fallo, cosa que no sucedió. Un par de desajustes claramente audibles (en la primera repetición del archifamoso tema en los chelos y en la tercera respuesta a dicho tema en las maderas), y además muy continuados, denotan que algo no había quedado claro entre el director y su orquesta.
Personalmente, hubiera preferido un poco más de calma en el tempo y sobre todo en la intención que me parecía un tanto afanada, y también unos reguladores más amplios, pero hay que decir que una vez que llegó ese clímax inicial en forte, la cosa se relajó un tanto y hubo más conexión y fluidez en el discurso. Gimeno es buen músico, sabe conducir las frases y darles una dirección. Tiene buen gusto y hasta elegancia, diría yo. Y todo eso estaba, pero con poca hondura y ésa fue mi sensación durante prácticamente todo el concierto. Como si no hubiera seguridad en lo que quería transmitir, como si lo hiciera de forma un tanto superficial “por si acaso”, como si no quisiera ir al fondo de cada frase, al fondo del tiempo, al fondo de cada intención. Pero la música es la que es, un esplendor, y la orquesta suena bien (muy bien los solistas de clarinete y oboe), así que la cosa llegó a buen puerto y desembocó en la escena del Liebestod de Isolda.
El comienzo de Nina Stemme fue un tanto destemplado, evidenciando que lógicamente su larga carrera, con un repertorio que agota a la más pulida técnica, ha hecho mella. Un vibrato amplio en exceso y falta de flexibilidad vocal con tensión en los pianos y en la ejecución del legato fueron los aspectos negativos más acusados, aunque hay que decir que todo esto lo fue controlando a lo largo de esta escena y que de hecho, su prestación en la segunda parte del concierto fue mucho más satisfactoria. Eso sí, sigue teniendo un centro absolutamente formidable y un caudal fabuloso. La interpretación no terminó de convencerme, no sé si debido a sus actuales limitaciones que obligaron a Gimeno a empujar un tanto las frases, o si se trató de algo consensuado. En cualquier caso, a esta Muerte de Isolda le faltó abandono y éxtasis, fue casi una marcha decidida hacia el patíbulo en lugar de un largo desfallecimiento.
Después llegó la gran desconocida de la velada, la cantata La cena de los Apóstoles, escrita por Wagner en 1843 por encargo de la Asociación Cultural de Dresde para la festividad de Pentecostés. Para ello tuvo que interrumpir la composición de Tannhäuser, así que imagínense con qué estado de ánimo debió de escribir la partitura el amigo Richard. Parece que con ocasión del festival de Canto de la ciudad y para el estreno de la obra se reunió a 1200 cantantes organizados en tres coros nada menos, como se nos dice en las notas al programa. Pues imagínense el resultado con esos mimbres: asunto religioso para un señor que sólo creía en sí mismo (hasta que le fue viendo las orejas a la Parca y echó los restos con Parsifal), obligación material de componer algo y un ejército coral. Me van a perdonar, pero me resultó inevitable acordarme de ese sketch de los Monty Python en el que el Papa le echa la bronca a Miguel Ángel por el cuadro que le ha pintado ilustrando la Última Cena, con 28 discípulos, 3 Cristos y un canguro. Pues aquello era algo parecido.
La parte inicial de un cuarto de hora para coro a capella, sin duda de gran dificultad que los componentes masculinos y algunas altos sobrepasaron con gran mérito y buen resultado (bravo por el ingente trabajo también a su director José Luis Basso), es un compendio de convenciones de la tradición coral alemana, con los consabidos efectos retóricos que ya encontramos en muchos corales protestantes incluso previos a Bach, pasados por autores como Mendelssohn pero desde luego, sin el empeño ni la fe de este último. Y eso, se oye. Supongo que el refuerzo de altos era necesario para completar los citados coros en número suficiente y hay que decir que el empaste fue muy bueno, aunque en algún momento en forte se podía distinguir perfectamente el timbre femenino, lo cual resultaba un tanto extraño… o no, entre tanto discípulo, bien me cabía María Magdalena, la de Cleofás o las dos. También hay un coro celestial (el canguro) que había sido grabado previamente por el propio coro del Real y se emitió mientras aparecía la proyección Cielo de Jaume Plensa con el azur madrileño sobre la cúpula del Real. Por fin ha servido para algo tener dentro de la sala el mismo cielo que hay fuera. La cosa tuvo su gracia, la verdad. Y ya por fin, entró la orquesta, para ofrecer junto al coro la última parte de la obra, que, para no robarles más tiempo, les diré que recordaba mucho a Tannhäuser ‒no es de extrañar‒ con regustos de Meyerbeer. Faltó control desde la batuta porque por momentos, el coro prácticamente tapó a las cuerdas. Fantásticos los metales, que sospecho que se lo pasaron bastante bien. En definitiva: mucho ruido, muchas nueces y mucha castaña.
Volvimos al mejor Wagner en la segunda mitad del recital, que estuvo consagrada a esas cuatro partes de El ocaso de los dioses que se suelen ofrecer en concierto: Amanecer, El viaje de Sigfrido por el Rhin, Marcha fúnebre de Sigfrido e Inmolación de Brünnhilde. La sensación de falta de profundidad que tuve en los fragmentos del Tristán no hizo sino acrecentarse, aunque hubo sus momentos bien dibujados, especialmente cuando el carácter es más festivo. Tampoco termino de entender qué se gana poniendo a los contrabajos a la izquierda tras los primeros violines teniendo en cuenta que, dada la masa orquestal, algunos quedaban casi metidos entre bambalinas, con la consiguiente pérdida sonora en los graves que, francamente, se lamentaba en no pocos momentos. Mención especial para el solista de trompa (Jorge Monte de Fez, si mi memoria no me falla, porque no aparecía en el programa), que se marcó un solo impresionante, como ya hizo en las representaciones de la ópera completa hace un par de años. Muy bien el solista de trombón y el empaste de toda la sección de metales en general, así como los solistas de madera. En cuanto a las cuerdas, buen trabajo general, pero me faltaron más contrastes y planos, más claridad en general, y eso es cosa de la dirección. Una vez más, faltó implicación interpretativa en esta apoteosis del leitmotiv, decir y declamar más las cosas, llevarlas hasta el final y no quedarse en la mera sugerencia.
En cuanto a Nina Stemme, en su Inmolación estuvo mucho más convincente, segura y dominadora de su papel y logró realmente un gran momento wagneriano. La voz estaba mucho más templada, hubo más control del vibrato, los pasos de un registro a otro se atenuaron y aunque la dificultad para la emisión del agudo seguía patente, hubo menos tensión. Incluso diría que consiguió meterse mucho más en el papel y nos ofreció momentos de una épica y un dramatismo considerables. Tras la salva de aplausos reconociendo su interpretación y toda su carrera, ofreció el bellísimo “Träume” de los Wesendoncklieder, en el que mantuvo la línea que pudimos disfrutar en esta segunda parte.
¿Faltó tiempo de ensayo? ¿Faltó convencimiento y seguridad? No lo sé, pero aunque fue un concierto digno, creo que la ocasión y el programa merecían dar más de sí por parte de Gimeno. Espero que vuelva por sus fueros ‒como a buen seguro así será‒ y nos haga recordar sus prestaciones precedentes.
Ana García Urcola
(fotos: Javier del Real)