MADRID / ‘Se Vende, zarzuela’: de lo corrosivo a lo iconoclasta
Madrid. Fundación El Instante. 6-V-2021. Se Vende, zarzuela (música de Jesús Rueda, David del Puerto y Javier Arias). Soledad Cardoso y Maylín Cruz, sopranos; Sandra Pastrana, mezzo; Xavier Mendoza, barítono. Ignacio Vicens y Miguel Marinas, actores. Madrid Festival Orchestra. Director: Albert Skuratov, Coro de la Orquesta Filarmonía.
Curioso, rompedor, colorista, crítico, insólito y demoledor espectáculo el organizado por la benemérita Fundación El Instante, a lo que parece sin ningún otro apoyo exterior. Mérito es sin duda haber levantado una función tan llena de complejidades, tan esquinada y revestida de tantos significados, que deja vía libre y ancho campo para que el oyente y espectador sea él mismo intérprete y a la vez creador del cúmulo de mensajes que se van lanzando a diestro y siniestro y que ponen en solfa muchos de los aspectos que forjan la vida y los modos de verla y desarrollarla en nuestros días.
Es evidentemente una buena carta de presentación, en línea con alguna de las otras actividades de nuevo cuño que ya se han desarrollado en la sede la Fundación —unas antiguas cocheras—, que dirige la arrostrada Cristina Pons y preside el pintor y literato José María Sicilia, y que ha nacido con voluntad de agitar el cotarro, ser vehículo de nuevas y avanzadas propuestas y dinamitar en lo posible la vida cultural madrileña. La zarzuela que acabamos de ver lleva por título Se vende y ofrece claves muy curiosas y sorprendentes.
Se trata de una suerte de reality show, se nos dice: “Un espectáculo que vende fama, glamur, desazón, corrupción y tiempo. Una nueva forma de ver el género chico con una puesta en escena inmersiva que preserva la esencia del género a base de humor, crítica y actualidad”. Los personajes hablan y actúan en “un papel cuché virtual”. Se plantea una subasta, que establecerá su grado de popularidad. Se expone que no hay moraleja ni ideología y que lo que en definitiva importa por encima de todo es la fama. Cuestiones que nacen del chateo en el que están inmersos un grupo de muchachos, atentos, como tantos, a Twitter o Instagram, a series televisivas… y a una zarzuela.
El argumento describe la peripecia de tres celebridades —Timo Time, Nada Time y Time de Rien—, que participan en una gala que va a ser emitida en directo por televisión. En el escenario son recibidos por el Martillo, maestro de ceremonias. Pese a las expectativas la subasta es un fiasco por falta de pujadores y el presentador acaba suicidándose a la vista del público. Cuando todo parece indicar que aquello va a terminar en trifulca se abre, por el contrario, una escena final en la que, como remate de la farsa, todos cantan y bailan a ritmo caribeño un ‘corona-danzón’.
El espectáculo funciona bien, aunque, si no se tienen esas claves previas, no resulta, tan abigarrado es, del todo comprensible. Los acontecimientos se suceden sin solución de continuidad a la vez que se van alternando y sobreponiendo continuas imágenes por ordenador en un aparente totum revolutum: políticos muy conocidos, muchos de ellos corruptos, frases lapidarias, tuits variopintos, colorido tan subido de tono como las proyecciones pornográficas previas, en las que copulan sin ton ni son monstruos del más variado pelaje con hermosas doncellas. Es tal el cúmulo de información que uno termina sin saber a dónde mirar y qué escuchar, aunque el mensaje a la postre vaya quedando claro y nos sitúe en lo que lamentablemente es el mundo que hemos construido y en el que a la postre vivimos.
Un planteamiento que no deja de tener su miga, su enfoque hipercrítico a una realidad y que dura en torno a una hora. Tres actos, el último de ellos con cinco cuadros, que se desarrollan en la calle, en el hall y en la sala, todo ello adaptable a cualquier espacio escénico. La función viene servida por la música de tres relevantes compositores de nuestro presente: Jesús Rueda, David del Puerto y Javier Arias, que han ilustrado un sorprendente libreto de J.M. Fernández Shaw, que es autor también de la escenografía e imágenes y de la dirección de escena. Música bien destilada, técnicamente irreprochable, que atiende a alguno de los presupuestos básicos de nuestro género lírico.
Es difícil averiguar, y tampoco viene al caso, qué pentagramas corresponden a cada uno de los tres compositores. Lo cierto es que funcionan y suenan como salidos de la misma mano y se mecen de continuo en alguno de los sones y ritmos más característicos de este tipo de creaciones, tan propias de nuestra tradición y tan apegadas al estro madrileño. Chotis, pasodobles, habaneras, danzones —como el que comentado que cierra animadamente la obra— y otras piezas desfilan ante nuestros oídos siguiendo una instrumentación y un flujo no exento de melos y, desde luego, muy hábilmente orquestado y revestido adecuadamente para la ocasión.
Las cuatro voces solistas se desenvolvieron a satisfacción, con mención especial para la soleada y muy rica tímbricamente de la soprano Soledad Cardoso, ágil y retrechera. A su lado la también soprano, más ligera y de metal más penetrante, Maylín Cruz, y la mezzo lírica, de penumbroso y un punto nasal espectro Sandra Pastrana. El barítono lírico Xavier Mendoza exhibió su buena emisión, su timbre grato y una cierta opacidad en la zona aguda. A su lado actores veteranos y sobrios, como Miguel Marinas e Ignacio Vicens, alumnos de la Carlos III y el Coro juvenil de la Orquesta Filarmonía, que mostraron su bisoñez y una cierta inseguridad y falta de precisión, a la vez que una evidente timidez.
Albert Skuratov los dirigió a todos con tino y gesto elegante y se apoyó en la también juvenil Madrid Festival Orchestra, con algunos instrumentistas de valía en sus filas. Un grupo de vientos se desgajó momentáneamente del resto en el momento de la presentación de las tres protagonistas, realizada al otro lado del escenario principal, lo que motivó que tuviéramos que hacer algún que otro contorsionismo; un factor más que reforzaba el abigarramiento, la desazón, la iconoclastia de lo que allí vimos y no siempre oímos con claridad.
Arturo Reverter