MADRID / Rouvali y Benedetti, coetáneos con talento y personalidad
Madrid. Auditorio Nacional (Sala sinfónica). 19-IV-2022. Nicola Benedetti, violín. Philharmonia Orchestra. Director: Santtu-Matias Rouvali. Obras de Beethoven y Chaikovski.
La escuela finesa de directores de orquesta goza, sin duda, de excelente salud. Después del inolvidable zurdo Berglund, vinieron Vänskä, Salonen, Oramo, Franck o Saraste, pero más tarde han llegado Susanna Mälkki, el jovencísimo Klaus Mäkelä (1996), que ya suena nada menos que como posible sustituto de Riccardo Muti en Chicago, y quien dirigió el concierto de Ibermúsica ayer: Santtu-Matias Rouvali (Lathi, 1985), alumno, como buena parte de los mencionados, de Jorma Panula, uno de los mayores y mejores maestros de dirección de nuestros tiempos.
El concierto constituía la presentación en el ciclo madrileño de Ibermúsica (lo había hecho antes en sendos conciertos en Canarias en 2020) del joven finés, a quien los habituales de la orquesta nacional sí habían tenido ocasión de ver y admirar en 2018 en una magnífica interpretación de la Segunda sinfonía de Sibelius. La solista de la ocasión era la escocesa Nicola Benedetti (West Kilbride, 1987), con su Stradivarius “Gariel” de 1717. La orquesta era nada menos que la Philharmonia londinense, formación nacida en 1945 bajo el impulso del productor de EMI Walter Legge, con propósitos inicialmente enfocados sobre todo al creciente mercado discográfico. La Philharmonia ha conocido páginas esplendorosas bajo las batutas de Herbert von Karajan, Otto Klemperer o Carlo Maria Giulini. Nuestro compatriota Rafael Frühbeck de Burgos la dirigió con asiduidad y dejó, para el sello mencionado, alguna grabación que hoy sigue siendo referencia, como el Elías de Mendelssohn. Pasó también la orquesta algunos momentos de crisis y zozobra, que hoy por fortuna parecen haber quedado atrás, primero con el impulso que Salonen le dio durante su mandato como titular (desde 2008) y ahora con su joven compatriota, que asumió dicha labor desde 2021-22. En su tradicional presentación, Clara Sánchez dedicó un oportuno recuerdo a los recientemente fallecidos Radu Lupu y Nicholas Angelich, ambos pianistas con estrecha relación con Ibermúsica.
Las no siempre felices pero muchas veces inevitables coincidencias programadoras quisieron que, apenas poco más de un mes después de que otro ciclo madrileño, La Filarmónica, lo programara (en aquella ocasión la solista fue la noruega Vilde Frang, apenas un par de años mayor que Benedetti), escucháramos el Concierto para violín de Beethoven. Como señalé entonces, esta obra de 1806, única destinada al instrumento por el compositor de Bonn, tiene una engañosa apariencia de ser menos cruel en la demanda técnica que otros conciertos del gran repertorio. Lo cierto es que el solista está expuesto como en pocas ocasiones. Afinación, redondez del sonido, justeza de vibrato, variedad equilibrada del fraseo y riqueza y anchura del matiz son constantemente puestos a prueba, sin artificios capaces de disimular carencias o deslices en estos aspectos.
Benedetti comparte con su colega nórdica buena parte de virtudes: el sonido es bonito, con buena presencia, el ataque en ocasiones un punto más duro, el vibrato equilibrado y la afinación generalmente precisa, con tan sólo alguna ocasional y ligera imprecisión en la tesitura más aguda. Maneja Benedetti una dinámica ancha y un discurso coherente, planteado con personalidad, nervio y atrevimiento. El concierto es expuesto, sí, y ella no rehúye riesgos ni se refugia en la seguridad. Con la partitura en una tablet en el atril, la escocesa cantó con gusto y acierto, conectando perfectamente con un Rouvali que presentó un acompañamiento también intenso, contrastado, minucioso en los reguladores y enérgico en los acentos, también ancho en la dinámica y acusado en los contrastes.
La música tuvo en manos de ambos la intensidad que uno espera en Beethoven. No era un Beethoven anodino, de esos en los que no pasa nada. Aquí había intensidad, contrastes, acentos de indisimulada contundencia, incluso aunque se corriera, especialmente por la parte solista, el riesgo de algún ataque áspero.
Tuvo especial interés la novedad de la cadencia. Habitualmente escuchamos las espléndidas de Kreisler o Joachim, ya que Beethoven no escribió cadencia alguna para este concierto. En cambio, inducido por Clementi, escribió una versión pianística de este concierto (op. 61 a), y para ese sí escribió una cadencia en la que solista (piano) y timbalero participan a dúo. Gidon Kremer, entre otros, adaptó esta cadencia (piano incluido) para incluirla en su grabación del Concierto para violín junto a Nikolaus Harnoncourt. Benedetti tomó hace tiempo una decisión diferente: tomar elementos de esa cadencia (timbal incluido) para una nueva cadencia que ella y su amigo pianista Petr Limonov (Moscú, 1984) han escrito, y que ayer pudimos escuchar. Pieza interesante, que se aparta algo, pero non troppo (teniendo en cuenta que hay en ella fragmentos del propio Beethoven), de la estética del gran sordo.
Tuvo fluidez y bonita expresividad el canto de la solista en el segundo movimiento, en el que las trompas hubieran podido lucir algo más de sutileza en el pasaje inmediatamente anterior a su primera entrada. Vivo, decidido el Rondó final, con el estribillo finamente diferenciado en sus repeticiones, pero siempre con un fraseo musical, lógico y nada caprichoso. Rouvali, ya se dijo, acompañó con minuciosa atención al detalle, conectando bien con el nervio y vitalidad propuestos por la escocesa. El éxito de la brillante interpretación fue grande y Benedetti regaló una adaptación propia (y deliciosa) de melodías populares escocesas.
Rouvali confirmó, a lo largo de todo el concierto, lo que quienes le habíamos visto antes ya sabíamos: es un director de enorme talento y mucha personalidad. Su mando es preciso, con una batuta que se mueve ágil y clara, sin exceso de aspavientos, pero con energía y nitidez en la indicación. Tiene ideas clarísimas sobre lo que quiere hacer y cómo conseguirlo. Transmite, creo que también a la orquesta y quizá de ahí que despierte su entusiasmo con facilidad, una sensación de perfecto control de lo que ocurre en la formación. Asistimos a un impecable control de planos orquestales y una nitidez de exposición absoluta, sin que la escucha de detalles que no son habituales perjudicara la claridad con la que oímos los que sí lo son.
En una partitura como la Quinta de Chaikovski, inundada de indicaciones e inflexiones agógicas (los cambios de tempo prescritos no sólo son abundantísimos, sino literalmente seguidos; en algún momento, un pasaje de cinco compases puede tener cuatro indicaciones diferentes), Rouvali prestó una minuciosa atención a esas inflexiones, incluso añadió (con buen gusto, hay que decirlo), alguna no contemplada. Manejó con exquisita atención cada regulador y planteó su interpretación desde la mayor amplitud de contrastes y acentos. Graduó con extremo acierto las tensiones y construyó los clímax de forma sobresaliente.
Toma también, en el contexto de esa intensa y dramática visión, algunas decisiones no habituales. Sorprendió el inicio, más enérgico de lo habitual, de la cuerda en el inicio del Allegro con anima del primer movimiento, algo lejos del ppp prescrito. Pero la intensidad conseguida con ese magnífico manejo general de la agógica fue buena compensación. Curiosa, por inhabitual, pero tremendamente eficaz, la decisión de culminar el tremendo crescendo de clarinetes (en el salto reiterado de quinta a partir del c. 154), con la ejecución elevando hacia la audiencia la campana de sus instrumentos. Bien dibujado el Andante cantabile, expresivo y con excelentes prestaciones de trompa, clarinete y oboe, aunque probablemente el tiempo traerá algo más de sutileza al dibujo de este movimiento.
Elegante, con excelente impulso rítmico y envidiable y perfectamente ejecutado rubato, el Vals del tercer movimiento. Y rotundo, solemne pero enérgico en el principio y con contagiosa y creciente vibración el movimiento final. Hubo conato del inoportuno aplauso en el acorde de séptima dominante (un clásico de quienes parecen no escuchar que aquello no ha acabado), pero el rápido inicio de Rouvali tras el calderón impidió que la cosa fuera a mayores. La coda fue trepidante y culminó una interpretación intensa, contrastada, planteada con mucha personalidad y ejecutada con brillantez.
La tuvo la prestación de la Philharmonia, a la que vimos más consistente que en alguna ocasión reciente. En la cuerda brillan especialmente violines y contrabajos, siendo tal vez las violas la sección menos brillante. Estupenda la madera, especialmente clarinetes y oboes. Y brillantes, rotundos pero no estridentes, metal y percusión.
El éxito fue grandísimo y la orquesta ovacionó repetidamente y con entusiasmo a su joven titular, pero, en esta ocasión, Rouvali no ofreció propina alguna. Excelente concierto, en fin, con dos artistas coetáneos de gran personalidad, autores de interpretaciones sobresalientes. Concierto también que confirma que nos encontramos ante un director al que hay que seguir. Mäkelä, ya lo dijimos, suena para Chicago. Rouvali (titular ahora mismo en Gotemburgo y Philharmonia), suena para Nueva York. Veremos qué movimientos de podios se nos vienen en los próximos meses. Lo que es evidente es que los británicos apuntaron muy bien cuando ficharon a este joven y estupendo director.
Rafael Ortega Basagoiti
(Foto: Rafa Martín – Ibermúsica)