MADRID / ‘Rigoletto’ en el Teatro Real: Verdi, a salvo
Madrid. Teatro Real. 2-XII-2023. Ludovic Tézier (Rigoletto), Javier Camarena (Duque de Mantua), Adela Zaharia (Gilda), Simon Lim (Sparafucile), Marina Viotti (Maddalena), Jordan Shanahan (Monterone). Orquesta y Coro del Teatro Real. Dirección musical: Nicola Luisotti. Dirección de escena: Miguel del Arco. Verdi: Rigoletto.
Rigoletto, basada muy libremente en Victor Hugo por el libretista Francesco Maria Piave bajo el ojo avizor de don Giuseppe, es una de las tantas obras maestras de Verdi pero, esta vez, centrada en la corrupción y la sordidez de una corte provinciana venida a menos y exhibicionista de sus propios vicios. Un duque putero, un bufón que se burla de los débiles, una hija del bufón que lo engaña en connivencia con una dueña rufiana, un sicario y su hermana, una furcia de carretera. La inmarcesible vena dramática verdiana y la infatigable belleza de su música, su canto solista, coreado o polifónico, acuden al rescate de esta compleja viñeta de la maldad humana que culmina cuando el bufón, sin saberlo, paga para que un asesino profesional le mate a la hija.
Desde luego, hay tela que cortar en la tejeduría del maestro. Su teatralidad está servida y se la puede traducir a diversos lenguajes escénicos contemporáneos. Lo que no se debe hacer es malograrla y convertirla en un batiburrillo escénico fastidioso tanto para los cantantes sacados de quicio como para el público que sospecha estar viendo una ópera pensada para otra partitura.
Esto es lo que ocurrió en el Teatro Real bajo la puesta en escena de Miguel del Arco y su equipo. La corte de Mantua pareció extraída de un musical americano cuando no del Paralelo barcelonés; Rigoletto vive en una región montañosa en plan páramo donde su casa es una cueva con vegetación tropical; la posada del sicario es un campamento de emergencia tras un terremoto o una inundación. Para colmo, todo el tiempo invade la escena un cuerpo de bailarinas con despliegue escolar y una multitud de figurantes y figurantas que no dejan tranquilos a los personajes. Todo es aceptable como variante estética. Nada lo es por este inescrutable aparato, dadas su ineptitud técnica y su ineficacia teatral.
Por suerte, Verdi y su inmarcesible maestría resultaron a salvo por la elevada excelencia de los músicos. Ante todo por Nicola Luisotti, férrea garantía, él sí, de eficacia y soberano buen hacer. Bastó la descripción del clima sórdido y doliente del preludio para confirmar que estábamos en buenas manos. Así su orquesta sonó esmaltada, límpida, con las velocidades óptimas y un mimo atento a la tarea de los cantantes, de modo que todo fluyera a favor del relato, que lo hay por más que se lo maltrate.
Ludovic Tézier hizo un protagonista a la altura de sus grandes predecesores. Tiene el exacto registro del barítono noble verdiano, de materia abundante, registro suntuoso, dominio en la emisión y fraseo impecable. La Gilda de Adela Zaharia aunó la frágil virginidad con la tentativa sensual en una síntesis de vocalidad y figura que culminó en un Caro nome antológico, premiado con una interminable ovación de la sala, que respiró consolada de la puesta por el reencuentro verdiano. Javier Camarena lució su bellísimo vocalismo. Marina Viotti hizo una Maddalena de rompe y rasga, tanto en lo vocal como en lo visual, y los bajos (Simon Lim, Jordan Shanahan) echaron el resto con generosidad vocal y un decir contundente. Verdi, rescatado, agradece la operación de salvamento.
Blas Matamoro
(fotos: Javier del Real)