MADRID / René Jacobs y su ‘Carmen’ antes de ‘Carmen’
Madrid. Teatro Real. 27-III-2024. Gaëlle Arquez; François Rougier; Thomas Dolié; Sabine Devieilhe; Frédéric Caton; Yoann Dubruque; Margot Genet; Séraphine Cotrez; Karolos Zouganelis; Emiliano González Toro; Grégoire Mour. Dirección musical: René Jacobs. Dirección del coro: Thibaut Lenaerts. Dirección del coro de niños: Ana González. B´Rock Orchestra. Choeur de Chambre de Namur. Pequeños Cantores de la ORCAM. Bizet: Carmen (Versión de 1874, edición de Paul Prévost).
El Teatro Real de Madrid ha presentado este miércoles 27 de marzo “la Carmen de Jacobs”. Perdonen ustedes este cierto vulgarismo, pero la realidad es que el hecho de que el gran director belga fuera a ponerse al frente de la que quizá sea la obra más conocida del repertorio, ha dado lugar a ese sintagma entre los aficionados. Sin duda había cundido la curiosidad, la expectación y por qué no decirlo, también cierto recelo ante un desafío que, en principio, parece corresponder más bien poco con el recorrido musical del de Gante.
Como no quiero que nadie se aburra o sienta que le ocupo demasiado tiempo, paso a darles algunas indicaciones sobre lo que sigue que les pueden ser de utilidad. Quien quiera leer únicamente lo relativo a la interpretación musical, que se dirija al número 3, quien tenga curiosidad por tener alguna precisión sobre las diferencias entre la versión que presentó Jacobs y la que se suele interpretar en cuanto al texto musical y libretístico, que vaya al número 2; y quien, presa de delirios sado-masoquistas, además quiera enfangarse en mis comentarios sobre las notas justificativas de René Jacobs al respecto de su versión, que se zambulla ya mismo en el número 1.
1. Antes de entrar en materia, y teniendo en cuenta que el propio Jacobs se ha encargado de redactar las notas que justifican determinada elección en lo que a la edición se refiere, consideramos lógico comentar algunas de las afirmaciones que en ellas podemos leer. El director se ha decantado por la edición que el musicólogo Paul Prévost ha establecido para Bärenreiter basándose en la versión de 1874, es decir, el manuscrito autógrafo de Bizet antes de que comenzaran los ensayos (sin embargo contiene algunos retoques de Ernest Guiraud, execrado por la musicología por ser el autor del “borrado” de las partes habladas). Tanto Jacobs como el propio Prévost consideran que se trata de la versión más cercana a las intenciones musicales “auténticas” de Bizet, porque hubo de modificar no pocas cosas a medida que avanzaban los ensayos. Jacobs llega a afirmar (en nota de prensa, suponemos, pues es lo que ha salido publicado en varios medios) que se trata de “la reconstrucción de la ópera que nunca llegó a escuchar pero con la que soñó”. El Maestro sabe mejor que nadie que desde que la ópera es tal y hasta bien entrado el siglo XX, que cualquier partitura estaba sujeta a todo tipo de modificaciones, alteraciones o sustituciones en función de cualquier cambio en el contexto: desde los deseos del empresario hasta una enfermedad del tenor, por poner dos ejemplos banales y habituales. En definitiva, que las óperas eran auténticos work in progress incluso después de su estreno. Ante esta situación que se planteaba siempre, cabe preguntarse si la idea primera que tuvo Bizet es menos legítima o interesante que el resultado final, por no decir que sabía de sobra que su primera versión no llegaría tal cual a la première. El único sueño de Bizet del que tenemos constancia al respecto de Carmen es que esperaba que por fin con ella le llegara el éxito que merecía. Y llegó, pero en forma de victoria pírrica, puesto que la muerte le arrebató la posibilidad de disfrutarlo.
Cita Jacobs a Prévost en sus notas diciendo que la versión de 1874 es «fruto del trabajo compositivo de Bizet antes de que las intervenciones exteriores y el calvario de los ensayos y la puesta en escena modificaran su obra y su pensamiento». El calvario fue lidiar con Du Locle, director de la Opéra-Comique para conseguir más ensayos con el coro, porque no estaban acostumbrados a cantar actuando y menos partituras de tal dificultad. Ahí sí tuvo que hacer algunas concesiones Bizet, pero en cuanto al cambio del aria de entrada original de Carmen por la Habanera, perdonen que les diga que, no sólo no parece que le importunara, ya que estaba muy satisfecho de la prestación de Célestine Galli-Marié, sino que accedió a la modificación sin queja conocida. Es más: Mina Curtiss, la gran estudiosa de Bizet, encontró un manuscrito que se conserva en la Biblioteca de la Ópera de París en el que se ve una versión primera de la letra para esta aria de Ludovic Halévy junto a la que Bizet escribió lo que él creía que iba mejor con la música. Pues bien, es el texto de Bizet el que se mantuvo incluso en la Habanera, con una pequeña modificación en el último verso, no sabemos de quién. Y sí, de acuerdo, sin duda se basó en una canción de Sebastián de Yradier para su composición pero ¿por qué ha de tener menos valor este prodigio operístico que es la Habanera, únicamente porque en principio es producto de una petición de la cantante y porque se inspiró de algo preexistente? ¿Le resta algo de su genialidad, de su originalidad o de su legitimidad porque no fue la idea primera de Bizet? Si eso fue “modificar su pensamiento”, quizá el destino fue certero.
Les invito a leer un párrafo de las notas de René Jacobs: “En la versión de 1874, el final de la ópera es quizás aún más estremecedor que en las versiones posteriores. Esta escena final enfrenta dos horribles perversiones de la moral: por un lado, la perversión de la tauromaquia, que otorga al torero el derecho a martirizar y matar a un toro porque este ritual sangriento forma parte de la cultura de su pueblo, y por otro, la perversión de la ley gitana, que concede a un hombre casado el derecho a matar a su mujer si sospecha que le es infiel. La valiente decisión de Bizet y sus libretistas de terminar Carmen con un final trágico tan conmovedor e impactante para un público acostumbrado al tradicional final feliz del género de la ópera cómica implica, en mi opinión, su condena implícita de ambas perversiones, porque ambas «torean al hombre» (Henry de Montherlant, Le chaos et la nuit, 1962)”.
Sin duda un párrafo no carente de interés, pero sí de rigor científico. Para que casi 150 años después del estreno de Carmen podamos inferir una “condena implícita” o cualquier otro aspecto implícito, es preciso que tengamos argumentos documentales lo suficientemente explícitos, cosa de la que carecemos por completo en este caso. Vayamos por partes. En mis muchas horas dedicadas a estudiar a Bizet y a los dos libretistas, jamás he encontrado una sola palabra referente a las corridas de toros o a las costumbres gitanas. Sin embargo, como grandes constructores de libretos que eran, utilizaron magníficamente la metáfora de la corrida de toros como reflejo del combate a muerte entre Carmen y Don José, al tiempo que Bizet enfrentaba musicalmente esos dos espacios: público/privado, fiesta/duelo. España estaba más presente de lo que podemos imaginar sobre la escena de la Opéra-Comique y el torero era una especie de figura arquetípica (en Le Toréador de Adolphe Adam se trata de un matador jubilado, bien es verdad) que en Carmen cobra una dimensión superior, debido también a la necesidad de equilibrar el elenco vocal, razón también de la creación del personaje de Micaëla. ¿Qué pretende el Maestro Jacobs con estas afirmaciones? Pues sinceramente creo ha querido soltar una andanada en el país de la tauromaquia, probablemente sin saber que donde más antitaurinos hay a día de hoy y más beligerantes son, es en España (no se crean, allende los Pirineos, nuestro país sigue siendo tan desconocido como en tiempos de Mérimée).
En cuanto a la ley gitana a la que alude, sospecho que, si bien en ningún país civilizado se animaba en el XIX a un marido engañado a matar a su esposa, la realidad es que cuando esto sucedía no resultaba especialmente castigado, siendo los derechos de las mujeres una entelequia aún en época de este estreno. Pero es que además, Don José no se convierte en gitano por seguir a Carmen: se convierte en desertor, lo cual tiene unas implicaciones mucho más graves en lo público y en lo privado, en lo nacional y en lo individual. Cabe destacar que Bizet había escrito un poema sinfónico titulado Patrie estrenado justo un año antes que Carmen, como exaltación nacional. No vamos a entrar en algo que desbordaría aún más el propósito de esta reseña, pero se olvida demasiado a menudo la situación política de Francia en este periodo, aún muy zarandeada por la caída del II Imperio, la Guerra Franco-Prusiana y la Comuna de París, todo lo cual supuso una crisis de identidad nacional importante. Por eso, lo fundamental en la decisión de Don José es la caída en la deserción, en estar fuera de la ley, en la doble traición: a la madre patria y a su madre. Bizet había vivido la Comuna dentro de París, horrorizado por la brutalidad de ambos bandos y deseaba, como tantos otros, una vuelta a cierto orden que procurase seguridad y prosperidad para retomar las actividades musicales. En cuanto a Ludovic Halévy y a Henri Meilhac, se les había reprochado su vida de éxito bajo el II Imperio como libretistas de las operetas de Offenbach –de manera exagerada e injusta, convirtiéndolos en chivo expiatorio– por lo que había supuesto de distracción y de adormecimiento del público en un periodo en el que el país se deshacía y todo el mundo parecía mirar hacia otro lado mientras la fiesta continuaba, así que la escritura de un libreto que trataba de un asunto con cierta carga de profundidad como éste les permitía mostrar que eran capaces de otros registros. De lo que sí tenemos constancia es de que De Leuven, el otro director de la Opéra-Comique junto a Du Locle cuando le fue encargada Carmen a Bizet, expresó su disgusto hacia la conclusión criminal de la ópera desde el principio: era muy duro un asesinato en el teatro en el que las grandes familias iban a concertar los matrimonios de sus hijas. Pocos días antes del estreno, Du Locle quiso cambiar el final. ¿Por qué se mantuvo? Por el empeño dramático de Bizet en seguir la novela de Mérimée y el apoyo decidido que obtuvo por parte de Célestine Galli-Marié y su Don José, Paul Lhérie. En definitiva, que nuestros autores no tenían en mente ni por lo más remoto condenar ninguna “perversión” con ese final.
2. Y vamos con la versión que presentó Jacobs en el Teatro Real. Lo más llamativo y destacable es la inclusión de los diálogos hablados completos. Digamos aquí que el primero que se ocupó de recuperarlos para la grabación fue el director español Rafael Frühbeck de Burgos, cosa que también hizo para la pantomima del primer acto que se añadió para el estreno, de gran belleza y que en la versión Jacobs, lógicamente, no está. Esta labor de Frühbeck fue una piedra de toque para prestar atención a las sucesivas versiones y para llevar a cabo una labor filológica de la obra. Como es un director español, no lo reivindican ni los franceses (por supuesto) ni los españoles (por supuesto). ¿Cuál es la ventaja de volver a los diálogos hablados en la versión que presenta Jacobs? En primer lugar, conocer de verdad cómo era el género de la opéra-comique, en el que esta mezcla de hablado y cantado era preceptiva. En segundo lugar, una proximidad mucho mayor con la novela de Mérimée, de donde se extraen la mayor parte de ellos (no los que hacen intervenir a Micaëla o Escamillo, como se puede deducir). Y por último, un dibujo más claro de los personajes, que tienen la oportunidad de expresarse más largamente. Ya son bastantes las versiones que recogen al menos una buena parte de dichos diálogos, pero que se hagan en su totalidad es lo realmente novedoso. Dicho lo cual, queremos romper una lanza en favor de Ernest Guiraud, el gran amigo de Bizet que los sustituyó por recitativos acompañados de música, con textos mucho más breves. Aunque en los últimos decenios ha resultado “de buen tono” criticar el procedimiento de Guiraud, es necesario señalar que era habitual que los propios compositores franceses hicieran lo mismo con sus obras para poder llevarlas al extranjero, donde los diálogos hablados no eran comprendidos: Massenet mismo lo hizo con su Manon, por poner un ejemplo bien conocido. Pero es que incluso, para poder llevar Carmen a la Opéra Garnier, era necesario quitarle los diálogos, debido a la rigidez francesa respecto al género que correspondía a cada teatro. En cualquier caso, bien está restablecer los diálogos completos, pero sin necesidad ninguna de atacar al pobre Guiraud.
Citemos además el cambio de la Habanera por el aria original. Pues qué quieren que les diga, por mucho que René Jacobs se empeñe en dar una interpretación retorcidamente psicológica para justificar que la idea primigenia es la mejor, la realidad es que la fuerza y la originalidad de la Habanera es inmensamente superior. El aria que pudimos escuchar es plenamente convencional dentro del género, mucho más ligera y banal, bien escrita y bastante inspirada, pero carece por completo de la eficacia tanto musical como psicológica que imprime al personaje desde su primera aparición.
Hay muchas pequeñas diferencias a lo largo de la partitura pero que, con toda sinceridad, no alteran la esencia de la partitura. Las encontramos sobre todo en los números con coro, cuyo desempeño es prácticamente el mismo. En cuanto a los momentos en que estas modificaciones son más palpables, personalmente prefiero la versión posterior para la llegada de Don José a la taberna de Lilas Pastia cantando desde fuera de escena, que me resulta más inspirada y concisa. Y en cuanto al final, en el que la frase última de Don José (“Vous pouvez m´arrêter, c´est moi qui l´ai tuée, ah Carmen, ma Carmen adorée!!!”) queda invertida y los últimos acordes cierran en modo menor con unos cuantos compases más, también considero que se pierde fuerza. En definitiva: creo que el trabajo de prueba-ensayo(s)-error-corrección, en general le fue bastante favorable a esta ópera para terminar de pulirla.
3. Por fin llego al apartado de la interpretación, que es lo realmente mollar. Se nos presentó una versión semi-escenificada que jugó con cambios en la iluminación del fondo de la escena y con unos pocos pero suficientes y agradables cambios de vestuario adaptados a los diferentes contextos físicos y/o sociales del libreto. Por desgracia, cada vez son más las ocasiones en que nos decimos que casi mejor una buena versión semi-escenificada que no nos deje al albur de los caprichos de los sacrosantos directores de escena (aunque haciendo honor a la verdad, hay que decir que las dos últimas producciones del Real han sido enormemente satisfactorias en ese sentido). Tanto cantantes como coro y coro de niños estuvieron magníficos en su labor actoral y dieron muestras de una entrega a la altura de la obra que representaban. No podemos dejar de decir que, ya que hablamos de recuperación histórica, el Palazzetto Bru Zane, en su incansable labor por la ópera francesa de entre finales del XVIII y principios del XX, ha presentado el pasado mes de septiembre en el Teatro de Rouen una Carmen con la escenografía, dirección de escena y vestuario originales. Una iniciativa muy loable y que puede refrescarnos mucho la vista y la percepción. Si se recupera la interpretación musical ¿por qué no la escénica?
En cuanto a los aspectos musicales propiamente dichos, mi sensación durante toda la representación fue que faltaba orquesta. Es la primera vez en mi vida que me ha parecido que los cantantes estaban a punto de tapar a los instrumentos por momentos, y no se trataba de voces wagnerianas precisamente. ¿A qué se debe esto? He encontrado dos explicaciones posibles. O bien la B´Rock Orchestra no es lo suficientemente solvente para enfrentarse a esta obra, o bien Jacobs dirigió como si pretendiera controlarlo todo desde su podio para obtener un determinado balance, como si estuviera pensando más en la grabación que en una representación en un teatro. La verdad es que no tuve en absoluto la impresión de que la orquesta fuera muy buena. Aunque la cosa fue mejorando (no pocas imprecisiones en los primeros tutti, no pocos solos no muy claros), es una orquestas que carece de cuerpo. No sé si en otro repertorio funcionará mejor, pero los metales carecían de brillo (particularmente trompetas y trombones), las flautas eran poco audibles y las cuerdas o eran insuficientes (aunque en número no lo parecían) o se quedaban cortas en dinámicas, o Jacobs no quería pasar de un determinado matiz. En una obra de orquestación realmente magnífica, que conjuga lo delicado y lo sutil con lo brillante y lo fastuoso, es una pena quedarse en medias tintas.
La dirección de Jacobs me convenció en unas cosas y no tanto en otras. Sus tempi oscilaban entre el Andante con moto y el Allegretto moderato, de modo que faltaban contrastes. Se echó de menos más vivacidad en momentos como la aceleración de la Chanson bohémienne o también en el Quinteto: está muy bien preocuparse por la claridad en el débito del texto, pero sin exagerar. Tampoco entiendo por qué lo cantaron entero en piano o pianissimo, obviando los crescendi y los forte. Frente a esa morosidad en la agógica en estos momentos, hubo otros números en que pareció empujar el movimiento sin necesidad, como el maravilloso Preludio del acto III, en el que un tempo excesivamente ligero y sobre todo, en el que el gesto implacable de Jacobs marcando cada tiempo de cada compás, impidió cualquier mínima respiración o pequeña flexión. La poesía de ese momento de ensueño salió volando como el pájaro rebelde de la Habanera, oigan. Tampoco el aria de Micaëla, tan bella y tan esclarecedora de una naturaleza mucho más fuerte y compleja de lo que parece a simple vista, fue servida con la flexibilidad y el cantabile necesarios y algo parecido sucedió en la comprometidísima aria de La fleur de Don José. A cambio hay que decir que ha llevado a cabo un gran trabajo con los cantantes en cuanto a la modulación de sus diálogos y sobre todo una muy buena labor de precisión con los coros. A destacar la estupenda labor de los Pequeños Cantores de la ORCAM, que pueden presumir de una dicción casi irreprochable, además de una gracia y una afinación magníficas. El Coro de Cámara de Namur estuvo bien pero no a la altura de otras ocasiones, quizá por la falta de costumbre de este repertorio y por tanto, del ámbito vocal que requiere, en particular a las sopranos.
En cuanto a los solistas, pues diremos que prácticamente ninguno tenía la voz que se precisa para sus respectivos personajes, a pesar de lo cual, todos lo hicieron francamente bien. La mezzo Gaëlle Arquez, además de una presencia físicamente perfecta para Carmen, es probablemente quien posee un instrumento más idóneo para su interpretación: color redondo pero suficientemente claro y buen fraseo. Quedó un tanto corta en volumen en el aria de Las Cartas y sobre todo, tuvo tendencia en los dos primeros actos a utilizar el registro de pecho en unas notas un poco agudas para ello, de forma que al cambiar de registro hubo ligeros problemas de afinación en ciertos agudos. A pesar de ello, dibujó una Carmen convincente y realmente antipática (porque seamos sinceros, a Carmen no hay quien la aguante). François Rougier no es desde luego el Don José ideal, con una voz no especialmente bella ni dúctil y con ciertas dificultades para mantener un forte en el agudo sin quiebros. Y sin embargo hay que decir que gracias a su fraseo, a sus cualidades actorales, a esa construcción de un personaje torpe, iluso y perdedor nato, gracias a que hizo esa subida dificilísima de La fleur en messa di voce, como pide la partitura (“et j´étais une chose à toi”) mostrando toda la fragilidad del edípico navarro y gracias a esa escena final de desesperación absolutamente patética, me ganó completamente y he de decir que me procuró los momentos de mayor emoción de la representación. Un caso típico de superación de las dificultades gracias al trabajo con un gran resultado. La siempre magnífica Sabine Devieilhe no es la voz adecuada para Micaëla, que pide una lírica, por registro y por estructura musical del personaje, pero… siempre sale victoriosa porque canta con una técnica imbatible y con un buen gusto y un ajuste al estilo fuera de toda duda. Y además es una estupenda actriz. Sorpresa de la noche: el Escamillo de Thomas Dolié. En principio, este barítono no parecía tampoco el ideal para encarnar al chulazo toréador, pero la realidad es que interpretó con una gran solvencia su famosísima aria y con menos dificultades que muchos bajos colegas suyos. Fantástico de legato, fraseo y ejecución de todas las pequeñas notas requeridas. Ahí estuvo muy fino Jacobs en el acompañamiento instrumental y también en el tempo marcado. A estas cualidades de Dolié se añade una capacidad teatral impresionante que lo hizo pasar sin ninguna dificultad de ser un amante entregado a un cínico simpático o un chuleta dominador. Muy bien el Zúñiga de Frédéric Caton y también el resto de secundarios, con mención especial para el tenor chileno Emiliano González Toro que interpretó un fantástico Dancaïre, en la vena de los mejores tenores franceses de carácter. De todo esto deducimos que ha habido un enorme trabajo de detalle y de ajuste desde la dirección para conseguir este resultado con unos muy grandes cantantes, desde luego, pero que en principio no parecen los idóneos. De hecho, quizá la cosa habría sido diferente con otra orquesta, pero eso sería otra historia y otra Carmen.
Aunque el público no había reaccionado demasiado durante la representación, la ovación fue fervorosa al final y los aplausos extraordinariamente generosos para un espectáculo que resultó realmente bello y con un gran trabajo detrás que se apreció en su valor.
Y para la próxima vez, Maestro Jacobs, no se justifique con la cuadratura del círculo. Dirija lo que quiera porque Vd. lo vale. Y Carmen, también.
Ana García Urcola
(fotos: Javier del Real)